El sorprendente relato del cónsul
Había pasado una semana desde el funeral de mi pobre Harry y yo me encontraba pensativo, recorriendo mi habitación de un lado a otro, cuando pronto llamaron a la puerta de la casa. Bajé las escaleras para abrir y entraron mis viejos amigos sir Henry Curtís y el capitán John Good, de la Armada Real. Pasaron al salón y se sentaron ante la amplia chimenea, donde, lo recuerdo, ardían unos gruesos troncos.
—Sois muy amables por haber venido —señalé por decir algo—, os ha debido ser difícil caminar por la nieve.
Guardaron silencio, pero sir Henry preparó lentamente su pipa y la encendió con un ascua. Mientras se inclinaba para hacerlo, el fuego alcanzó un trozo de madera de pino seca y crepitó, iluminando la escena. Yo pensé: «¡Qué hombre tan espléndido!». Un rostro tranquilo, poderoso, rasgos bien dibujados, grandes ojos grises, la barba rubia como el pelo; todo ello hacía de él un magnífico ejemplar de la especie más evolucionada. Su cuerpo no desmerecía de su rostro. Jamás he visto unos hombros tan anchos o un pecho tan hermoso. Desde luego, el aspecto de sir Henry es tal que, aunque mide casi uno noventa, no llama la atención por ser un hombre alto. Mientras le miraba no pude evitar pensar en el curioso contraste entre mi pequeño y enflaquecido cuerpo y la arrogancia del suyo. Imaginad la cara pequeña, marchita y macilenta de un hombre de sesenta y tres años[9]; las manos delgadas, grandes ojos castaños, el corto cabello gris, como un estropajo medio gastado —mi peso total vestido: poco más de sesenta kilos—, y os haréis una idea justa de Allan Quatermain, habitualmente llamado Cazador Quatermain —o, por los nativos, Macumazahn: o sea, «aquel que vigila en la noche», o, en inglés vulgar, «un tipo duro que no puede ser engañado».
Luego se encontraba Good, que no se parece a ninguno de los dos, ya que es menudo, moreno, corpulento —muy corpulento—, con ojos negros centelleantes, en uno de los cuales lleva permanentemente un monóculo. Digo corpulento, pero es palabra cortés; siento tener que afirmar que en los últimos años Good ha engordado de la forma más escandalosa. Sin Henry le dice que la culpa la tiene el ocio y la sobrealimentación, y a Good le molesta, aunque no puede negarlo.
Nos sentamos durante un rato y luego tomé una cerilla y la encendí en la lámpara que se encontraba sobre la mesa, ya que la media luz de la tarde se me antojaba tenebrosa, como es propio que ocurra cuando uno ha perdido hace una semana la esperanza de su vida. Más tarde, abrí el armario empotrado y cogí una botella de whisky, algunos vasos y agua. Siempre me ha gustado hacer estas cosas por mí mismo: me irrita tener constantemente a alguien pegado a mí, como si fuera un bebé de dieciocho meses. Todo aquello sucedía mientras Curtís y Good permanecían en silencio, sintiendo, supongo yo, que no tenían nada que decir que pudiera hacerme algún bien y, sin embargo, contentos por ofrecerme el consuelo de su presencia y silenciosa compasión, ya que aquella era tan sólo su segunda visita desde el funeral. Porque es la presencia de los demás lo que nos sirve de consuelo y de apoyo en nuestras horas amargas de dolor, y no la charla, que normalmente sólo sirve para incomodarnos. Antes de una mala tormenta, los animales salvajes se apiñan y guardan silencio.
Fumaron y bebieron whisky con agua, y yo me quedé junto al fuego, también fumando, mientras les observaba.
Por fin hablé.
—Viejos amigos —dije—, ¿cuánto hace que hemos vuelto de Kukuanalandia[10]?
—Tres años —dijo Good—. ¿Por qué lo pregunta?
—Lo pregunto porque creo que ya he tenido suficiente dosis de civilización. Me vuelvo al veldt.
Sir Henry reclinó la cabeza en su sillón e irrumpió en una de sus profundas carcajadas.
—Qué raro —dijo—, ¿eh, Good?
Good me miró de forma misteriosa a través de su monóculo y murmuró:
—Sí, extraño… muy extraño.
—No entiendo qué quiere decir —dije yo, mirando primero a uno y luego al otro, ya que no me agradan los misterios.
—¿No lo entiende, viejo amigo? —dijo sir Henry—. Entonces se lo explicaré. Mientras Good y yo veníamos hacia aquí mantuvimos una conversación.
—Si iba con Good, probablemente haya sido así —dije yo con sarcasmo, ya que Good era un gran aficionado a la charla—. ¿Y de qué se trataba?
—¿Qué cree usted? —preguntó sir Henry.
Sacudí la cabeza. No era muy probable que yo supiera lo que Good había hablado con él. Habla de tantas cosas…
—Pues bien, la conversación versó sobre un pequeño plan que he trazado; es decir, si usted está de acuerdo, podríamos preparar nuestro equipaje e irnos a África en otra expedición.
Casi salté de alegría al escuchar sus palabras.
—¡No lo dirá en serio! —exclamé.
—Sí, y también Good; ¿no es así, Good?
—Más bien —dijo el caballero.
—Escuche, viejo amigo —continuó sir Henry, con considerable animación en sus maneras—. Yo también estoy cansado, aburrido de no hacer nada, excepto de ser hacendado en un país de hacendados. Desde hace más de un año me he empezado a sentir tan inquieto como un elefante que huele el peligro. Siempre estoy soñando con Kukuanalandia y Gagool y las minas del rey Salomón. Puedo asegurarle que me he convertido en la víctima de un deseo casi insaciable. Estoy harto de disparar a faisanes y perdices y quiero intentar de nuevo una gran cacería. Ya conoce la sensación: cuando uno ha probado el brandy con agua, la leche se vuelve insípida al paladar. El año que pasamos juntos en Kukuanalandia me parece que valió por todos los años de mi vida juntos. Me tacho de loco por sufrir de esta manera, pero no lo puedo evitar; deseo ir y, lo que es más, tengo la intención de hacerlo —se detuvo y luego comenzó de nuevo—: Y, después de todo, ¿por qué no habría de ir? No tengo esposa, ni familia, ni hijos que me retengan. Si algo me ocurriera, mi título de baronet pasaría a mi hermano George[11] y a su hijo, como sucederá de todas formas. Nadie me necesita.
—¡Ah! —dije yo—. Sabía que diría eso tarde o temprano. Y dígame, Good, ¿por qué quiere emprender este viaje? ¿Tiene alguna razón?
—La tengo —dijo Good de forma solemne—. Yo jamás he hecho algo sin una razón; y no es por una mujer, es decir, si lo es, lo es por muchas.
Le miré de nuevo. Good puede ser tan abrumadoramente frívolo…
—¿Y cuál es? —dije yo.
—Bien, si realmente lo quiere saber, aunque preferiría no hablar de un asunto tan delicado y estrictamente personal, se lo contaré: estoy engordando demasiado.
—¡Calle, Good! —dijo sir Henry—. Y ahora, Quatermain, díganos, ¿a dónde propone que vayamos?
Encendí mi pipa, que se había apagado, antes de responder.
—¿Han oído hablar alguna vez del monte Kenya[12]? —pregunté.
—No conozco el lugar —dijo Good.
—¿Han oído hablar de la isla de Lamu? —les pregunté de nuevo.
—No. Pero ¿no es un lugar a unas 300 millas al norte de Zanzíbar[13]?
—Sí. Y ahora escúchenme. Lo que tengo que proponer es lo siguiente. Primero nos dirigimos a Lamu y desde allí nos abrimos paso durante unas 250 millas tierra adentro, hasta el monte Kenya; del monte Kenya tierra adentro hasta el monte Lekakisera, otras 200 millas aproximadamente, más allá de las cuales no ha pisado jamás, que yo sepa, el hombre blanco; y luego, si llegamos a este punto, seguiremos hacia el desconocido interior. ¿Qué me dicen a esto, queridos amigos?
—Es una gran empresa —dijo sir Henry pensativo.
—Está en lo cierto —respondí—, lo es; pero entiendo que los tres estamos buscando una gran aventura. Deseamos un cambio de escenario y estamos dispuestos a conseguirlo, un cambio profundo. Toda mi vida he deseado conocer aquellos lugares y tengo la intención de hacerlo antes de morir. La muerte de mi pobre hijo ha roto mi último vínculo con la civilización y me voy a mi selva nativa. Y además les voy a decir otra cosa: durante años y años he oído rumores sobre la existencia de una gran raza blanca afincada, según dicen, en algún lugar en aquella dirección, y me propongo saber cuánto de verdad hay en esta historia. Si quieren acompañarme, perfecto; si no, me iré solo.
—Soy el hombre que está buscando, aunque no crea en esa raza blanca —dijo sir Henry Curtís, levantándose y colocando después el brazo sobre mi hombro.
—Y yo me sumo a la expedición —señaló Good—. Por fin podré entrenarme. Vayamos de cualquier forma al monte Kenya y al otro lugar de nombre impronunciable, y busquemos una raza blanca que no existe. A mí me da igual.
—¿Cuándo tiene pensado que salgamos? —preguntó sir Henry.
—Este mismo mes —respondí—, en el vapor de la British India; y no estén tan seguros de que algo no existe porque no hayan oído hablar jamás de ello. ¡Recuerden las minas del rey Salomón!
• • •
Unas catorce semanas, más o menos, desde la fecha de aquella conversación y esta historia continúa en muy diferente entorno.
Tras mucha deliberación y pesquisas llegamos a la conclusión de que el mejor punto de partida hacia el monte Kenya eran las cercanías de la desembocadura del río Tana, y no de Mombasa, un lugar unas 100 millas más cerca de Zanzíbar. Llegamos a aquella conclusión por la información que nos proporcionó un comerciante alemán que conocimos a bordo del vapor en Adén[14]. Creo que era el alemán más sucio que jamás he visto, pero era un buen tipo y nos dio gran cantidad de valiosa información.
—Lamu —dijo—, ustedes van a Lamu; ¡oh, qué lugar tan hermoso! —y alzó su grueso rostro y sonrió con suave arrebato—. Un año y medio viví allí y jamás me cambié la camisa… nunca.
Y así ocurrió que cuando llegamos a la isla y desembarcamos con todos nuestros bienes y enseres y sin saber a dónde ir, nos dirigimos resueltamente hacia la casa del cónsul de Su Majestad, donde fuimos recibidos de forma muy hospitalaria.
Lamu es un lugar muy curioso, pero lo que recuerdo con mayor intensidad es su extremada suciedad y sus olores[15]. Estos últimos eran sencillamente espantosos. Justo bajo el consulado se encuentra la playa o, mejor, un banco de lodo que se llama playa. Cuando baja la marea queda prácticamente al descubierto y sirve como receptáculo a toda la porquería, desperdicios y basura de la ciudad. Allí acuden las mujeres a enterrar las semillas de coco en el lodo, dejándolas hasta que la cáscara está prácticamente podrida, momento en que la desentierran de nuevo y utilizan sus fibras para hacer esterillas y para otros propósitos. Como este proceso se ha venido repitiendo durante generaciones, la condición de la orilla puede ser mejor imaginada que descrita. He percibido muchos malos olores durante el curso de mi vida, pero la esencia concentrada del hedor que ascendía de la playa de Lamu mientras descansábamos a la luz de la luna —no bajo, sino sobre el techo de nuestro hospitalario amigo el cónsul— hace que su recuerdo sea pobre y tenue. No es de extrañar que la gente de Lamu enferme de fiebres. Y, sin embargo, el lugar no está exento de cierta originalidad y encanto, aunque probablemente, de hecho con toda seguridad, deje de gustar en seguida.
—Y bien, ¿a dónde se dirigen, caballeros? —preguntó nuestro amigo, el hospitalario cónsul, mientras fumábamos nuestras pipas después de la cena.
—Nos proponemos ir hasta el monte Kenya y después al monte Lekakisera —respondió sir Henry—. Quatermain ha oído un cuento sobre la existencia de una raza blanca en los territorios desconocidos que se extienden más allá.
El cónsul pareció interesado y contestó que él también había oído algo.
—¿Y qué es lo que sabe? —pregunté.
—Oh, no mucho. Hace alrededor de un año recibí una carta del misionero escocés Mackenzie, cuya misión, «The Highlands», se encuentra en el punto navegable más alto del río Tana, en la que me contaba algo a ese respecto.
—¿Tiene la carta? —pregunté.
—No, la destruí; pero recuerdo que decía haberse presentado en su misión un hombre que afirmaba que, a dos meses de viaje más allá del monte Lekakisera, lugar al que ningún hombre blanco ha llegado, por lo menos, según mis informaciones, encontró un lago llamado Laga, y que desde allí siguió hacia el noroeste durante un mes, por un desierto y una veldt de espinos y grandes montañas, hasta que llegó a un país en el que la gente era blanca y vivía en casas de piedra. Allí le entretuvieron con hospitalidad durante cierto tiempo, hasta que al final los sacerdotes del país comenzaron a decir que era un demonio, y el pueblo lo expulsó, y viajó durante ocho meses hasta alcanzar la misión de Mackenzie, según éste decía, moribundo. Esto es todo lo que sé; pero si desean averiguar algo más, mejor será que se dirijan por el Tana hasta la misión de Mackenzie y le pidan a él más información.
Sir Henry y yo nos miramos. Aquello era algo tangible.
—Creo que iremos a ver al señor Mackenzie —dije.
—Bueno —respondió el cónsul—, eso es lo mejor, pero les prevengo de que el viaje será bastante duro, ya que he oído que los masai[16] se encuentran por allí, y, como saben, no son gentes muy pacíficas. Lo mejor será que escojan a unos cuantos hombres como sirvientes y cazadores y alquilen porteadores de aldea en aldea. Les darán una infinidad de problemas, pero en conjunto quizá sea una forma más barata y más ventajosa que encontrar una caravana, y así estarán menos expuestos a las deserciones.
Afortunadamente había por entonces en Lamu un grupo de wakwafi askari (soldados). Los wakwafi, un cruce entre masai y wataveta[17], son una raza fina y valiente, que posee muchas de las buenas cualidades de los zulúes y una gran capacidad para la civilización. También son grandes cazadores. Según parecía, aquellos hombres habían hecho recientemente un largo viaje con un inglés llamado Jutson, que había comenzado en Mombasa, un puerto a 150 millas al sur de Lamu, y había circunvalado el Kilimanjaro, una de las montañas más altas de África. El pobre hombre había muerto de fiebre en su viaje de regreso, a un día de marcha de Mombasa. No es justo que muriera de aquella forma, a pocas horas de su salvación y tras haber sobrevivido a tantos peligros, pero así fue. Los cazadores le enterraron y luego continuaron hasta Lamu en un dhow. Nuestro amigo el cónsul nos sugirió que tratáramos de contratar a aquellos hombres y a la mañana siguiente comenzamos una serie de entrevistas con los miembros del grupo, ayudados por un intérprete.
Los encontramos en una choza de barro a las afueras de la ciudad. Tres de ellos estaban sentados fuera y eran tipos de mirada franca y apariencia más o menos civilizada. Con cautela hicimos explícito el propósito de nuestra visita, al principio con poco éxito. Declararon que no podían emprender tal aventura, ya que estaban cansados y fatigados de tanto viaje y sus corazones se hallaban desolados por la pérdida de su amo. Tenían la intención de volver a sus hogares y descansar algún tiempo. Aquello no parecía muy prometedor, así que, con el fin de provocar la división, pregunté dónde se encontraban los restantes miembros del grupo. Me dijeron que allí había seis, pero que yo sólo veía a tres. Uno de ellos dijo que los hombres dormían en la choza y que todavía estaban descansando de sus labores… al parecer, «el sueño les pesaba en los párpados y la pena hablaba a sus corazones en los siguientes términos: mejor dormir, pues con el sueño llega el olvido. Pero deben despertar».
Al poco tiempo los hombres salieron de la choza bostezando. Los dos primeros pertenecían evidentemente a la misma raza de aquellos que estaban frente a nosotros; pero la aparición del tercero y último me sobresaltó. Era un hombre corpulento y alto, de un metro noventa, diría yo, pero delgado y de estilizados miembros. Apenas verle me di cuenta de que no era wakwafi, sino zulú de pura raza. Salió con la mano, de aristocrático aspecto, sobre la boca para ocultar un bostezo, así que sólo pude ver que se trataba de un «keshla» u hombre de anillo[18*], y que tenía un hundimiento de forma triangular en la frente. Al apartar la mano, reveló su impresionante rostro zulú, su boca graciosa, su barba rala y lanuda, algo canosa, y sus ojos castaños, tan penetrantes como los de un halcón. Reconocí a mi hombre al momento, a pesar de no haberle visto desde hacía doce años[19].
—¿Cómo estás, Umslopogaas? —dije en lengua zulú.
El gigante (que entre su gente era conocido como «Picamaderos» y también como el «Carnicero») se sobresaltó y casi dejó que su gran hacha de guerra de largo mango cayera al suelo. En seguida me reconoció y me saludó con una explosión de júbilo que hizo que sus compañeros wakwafi se quedaran perplejos.
—Koos (jefe) —comenzó—. ¡Koos-y-Pagate!. ¡Koos-y-umcool! (viejo jefe, poderoso jefe) ¡Koos! ¡Baba! (padre). Macumazahn, viejo cazador de elefantes, exterminador de leones, ¡inteligente!, ¡vigilante!, ¡valeroso!, ¡rápido!, cuyo disparo nunca falla, da siempre en el blanco; que cuando estrecha una mano, no abandona a su dueño hasta la muerte (es decir, un verdadero amigo). ¡Koos! ¡Baba! Sabia es la voz de nuestro pueblo cuando dice «la montaña nunca se encuentra a otra montaña, pero al alba o en el crepúsculo, el hombre encontrará al hombre». ¡Escucha! Un mensajero llegó de Natal y dijo: «Macumazahn ha muerto. La tierra no verá más a su Macumazahn». Esto fue hace años. Y ahora, ¡fíjate!, ahora en este extraño paraje de olores fétidos encuentro a Macumazahn, mi amigo. No hay duda; el rabo del viejo chacal se ha vuelto un poco gris, pero ¿no son sus ojos tan profundos y sus dientes no están igual de afilados? ¡Ja!, ¡ja! Macumazahn, ¿recuerdas cuando metiste una bala en el ojo del búfalo que nos atacó? ¿Te acuerdas?…
Le dejé que siguiera con aquel discurso de bienvenida, porque me di cuenta de que producía un efecto positivo en los cinco wakwafi, que parecieron entender algo de su discurso; pero luego pensé que era mejor detenerle, pues no hay nada que menos me guste que los excesivos halagos de los zulúes, «bongering», como los llaman ellos.
—Silencio —dije yo—. ¿Es que toda tu ruidosa parlanchinería ha cesado desde la última vez que nos vimos y ahora brota con redoblada energía? ¿Qué haces aquí con estos hombres, tú a quien yo dejé como jefe de Zululandia[20]? ¿Cómo es que te encuentras lejos de tu propio lugar y te reúnes con extranjeros?
Umslopogaas se inclinó sobre la cabeza de su gran hacha de guerra (que no era más que un cetro con un hermoso mango de cuerno de rinoceronte), y su severo rostro se tornó triste.
—Padre mío —respondió—, tengo algo que decirte, pero no puedo hablar delante de estas gentes de inferior condición (umfagozana) —y miró a los wakwafi askari—. Únicamente puedes escucharlo tú. Padre mío —y aquí su rostro recuperó su severa expresión—, una mujer me traicionó y cubrió mi nombre de vergüenza[21]. Ay, mi propia mujer, una muchacha de rostro redondo, me traicionó; pero escapé a la muerte; ¡ay!, vencí a las manos que vinieron a asesinarme. Di tres golpes con esta hacha mía, Inkosikaas, seguramente mi padre recordará su nombre, uno a la derecha, otro a la izquierda y otro de frente, y de aquella forma dejé tres hombres muertos. Y luego huí y, como mi padre sabe, incluso ahora que soy viejo, mis pies son como los del sassaby[22*], y no respira el hombre que, corriendo, pueda alcanzarme. Seguí huyendo y tras de mí los mensajeros de la muerte y sus voces eran las de los perros de caza. De mi propio kraal[23] huí y, mientras lo hacía, la que me había traicionado cogía agua del arroyo. Huí de ella como de la sombra de la muerte, aunque no antes de golpearla con mi hacha, y, ¡oh!, su cabeza cayó, cayó sobre el cuenco del agua. Luego salí corriendo hacia el norte. Día tras día continué mi viaje y durante tres lunas viajé sin descansar, sin detenerme, corriendo sin cesar hacia el olvido, hasta que encontré al cazador blanco que ahora está muerto y llegué hasta aquí con sus sirvientes. Yo, que era de alta estirpe, ay, de la sangre de Chaka[24], el gran rey, un jefe y un capitán del regimiento de Nkomabakosi, soy ahora un vagabundo en lugares extraños, un hombre sin kraal. Nada he traído salvo esta hacha mía; de todas mis pertenencias, sólo me queda ésta. Ellos esparcieron mi ganado, tomaron mis esposas y mis hijos ya no conocen mi rostro. Sin embargo, con esta hacha —y volteó su arma formidable alrededor de la cabeza— desafiaré de nuevo a la fortuna. He dicho.
Sacudí la cabeza.
—Umslopogaas —dije—, te conozco desde hace mucho. Siempre ambicioso, siempre planeando ser grande, me temo que al final has ido demasiado lejos. Hace años, cuando quisiste intrigar contra Cetywayo, hijo de Panda[25], te advertí y tú me escuchaste. Pero cuando no he estado contigo para detener tu mano, has cavado la zanja en la que tu propio cuerpo ha caído. ¿No es así? Pero lo que está hecho, hecho está. ¿Quién puede hacer que el árbol muerto reverdezca? ¿Quién puede contemplar la luz del año pasado? ¿Quién puede recordar la palabra dicha o recuperar el perdido espíritu? Aquello que el tiempo devora no renace jamás. ¡Deja que sea olvidado!
»Y ahora, fíjate, Umslopogaas, te tengo por un gran guerrero y un hombre valeroso, leal hasta la muerte. Incluso en Zululandia, donde todos los hombres son valientes, te llaman el “Carnicero”, y por la noche contaban historias alrededor del fuego sobre tu fuerza y tus hazañas. Escúchame ahora. Tú ves a este hombre, mi amigo —y señalé a sir Henry—, él también es un guerrero tan grande y tan fuerte como tú; podría sostenerte sobre sus hombros. Incubu es su nombre[26]. Y ves a éste también; éste de estómago prominente, ojos vivos y rostro amable es Bougwan (ojo de vidrio); es un hombre bueno y sincero, perteneciente a una extraña tribu que pasa la vida sobre el agua y vive en kraals flotantes.
»Bien, nosotros tres, los que aquí ves, viajaremos tierra adentro, pasado Dongo Egere, la gran montaña blanca (monte Kenya) y más allá hacia lo desconocido. No sabemos lo que encontraremos; vamos en busca de caza, aventuras y nuevos lugares, pues estamos cansados de estar sentados y quietos, con las mismas cosas viejas alrededor nuestro. ¿Vendrás con nosotros? Se te dará el mando de todos nuestros sirvientes; sin embargo, la suerte que corras, la desconozco. Ya hemos viajado una vez de esta forma, en busca de la aventura, y tomamos a un hombre como tú, a Umbopa, y fíjate, le dejamos como rey de un gran país, con veinte impis (regimientos), cada uno compuesto por tres mil guerreros empenachados, dispuestos a seguirle a la muerte. Lo que ocurra contigo, no lo sé. ¿Te arrojarás en manos del destino y vendrás, o acaso tienes miedo, Umslopogaas?
El gigante sonrió.
—No toda la razón te acompaña, Macumazahn —dijo—. Yo intrigué en mi tiempo, pero no era la ambición la que me condujo a la caída sino, vergüenza me produce decirlo, un bello rostro de mujer. Dejémoslo estar. ¿Así que vamos a vivir como en los viejos tiempos, Macumazahn, cuando luchábamos y cazábamos en Zululandia? ¡Ay, iré! Tanto si me espera la vida como la muerte, ¿qué más da, mientras los golpes se aticen raudos y la sangre corra roja? Me hago viejo, me hago viejo, y no he luchado lo suficiente. Sin embargo, soy un guerrero entre guerreros; mira mis cicatrices —y señaló incontables marcas, puñaladas y cortes, que surcaban la piel de su pecho, piernas y brazos—. Mira el agujero de mi frente; el cerebro brotó por él y, a pesar de todo, maté a aquel que me golpeó y todavía vivo. ¿Sabes tú a cuántos hombres he matado en justo combate cuerpo a cuerpo, Macumazahn? Mira, aquí está la cuenta —e indicó largas filas de muescas talladas en el mango de cuerno de rinoceronte de su hacha—. Cuéntalas, Macumazahn: ciento tres, sólo contando los que he abierto en canal[27*].
—Silencio —dije, pues vi que el fervor de la sangre se apoderaba de él—. Silencio; bien te llaman el «Carnicero». No oiremos más de tus sangrientas hazañas. Recuerda, si nos acompañas no lucharás sino en defensa propia. Escucha, necesitamos porteadores. Estos hombres —y señalé a los wakwafi, que se habían retirado ligeramente durante nuestra «indaba» (charla)— dicen que no vendrán.
—¡Que no vendrán! —exclamó Umslopogaas—. ¿Dónde está el perro que dice que no viene cuando mi padre lo ordena? Oye, tú —y de un salto alcanzó al wakwafi con quien yo había hablado primero. Le cogió del brazo y le arrastró hasta nosotros—. ¡Tú, perro! —dijo y sacudió al pobre hombre, que ya estaba atemorizado—; ¿has dicho que no irás con mi Padre? Dilo otra vez y te estrangularé —y sus largos dedos se cerraron en torno a su garganta—. Os estrangularé a ti y a los que están contigo. ¿Acaso has olvidado cómo serví a tu hermano?
—No, no; iremos con el hombre blanco —dijo el otro con la voz ronca por la asfixia.
—¡Hombre blanco! —comenzó de nuevo Umslopogaas con simulada furia—; ¿de quién hablas, perro insolente?
—No, no; digo que iremos con el gran jefe.
—¡Bien! —dijo Umslopogaas, más pacífico, y cuando relajó la mano, el hombre cayó de espaldas—. Ya sabía yo que lo harías.
—Ese hombre, Umslopogaas, parece poseer una extraña ascendencia moral sobre sus compañeros —señaló más tarde Good muy pensativo.