A vueltas con la realidad. Nota de la autora

A vueltas con la realidad.

Nota de la autora.

La colonia Roma posee una red de vías perpendiculares escoltadas a un lado y otro por elegantes residencias. Se trata de un trocito de México que a comienzos del siglo XX albergaba grandes fortunas y artistas.

A medida que una de sus arterias, la calle Puebla, se acerca a la confluencia con la avenida de Insurgentes, la colonia se torna ruidosa y su arquitectura afrancesada deviene en otra indefinible, popular y excesiva.

En un soleado día de enero de 2011 tomo una perpendicular a mi izquierda. Por fin voy a localizar al hombre por quien he emprendido mi viaje.

En el número catorce encuentro una fachada rosa de tres plantas. Llamo al portero automático y no responden. Ya me lo habían advertido —«Insiste, cuesta que abran a la primera»—. De hecho, llevo días intentando localizarle inútilmente a través del teléfono. Nadie atiende las llamadas.

Por fin descuelga un tono femenino para advertirme que «el señor no recibe visitas, y menos imprevistas». Trato de excusarme diciendo que vengo de España, pero la mujer concluye la charla.

Una hora más tarde regreso con idéntico resultado. No obstante, por un balcón de la primera planta se asoma un joven al que, bastante desesperada, le explico mi intención. «Es un hombre extraño, no habla con los vecinos tampoco —me asegura—. Yo tengo mi estudio aquí y casi nunca le veo. Creo que se cayó tiempo atrás y le cuesta andar. Te abro. Pero no cuentes que he sido yo, no vaya a enojarse».

Abrazaría a esta alma caritativa si le tuviera cerca. Mientras sumo peldaños confío en topármelo en el descansillo para confesarle que, gracias a gente como él, empiezo a adorar a su país. Pero no abre la puerta. Más adelante, llegaría a saber que se trata de un afamado pintor, descendiente de Diego Rivera.

En el tercer piso me encuentro con una de las mujeres que se encarga de su cuidado. Me anuncia su nombre, Mari, según obstaculiza la entrada. De repente, del fondo del salón que se intuye nada más cruzar el umbral, brota una malhumorada voz chillando que me marche, que él no ve a nadie. Hay decenas de carteles de películas sobre el suelo, libros apilados y un biombo tras el cual imagino a ese anciano de un genio inadmisible para su edad.

—Nomás se lo platiqué —insiste Mari, y comprendo que por ella me hubiera dejado entrar—. Ya casi no sale a la calle.

Resignada a la derrota, derramo lagrimones de rabia y regreso por donde he venido. Permanezco en México intentando proponerle narrar su biografía en un documental, pero me voy con las manos vacías.

No puedo evitar maldecirle en el portal. Por su terquedad, el desdén seguirá arruinando valías como la suya. Pero nada más retornar a la calle Puebla freno mis pies sin aliento. ¿Cómo soy tan necia?

Puede que el anciano centenario se enroque en su silencio, pero las historias que busco revolotean a mi alrededor. Están al alcance de mi mano. Las toco con la punta de los dedos y de ahí… a un papel. Ya antes tuve esta misma sacudida. Me sucedió en mi primera novela; cuando durante un tiempo me obcequé en la tiranía de los hechos amarrando a cada paso la imaginación.

Esta vez no lo voy a consentir. Y en ese punto comenzó este relato.

El hombre a quien nunca alcancé a saludar era Miguel Morayta. Un ser inquieto, vitalista, polifacético como solo alumbraron los años veinte y treinta en aquella efervescente España.

Pero amargado, porque nadie —menos aún en Castilla-La Mancha— le recordaba. Su último perro se llamó Mancha, una muestra de lo que su tierra le marcaba a pesar de los años transcurridos sin pisarla.

Su saldo profesional resulta tan extenso que corre el riesgo de quedarse en un simple compendio de cifras: 54 películas dirigidas, y otras 52 ejerciendo de guionista o adaptador. Trasladaba su inventiva a cualquier género, y las estrellas mexicanas y españolas se acercaban a él buscando el éxito en la taquilla: entre las nuestras, Carmen Sevilla, Sara Montiel o Lola Flores. Era lo que se conocía en la profesión como «un machetero» porque no se arredró ante nada, ni cesó de trabajar. Acuñó aplaudidos éxitos e ignorados fracasos. Lo natural en el cine.

Miguel Morayta representaba un digno exponente de ese fenómeno, corto en el tiempo pero de enorme trascendencia, llamado la Edad de Oro del Cine Mexicano. El embrión habría que situarlo en 1932, a raíz del nacimiento de Nacional Cinematográfica, en Chapultepec. Después llegaron los Estudios Tepeyac —en su antiguo emplazamiento se sitúan ahora las instalaciones del metro del Distrito Federal— y los Estudios Azteca, seguidos de los Churubusco, que se fusionarían tiempo después. El florecer de esta industria se aprovechó de la carencia de empleo y materiales en Hollywood, durante la Segunda Guerra Mundial, paralelo al desembarco en México de un exquisito talento. Ahí entran en juego los exiliados españoles.

Fueron años de estudios levantados desde la nada; de rodajes simultáneos en varios «foros»; de decorados grandiosos que reproducían poblados del Oeste, barrios parisinos, edificaciones de época, el mar y sus profundidades para los rodajes subacuáticos o el mismo Beverly Hills, en una esquina de los Estudios Churubusco, cerca de donde cruzaba el río del mismo nombre. Estos en concreto dedicaron 26 hectáreas a construir las localizaciones más insólitas. Años que vieron nacer el Banco Cinematográfico, destinado a financiar los proyectos de la industria. Años prolijos en anécdotas, algunas custodiadas por los rincones de los platós a modo de un silente legado. Como la sucedida aquella tarde en que María Félix descubrió al jefe de los eléctricos, durante un descanso del rodaje de La mujer sin alma, tocando un piano ubicado en otro set. Interpretaba mal, pero con notables ganas, pues el trabajador empleaba sus noches siendo el pianista de un ruinoso cabaré, y carecía de tiempo y dinero para practicar. Sin haberse percatado de la presencia de la diva, el hombre imitaba jocosamente ante unos compañeros las poses de Agustín Lara.

—Fallas mucho —soltó ella a lo lejos—. Te voy a regalar un piano para que dejes al Flaco en buen lugar.

Así fue. Al día siguiente el electricista hubo de pedir permiso en su trabajo para personarse en la mansión de la actriz, de donde extrajo un piano que ignoraba dónde guardar, porque ni casa propia tenía el mexicano.

Voluntariamente, y aun a riesgo de privar al lector de jugosos datos históricos, he eliminado en la versión final las referencias al devenir de unos acontecimientos que no se pueden desligar del mundo empresarial o político. Me refiero al entramado complejo de las relaciones sindicales en la industria cinematográfica —sus tensiones, huelgas y enfrentamientos—, así como la inclinación pendular del poder, personalizado en los presidentes mexicanos, por controlar la misma. Mi decisión ha sido en aras de que se deslizaran las emociones de los personajes sin cortapisas. Confío en haber acertado.

Pero sí es de justicia precisar que Miguel Morayta —junto a los mexicanos Jorge Negrete, Gabriel Figueroa, Mario Moreno Cantinflas o Roberto Gavaldón— impulsó la creación del Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica (STPC), cuya secretaría en la Sección de Directores ostentaría este último. Morayta firmó su credencial el 1 de octubre de 1943, como el afiliado número 44.

Los enfrentamientos entre el nuevo sindicato y el antiguo STIC (Sindicato de Trabajadores de la Industria Cinematográfica), creado en los años treinta, no se hicieron esperar. Durante meses los empleados de los estudios acudían a ellos armados con metralletas y pistolas y las peleas eran frecuentes. Hasta que el presidente Manuel Ávila Camacho zanjó las disputas determinando que el sindicato de mayor antigüedad se encargaría de las filmaciones de cortometrajes —hasta 29 minutos— y aquel en el que participaba Morayta, los largometrajes. La paz duraría poco. Pero esa es otra historia.

El español también fue el creador de una técnica narrativa muy novedosa, conocida vulgarmente como hacer unos patitos. Hasta él, y puesto que el corte directo de una escena a otra dentro de una película no existía, el único modo de abordar las transiciones era mediante fundidos de dos planos o un barrido de cámara que desviara la atención. Sin embargo, Miguel Morayta probó a emplear un plano recurso al que recurría durante el montaje final. De forma improvisada filmó unos patos en un estanque, imagen que reproducía a discreción entre sus escenas. Su técnica fue asimilada enseguida por los demás directores.

Para entender la importante aportación que los españoles tuvieron en aquel cine basta apuntar que, cuando en 1946 la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas otorgó en primera convocatoria sus Premios Ariel (los Óscars mexicanos), diez de ellos recayeron en la película La barraca. La adaptación de la novela del valenciano Vicente Blasco Ibáñez que había dirigido Roberto Gavaldón animado por su amigo Morayta contó con un puñado de compatriotas premiados: la escenografía de Vicente Petit; José Baviera como actor; la adaptación del texto realizada por Libertad Blasco Ibáñez y Paulino Masip; además de incluir en el film a Luana Alcañiz, Anita Blanch, Amparo Morillo y Micaela Castejón. Todas ellas actrices españolas.

Por desgracia, sus nombres reposan en el olvido.

Aparte de Luis Buñuel y Max Aub, España obsequió a México un buen número de mentes privilegiadas. De presencias carismáticas y sugestivos rostros. Imposible mencionarlos a todos. A Francisco Marcos Gillet, Antonio Suárez Guillén, Juan Manuel Plaza, Ángel Villatoro, Eduardo Ugarte, Ana María y Álvaro Custodio, Álvaro Nicolás Rodríguez, Ángel Garasa, Asunción Casal, José Mora, Pepita Meliá, Rodolfo Halffter, Julio Alejandro, Jaime Salvador, Liliana Durán, Ofelia Guilmáin…

Su presencia queda recogida en centenares de rótulos de crédito y millares de rollos de film de nitrato, a 17,5 rulos de 1000 pies por cada película. Un universo pendiente de ser redescubierto.

A los pocos días de entregar el texto me alcanzó la noticia. Poco importaba la lógica o lo inexorable del calendario. Yo aún albergaba la esperanza de que él hubiera podido acariciar con sus huesudas manos la novela. Miguel Morayta tenía 105 años cuando desapareció el 19 de junio de 2013. Solo, por voluntad propia, puesto que llevaba años rechazando sistemáticamente el contacto con el mundo exterior. A los suyos les desesperaba esta actitud; a los que nos acercábamos a él atraídos por su personalidad nos desconcertaba su críptico mutismo.

En realidad, salvo su familia más directa, el resto de sus compañeros de viaje hacía tiempo que habían muerto. También su hijo Francisco, a quien se reconocía profundamente unido.

Algunos amigos fallecieron demasiado pronto. Salvador Bartolozzi sucumbió al cáncer el 9 de julio de 1950; cuatro años antes, la Academia de Cine Mexicana le había otorgado el Premio Ariel por sus figurines en Pepita Jiménez. Fue un ilustrador aplaudidísimo. El deseo de regresar a Madrid no declinó nunca.

Su mujer, Magda Donato, murió en 1966, después de una extensa carrera como actriz de cine y teatro. Los productores alababan su versatilidad y la disposición de su carácter. Fue estimada en el país de acogida. Además de una ágil escritora que impulsó un premio literario con su propio nombre.

Manuel Fontanals se convirtió en el gran escenógrafo mexicano. Las obras del teatro Bellas Artes, las grandes películas, la decoración de las casas de las estrellas, todo pasaba por sus manos. En 1944, Manuel rodaba con el «Indio» Fernández Bugambilia cuando conoció a Diana de Subervielle, una aristócrata con quien contrajo matrimonio y cuya mansión en Coyoacán se convirtió en motivo de atracción en la zona. Consiguió cinco Premios Ariel y todos los reconocimientos posibles. Sin embargo, cuando los éxitos mexicanos se estrenaban en España, la censura borraba sistemáticamente su nombre de los rótulos de crédito. Él no pudo sobrellevar esta pena. En 1971 falleció su mujer; dejó de trabajar y volvió a quemar sus recuerdos, como sucedió tras el asesinato de Federico García Lorca. Solo concedió una entrevista en su vida, divulgada en 1972 con motivo de su colaboración en la película El castillo de la pureza, de Arturo Ripstein.

Emilia Guiú, la rubia barcelonesa que como meritoria aguardaba una oportunidad, llegó a ser una de las grandes actrices mexicanas. La pérfida mujer que encizañaba a los galanes hasta doblegarlos, la heroína con la que se identificaba el público femenino. Se casó cinco veces y falleció en San Diego en 2004.

Ninguno de los anteriores retornó a España. Sí lo hizo Josep Renau, el creador de la mayoría de los carteles cinematográficos de Miguel Morayta, y un formidable muralista que trabajó con David Alfaro Siqueiros en las grandes obras pictóricas mexicanas. Renau, que en su día impartió clases de dibujo en la Escuela de Bellas Artes de San Carlos en Valencia, regresó en 1976 amparado por la amnistía general.

Mi obsesión al hablar de todos ellos ha sido, además del recuerdo necesario que les debe nuestro país, demostrar que la vida puede reinventarse.

En cuanto a esa locura llamada Carne de fieras, no parece una exageración aventurar que la película estaba maldita.

Concluyó a trancas y barrancas en septiembre de 1936, pero José María Estivalis —nombre real de Armand Guerra, su director— no suscribió el montaje, contagiado por esa desgana con la que había abordado un rodaje que aceptó por pura subsistencia. Es probable que no llegara a cobrar las 30 000 pesetas estipuladas. En cambio, grabó en el frente a sus compañeros en la defensa de la República; unas imágenes que se han perdido en casi su totalidad. Guerra fue hallado muerto —después de sufrir muchas vicisitudes, y sintiéndose abandonado por los suyos—, víctima de un infarto cerebral en plena calle parisina. Tardaron tiempo en reclamar su cuerpo. Era marzo de 1939.

Arturo Carballo, el productor de la película, se arruinó. Los rollos de cinta se almacenaron en el desván de los archivos del cine Doré, de su propiedad, y desde allí desaparecieron sin que nadie los diera por extraviados porque la posguerra borró cualquier vestigio de esa película, como otras muchas.

El destino de Marlène Grey, la Venus Rubia, es incierto: algunos dicen que fue fusilada por los nacionales en 1937 (fecha y momento en que trataba de regresar a París), pero parece más creíble la versión de que fuera atacada y devorada por sus leones durante unas actuaciones en el norte de África.

Es cierto que Tina de Jarque fue acusada por sus compañeros de colaborar con ambos bandos. En cuanto estalló la contienda, su nombre integró varios carteles en los festivales benéficos a favor de la República, pero siguió frecuentando a distintos «amigos» contrarios al régimen —militares, sobre todo—. Se aseguraba que pasaba información a cambio de protección. Hasta donde se sabe, Tina estableció contacto con un líder sindical llamado Abel Domínguez, encargado de los decomisos, y logró embaucarle para hurtar una parte de las joyas y escapar juntos. Puede que esto pertenezca o no al imaginario colectivo, pero la realidad es que desde enero de 1937 no se tiene noticia de una artista de la que, en los mentideros de la época, se comentó que había sido interceptada junto al botín y a su amante antes de llegar a Valencia, por un comando de milicianos, y terminó fusilada en una cuneta. La Causa General recoge esta hipótesis, junto a las declaraciones de la criada de la vedette y una prima, quien relata que ese mismo enero la madre de Tina recibió en su domicilio barcelonés una nota aclarando que su hija se encontraba bien, pero detenida en Castellón. Días más tarde se personaron unos milicianos mostrando un bolso de Tina, y le reclamaron unas joyas para salvar a su hija. En realidad la mujer ignoró desde entonces el destino de la artista.

Entra en la leyenda que pudiera escapar con otro nombre ayudada por los nacionales. Y en la ficción de esta novela todo lo demás.

De Carne de fieras nada se supo hasta 1991. Incluso se llegó a sospechar que no hubiese existido y se tratase de una elucubración de los adictos a las cintas endiabladas. Cierto que sus desnudos constituían una de las rarezas más notables del cine republicano, pero puede que de la película solo se hubieran rodado unos planos y el resto fuese una invención. A juicio de los historiadores siempre resultó una rara avis.

Ese verano, un coleccionista de cine antiguo llamado Raúl Tartaj encontró en el Rastro de Madrid un verdadero hallazgo: las cintas de la película en sus viejas latas de zinc; pero ningún vestigio del guion original.

Fue la Filmoteca de Zaragoza la encargada de abordar su restauración y un posterior montaje de la misma, dirigido por Ferran Alberich, tras realizar una investigación que dilucidara cómo la habría concebido Armand Guerra.

Carne de fieras es ya, a pesar de su improvisación y tosca ingenuidad, una película de culto. Quién se lo iba a decir a quienes murieron por el camino.