Epílogo.
Filmoteca Española. Madrid, 10 de julio de 1991
—¿Dónde se mete usted? —Un bedel acaba de irrumpir en el archivo. Lleva el pelo repleto de mechas de colores.
—Dime a qué hueles —pregunta el viejo restaurador.
—Al bocadillo de calamares que me acabo de comer, no te digo. —El joven es todo un metódico para la alimentación—. Hoy es miércoles, ya sabe, si fuera jueves… tocaría panceta.
—¿No te huele a vinagre?
—¡Que no, abuelo, está chocho! Los boquerones son para otro día. Tenga. —Y le entrega un paquete y un sobre—. Ha llegado esto y pesa lo suyo.
El conserje desaparece entrando en el ascensor, y él deposita el envío sobre la mesa, junto al ventanal. De momento lo ignora.
—Pues a mí… me huele a vinagre —murmura mientras agita las cajas metálicas—. Ayer vigilé estos montones y no noté nada extraño.
Acosado por el miedo, el restaurador remira la latas, las abre entre tinieblas y resbalan sus yemas como plumas por el film de nitrato. Reza para que no se queden pegadas a la película, puesto que ello indicaría que el proceso de gelatinizarse es irreversible. Y de ahí a deshacerse entre los dedos, tan solo habría un paso.
Una vez que una cinta de nitrato inicia su descomposición, el ácido acético humedece el material hasta transformar las películas en auténticas bombas de relojería, aptas para su espontánea combustión. Si el garante del archivo no se esmerara, si el cancerbero de ese tesoro no controlara la temperatura y la humedad obsesivamente, podría estallar el edificio completo.
De ahí su recelo al maldito olor a vinagre.
A veces, en los laberintos de la Filmoteca, afirmaría ver los rostros llenos de luz de unas estrellas que serpentean por los estantes o se cambian de una película a otra. Qué dura resulta la condena a un mismo argumento de por vida.
«¡Cristo, qué guapa es! Quiérala usted lo que a mí se me resiste». «Padrino, ¿qué será de mí, de un pobre novillero con más hambre que Dios talento?». «Calla, Ramonín, me partes el alma y la necesito entera para poder marchar». «Escuchad a un corazón que defiende con pasión a los hombres». «Ya sabes que no puede ser, nuestro cariño ha sido castillo en el aire». «María de la O, ¿quién fue la mala persona que te dio tantas alas?».
El restaurador tiene setenta y cinco años. A su edad, las intuiciones se convierten en certezas con demasiada frecuencia, de modo que vuelve a inspeccionar uno a uno los archivadores. En ellos, las latas custodian la herencia de un puñado de fotogramas no tanto por protegerlas de la erosión, como de una ruinosa desmemoria. ¿O acaso no existieron antes actrices de miradas turbadoras, geniales directores o guionistas hechiceros, en cuya pluma la vida se convertía en un ejercicio malabar?
Menos mal que con él sí cuentan. Hace poco más de diez años, cuando le alcanzó la edad de la jubilación y solo de imaginarse lejos de su santuario el mundo se le hacía añicos, los responsables de la Filmoteca le convocaron en la planta noble del edificio de la Dehesa de la Villa.
—Nadie sabe tanto de películas antiguas como usted —confesaron—. Y lo que es peor, a ningún licenciado de la nueva Facultad ni de la Escuela de Cine le va a dar por cuidarlas. Todos quieren dirigir sus propias películas. Como si en España hubiera sitio para tanto artista. ¿Qué dice?
—Que en este país siempre ha habido arte, señor. Otra cosa es que nadie lo entendiera.
—¿Usted se quiere jubilar?
—No es lo que yo quiera, es lo que manda la Seguridad Social.
—Por nosotros podría seguir en su puesto, formando a quienes tomarán su testigo tras pasar unos años, ¿qué le parece?
Era la misma emoción que se siente al resultar elegido para un papel o la de rubricar el presupuesto del estudio. Igual satisfacción que el aplauso de un «¡Corten! Hemos terminado». Era un premio a su obstinación por velar de esas serpientes de celulosa que encerraban el universo dentro de ellas. Aún recuerda que ratificaron el acuerdo con un apretón de manos, como siempre se hiciera en el cine. Noblemente.
Tras cotejar las latas y comprobar la buena conservación de sus negativos, decide ocuparse del envío. Hasta este momento no ha reparado en la insignia roja, blanca y verde, pero nada más verla siente una sacudida de pies a cabeza: procede de México.
Cómo tiemblan sus manos mientras extrae las gafas del bolsillo y rasga un sobre sin remitente, con el mismo celo que si manipulara una de sus películas. Dentro, varios folios y una firma que reconoce enseguida. Entonces no hay fuerza que lo sostenga y resbala hasta tocar el suelo y desparramarse igual que un muñeco roto.
El viejo restaurador agarra esa carta como el moribundo se aferra a la vida, leyendo el nombre de nuevo: Vera Velier.
—Imposible —balbucea—. Es mentira, ella no existe.
Cierto, la actriz Vera Velier murió en 1944.
En el mismo suelo, sin fuerzas para erguirse y buscar una silla que recoja sus vapuleados huesos, va leyendo el restaurador esta confesión.
Lo hace con miedo a desfallecer, porque el dolor es tan grande que teme deshacerse como sus películas. Licuarse y que de él no queden ni vestigios. Solo una carta que habla de una mujer a la que amó, hasta reconocerse incapaz de querer a otra después, y de un hijo, cuya existencia no había llegado a elucubrar ni en sueños.
… pensamos que España serían unos meses y fueron tres años. Tiempo en donde yo alumbré una vida y despedimos a otra. No hubo que dar muchas explicaciones sobre mi embarazo. A mi padre desde luego ninguna; nadie mejor que él entendía el amor corriendo por las venas con más tenacidad aún que sangre. Respecto a esa provinciana y obtusa sociedad que era la española…, a quienes rastreaban con aviesa curiosidad les explicamos que mi marido había fallecido en un accidente, lo que me obligaba a enlutarme por un tiempo. Con el resto, guardamos silencio.
Qué país tan gris y qué nostalgia tan azul y amarilla de México. Mis sobrinos extrañaban el mar, el mercado de Veracruz, los azulejos poblanos, sus dulces, las campanas de la catedral convocando a misa. Hugo, sus pláticas junto a unos caballeros considerados por él verdaderos compadres, de la exquisita complicidad que habían trabado en sus tardes de puros y puestas de sol. Yo añoraba tantas cosas: la casona azul, el tráfico de D. F., las flores de cacalosúchil, a Edwina y sus cosas, el sabor de las nieves y el tequila. Todos rastreábamos los aromas de La Continental, incapaces de hallar en todo Madrid un solo olor como ellos. Descubrimos que no éramos españoles, pero nos dimos cuenta al pisar su suelo.
Atilano murió cuando mi hijo aún no había cumplido un año y la familia reunida, desde los pequeños al mayor, votamos nuestra vuelta por aplastante unanimidad. Pero no con carácter provisional, como siempre habíamos creído que vivíamos en México, sino en el ánimo de enraizar de por vida. Nosotros y nuestras estirpes.
A partir de entonces, Hugo se encargó de liquidar los negocios españoles y con íntimo desgarro dijimos adiós a Casa Gialla. Pero qué sentido hubiera tenido mantener un lugar en el que derramamos tantas lágrimas. Los restos de Atilano y Zita reposan en un panteón familiar, en el pueblo, dentro del hermoso cementerio que los Vigil de Quiñones regalamos a Valdelomar.
Supondrás que Diego nos visitó en varias ocasiones, aparte de sus profusas cartas y las metódicas comunicaciones telefónicas. Siempre encontraba una película para estrenar en España o un trato que rubricar en sus provechosas ocupaciones profesionales. Cada vez que aparecía, nos inundaba de México. Por su parte, él aseguraba cargar alforjas hasta el próximo encuentro. Fue un hombre justo y de infinita generosidad. Sabio y bondadoso. Nadie me quiso con su empeño. Ni siquiera tú, aunque pienses lo contrario.
Fue el mejor padre para mi hijo. Un educador excelente. Un amigo atento y consentidor. El mejor compañero de viaje que pude haber tenido.
Pablo, preciso subrayar que esta carta no incluye reproches. Pero sí la necesidad de cerrar un capítulo que lo estaba en falso, y yo no era consciente. Tarde he comprendido que mi hijo no podía continuar en la ignorancia, como yo lo estuve una parte de mi vida, y puesto que la suya se ha saldado con tanta felicidad junto a quien él siempre creyó su progenitor, y como tal lo trató, decirle la verdad ahora no resta, sino que suma.
La biología es tozuda, cierto, pero más lo es el amor cotidiano. El apego que solidifica las relaciones entre las personas hasta hacerlas indisolubles. Conocer tu existencia no tiene por qué mermar el afecto que se tuvieron padre e hijo. No obstante, añade un componente a su vida que él debe administrar como le convenga. Es un hombre adulto. Incluso ha formado su propia familia.
Pero hay más. Otro afán en esta misiva, sin cuya concurrencia a lo peor no la hubiera redactado. Así que agradéceselo al paquete que la acompaña.
Si aún no lo has abierto, te ruego que lo hagas. Si, al contrario, tienes frente a ti esas latas puede que, a priori, no descifres su significado…
Rastreando un poco de solidez en la mezcla de emociones que le debilitan, el restaurador rasca el cartón y después varios plásticos. Al fondo de ellos aparecen tres latas de zinc, de las que ya casi no se emplean en el mundo del cine. Son unos rollos de película antigua. Unas letras desleídas hacen imposible discernir de qué se trata.
No entiende cómo puede acaparar su atención otro asunto que no sean las noticias sobre Aurora. Entonces se interroga qué resulta más poderoso, aún, a sus setenta y cinco años. Qué le corroe con mayor virulencia, ¿el descubrimiento que acaba de desmantelar su vida personal o todo lo que promete ese hallazgo, incendiando sus dedos?
… Entregarte este material es un encargo asumido por mí, ante una de las personas que más he querido. Me las entregó Edwina poco antes de morir, al trasladarme unos secretos que ni en la mejor película. ¿Cómo fuiste tan ciego, Pablo, que no te diste cuenta de quién era ella en verdad?
Esas tres latas desaparecieron un día de agosto de 1936 del despacho de Arturo Carballo, el productor de Carne de fieras. ¿Recuerdas cuántas veces me dijiste que nadie entendió el robo y que sin ellas el montaje de la película, tal y como fue concebida, era imposible?
Se las llevó Tina de Jarque por dos motivos. Uno pedestre, en el ánimo de chantajear si no cobraba lo estipulado en su contrato, y otro más recóndito y secreto: en alguna de ellas —la buena de Edwina no hubiera sabido precisar cuál, por ello hurtó las tres—, se recoge una escena donde interpretaba un número musical; entre los figurantes se encontraba alguien que pertenecía a la inteligencia de los rebeldes, a esa red urdida por los golpistas para obtener información de la República. Por distintos avatares, Edwina se vio forzada a colaborar con ellos y aquel hombre, que según ella se hallaba como público en el cabaré, era su contacto. La prueba de su traición, por eso no podía dejar en España un rastro tan obvio.
El destino hizo que rodaran después por medio mundo. Mi loca alemana, mi hermana, resultó aquella actriz cuya falta de pericia llevando una barca en el Retiro aún recuerdo.
Tú estuviste con ella en el rodaje de Carne de fieras, junto a la francesa rubia y el director; pero no sé qué te sucedió durante la guerra para que tu proceder te llevara a olvidar tantas cosas por el camino.
Edwina Schäfer era un invento tan perfecto que regaló a Tina de Jarque sus mejores años. Vera Velier también fue nuestra creación. Pero yo ponderé la esencia de lo que soy, por encima de la ambición de lo que hubiera podido llegar a ser.
Hubo, no obstante, en Edwina, un momento no sé si de locura o de lucidez, cuando su prurito de antigua artista la empujó a querer sobrevivir en el recuerdo de los demás; por ello rescató lo más valioso de sus baúles y me lo entregó en custodia. «Haz que estas cintas lleguen a manos de quien posee el resto del material para así montarse la película, y que se conozca lo que hicimos en plena guerra civil un grupo de actores. Aquel país ostentaba mucho más que vana ideología», sentenció ella.
De sobra sabía quién era el responsable de las arcanas filmaciones en la Filmoteca Española. El propio Diego nos lo comentó una vez, porque cuando Edwina vendió La Orgía Dorada se vino a vivir con nosotros y hasta el final la sentimos parte de nuestra familia. Mi marido nos dijo que, tras negociar los derechos de alguna de sus películas con un productor español, este le había hablado de un restaurador en la Filmoteca que había trabajado en México. «¿No lo conocerás?», le había interrogado el productor español, y Diego se hizo el loco.
Recuerdo que según contaba esta anécdota besé sus manos y seguí hablando como si tal cosa. Supongo que una parte de él siempre tuvo miedo de que volvieras a aparecer.
Así me lo expresó Edwina y fidedignamente te lo traslado: «Que esas cintas se desempolven del olvido, para que España conozca que una vez tuvo una artista llamada Tina de Jarque».
Decenas de veces ha pensado en ellas. Ha escudriñado los puestos del Rastro, indagando entre los vendedores de películas antiguas si alguien, alguna vez, les había hablado de poseerlas. Sí sabían, quizá, de un sótano con material de cine apolillado. Restos de alguna herencia que pocos podrían interpretar, de no ser doctos en el asunto.
Esas latas forman parte de su obsesión: abordar el montaje de una insólita y maldita película donde Pablo se infectó con el veneno del cine.
De repente, el restaurador se da cuenta de que la pasión inspirada por su trabajo está solapando la noticia personal más importante de su vida. Y se asquea de sí mismo.
Al momento se arrepiente de un impulso que le hubiera llevado a abrir la cámara blindada, donde salvaguarda los materiales valiosos pendientes de restaurar. Qué existencia la suya, siempre dirimiendo entre lo que entiende por deber y los afectos. ¿Dónde queda sentir? El abrazo de un ser querido. Ese beso que exorciza demonios y salva del peor de los infiernos. El amor como absolución de los pecados.
En el pasado malgastó esta posibilidad y ya se reconoce inútil para querer sin reservas.
Unas lágrimas corren por sus mejillas ajadas mientras, mal sostenido en la mesa de oficina, se endereza.
Entonces mueve la cabeza instintivamente hacia la ventana y piensa que si el momento presente estuviera incluido en un guion, ahora ya no interesaría lo que está sucediendo en el archivo. La cámara debería trasladarse fuera del edificio.
«Secuencia exterior día. General de un coche aparcado. Encadenado con interior coche».
Guiado por una corazonada, Pablo Aliaga, el viejo restaurador, se dirige a la ventana. Su corazón revienta, mientras la luz reduce sus pupilas.
«Plano corto. Zoom sobre una mano de mujer madura con un anillo de oro y un zafiro. Acaricia otra mano más joven, masculina».
Pablo comprueba que en la misma entrada permanece estacionado un coche negro.
Entonces presiente que a veces, únicamente a veces y para elegidos, la vida es el mejor de los guiones.