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En el interior del Île de France.

Después de embarcar, Edwina Schäfer se encaminó hacia su camarote, y allí permanecía cuando el buque iniciaba sus primeros vaivenes.

No deseaba encontrarse con nadie. Adquirir un billete de primera clase le había garantizado un cuidado transporte del equipaje y el derecho a la privacidad, pero ahora le inquietaba el que sus baúles estuvieran tan lejos de ella.

Por suerte disponían de férreas cerraduras, cuyas llaves velaba en su escote colgadas de una cadena, pero, aun así, en breve iría a comprobar su buen estado. Eran su salvaguarda.

La enigmática viajera posó su mirada en la decoración de la cabina: muebles de ébano y demás maderas exóticas, tiradores de baquelita, lámparas fabricadas en cromo, cristal, ámbar o concha de tortuga. Sin lugar a dudas, el Île de France era elitista, lo habían fletado en 1927 y resultaba un justo homenaje al art déco. Jamás había disfrutado de tanta exquisitez y vanguardismo en su país.

Sentada frente al espejo de un tocador cuyo marco ensamblaba un sinfín de piezas de harewood en formas romboidales, se quitó el turbante y procedió a desmaquillarse. Al poco su retrato emulaba a un lienzo abstracto, embadurnada de ungüentos, y con esa expresión de náusea que el contumaz mareo petrificaba en su rostro. Temió que el suelo temblante le fuera a dar el viaje.

Edwina estuvo un rato absorta, estudiando su reflejo, mientras se acariciaba el cabello recién oxigenado y cortado a trasquilones. ¿Acaso le agradaba el cambio? Pues claro que no. La mujer del espejo era una intrusa.

Sobre la cama, la mezcla de ropajes encargados de hacerla parecer más gruesa, las tupidas medias de un color sonrosado, los antiestéticos zapatos planos. En su boca se dibujó una mueca de amargura.

Qué extraña se sentía. Como una serpiente escupiendo su vieja piel.

¿Sería capaz de empezar de nuevo? ¿De reinventarse? ¿Podría vivir de espaldas al arte que la había acompañado desde que tenía uso de razón y que corría por sus venas paralelo a la sangre? A pesar de custodiar en los baúles los secretos de la disciplina que la había encumbrado al Olimpo, su obligación era marginarla. Demasiado duro para una artista renunciar a ello.

«Soy una pintora. Lo demuestre o no, eso es lo que soy», repitió en voz alta como un mantra.

En cuanto el Île de France dejó el puerto, sus máquinas rugieron y el mar se abrió en lenguas de espuma que saltaban por encima de las barandillas.

Los Vigil de Quiñones ocupaban dos cabinas de primera clase. Una vez deshecho el equipaje, lo primero que hizo Aurora fue desplegar el mapa con las dependencias del buque, para orientarse en aquel galimatías. Enseguida comprobó que podría encontrar lo que ofrecía cualquier ciudad, pero a una escala reducida: varias piscinas, gimnasio, peluquería, salón de belleza, de juegos o música.

La imprenta marítima distribuía también listados de pasajeros —a fin de decidir con quién se quería coincidir y a quién evitar—; un vademécum sobre asuntos cotidianos de la rutina a bordo —cambio de divisas, horarios y tarifas— y la edición diaria del periódico L’Atlantique.

Aquello era un paraíso flotante donde materializar cualquier deseo.

En su primera noche, Aurora cenó con los hermanos en el camarote que compartían, mientras que el matrimonio acudió al comedor de lujo. Quería descansar, pero, a pesar del arrullo del agua meciendo el barco en un relajante bamboleo, tenía la nefasta intuición de que le costaría conciliar el sueño.

—Angelitos, cómo duermen —pronunció en voz alta, al velar a los niños—. Si no hubiese sido por vosotros, que me ayudáis a levantarme…

En efecto, su presencia la había obligado a sobreponerse de los problemas adultos. La demanda continua de actividad y el esfuerzo por entretenerlos diariamente le impedía pensar en sus propios miedos. Tras un rato girando y girando entre las sábanas resolvió levantarse para acercarse a una de las claraboyas. A través del cristal descubrió un cielo que se confundía con el mar, dibujando una desasosegante negrura en el horizonte. De repente sintió vértigo. Conocía esa sensación y lo que en ella provocaba. Empezaban por sudarle las manos y la humedad continuaba en el nacimiento del cabello; en su vientre, entre las ingles y tras las rodillas, en las corvas. Entonces se clavaba las uñas en la palma contraria, enrojeciendo la piel hasta que el dolor no le dejaba respirar. Solo así podía ahuyentar ese fatídico instante, que ella invocaba con extraordinaria claridad.

Los demás no. El resto era un amasijo de amargas vivencias, que algún día tendría que ordenar en su memoria.

Pero el apocalíptico disparo que pulverizó su vida siete años atrás volvía una y otra vez como si la pistola acabara de detonarse.

El comedor de primera clase ocupaba tres cubiertas y se consideraba la joya del Île de France: un hercúleo salón, sustentado sobre basamentos de mármol, en los que se engarzaban decenas de apliques de cristales Lalique. La pareja descendió la escalera e identificó su mesa, la número 21.

—¿Estás bien? —preguntó Hugo.

—Mareada —confesó Berta.

En realidad se sentía profundamente incómoda; incluso sin haberse vestido de etiqueta, como era costumbre en la primera cena.

—¿Un remedio contra el mareo? —se aprestó a sugerir uno de los comensales según le mostraba una caja de Mothersill’s—. Es lo mejor contra el seasick, señora…

—Torregrossa de Bortoli. Se lo agradezco, pero no —rechazó ella.

—No tiene usted acento italiano —apuntó capcioso el caballero de su derecha.

—Mi marido es quien es italiano. ¿Y usted?

—¡Oh, sorry! Tobias Leisser. Soy fisiólogo y psicoanalista. Aunque habiendo nacido en Austria parece natural, ¿no cree?

Berta sonrió desganada. Le pesaba más tener que ser diplomática e hilvanar expresiones corteses que su abotargada cabeza. Además, el aspecto físico del austriaco era repelente. Su pelo, rasurado a pesar de la calvicie frontal, asomaba en ronchas, entre rubias y canosas. La piel de las manos y el rostro, infectados de manchas, presentaba restos de lo que parecía un eccema mal curado. El labio inferior oprimía al superior en un claro prognatismo. El hombre, a quien habría calculado no más de cuarenta años, llevaba unas gafas redondas de pasta de carey y, cuando las limpiaba, mostraba sin reservas lo más maquiavélico de su anatomía: unos ojos tan flemáticos y calculadores que despertaban un inmediato recelo hacia él.

A Berta le incomodaba también su aliento. Poseía un tufo acre y pastoso, a moho o a agua corrompida. Aunque pudiera ser que el embarazo afinara en ella la sensibilidad olfativa.

En cualquier caso, Tobias Leisser parecía el mismísimo demonio.

—Nos van a disculpar, pero mi mujer está encinta y no se encuentra bien —se excusaría Hugo antes de los postres, después de que Berta lanzara varios gestos de auxilio a su marido.

Todos los despidieron ceremoniosamente. El austriaco, por su parte, esperó a que capitularan las primeras víctimas del mal del océano. Entonces, y tras disolverse la mayor parte de las mesas, salió del comedor y se encaminó a su misión en el Île de France.

En esta ocasión parecía sencilla. Simplemente, debía elaborar un informe a fin de que sus contactos concluyeran el futuro del navío. Si por él fuera lo habría sentenciado en el fondo del océano, pues no era más que un compendio de frivolidades para ociosos ricachones melifluos. Pero él no elegía qué barco explosionar y cuál no. Leisser solo maquinaba detallados documentos que movían a otros a tomar decisiones.

La primera noche resultaba idónea para no ser descubierto. El pasaje estaba agotado y la tripulación, atenta a la navegación.

Antes de tomar el ascensor que descendía a tercera clase, había memorizado el enjambre de pasillos y galerías del barco. No necesitaba trasladar sus datos al papel de inmediato. Poseía una privilegiada retentiva.

De hecho, esta virtud había contribuido de modo determinante a la eficacia de su «trabajo», en un momento en que el mundo necesitaba mentes como la suya. Eso y su ideología, claro está. Su convicción de que el estragado presente necesitaba un revulsivo, hasta llegar a construir un futuro de orden. Para ello el Führer los guiaría con destreza.

Veinte minutos después alcanzaba el corazón del gigante de hierro, a treinta metros de profundidad. Antes había superado la cubierta de tercera clase, repleta de literas adosadas, los camarotes de la tripulación y las bodegas. Dentro de ese averno, se desnudó de cintura para arriba. El termómetro marcaba 68 ºC.

Enseguida, de entre los bolsillos, guardadas en los dobladillos del pantalón, fue extrayendo pequeñas piezas mecánicas que encajaba con minuciosidad. Así conformó un artilugio valioso. Esa Leika era tan fácil de camuflar que nadie podría imaginar que la ocultase en su americana.

Una hora estuvo fotografiando Tobias Leisser la sala de máquinas del Île de France.

Aurora había vuelto a la cama a pesar del insomnio. Con el embozo hasta el cuello, paseaba la mirada por el mobiliario encajado al milímetro en los huecos de la cabina. La tenue luz que se filtraba por la puerta y el ojo de buey era suficiente para distinguir los espacios. Y allí, entre las sombras, lo reconoció.

Recordaba haberlo abandonado en una esquina nada más entrar, antes de deshacer las maletas y colgar primorosamente las prendas en el armario. Fue un acto reflejo con la intención de ignorarlo, de esquivar su piel rojiza oscurecida por el tiempo y el roce de las manos. Las suyas no, porque nunca lo tocaba. Tan solo rozarlo le desataba un calambre que atizaba cada músculo de su cuerpo.

—Ven conmigo, Aurora —le había dicho Berta al poco de cumplir diez años.

Estaba embarazada de su segundo hijo y, también esta vez, las molestias de la gestación la diezmaban mucho. Berta la condujo a la alcoba principal y allí sacó de su vestidor una especie de cofre, de alrededor de medio metro de largo y unos treinta centímetros de ancho y alto.

—Creo que es el momento de que bajes esto a tu cuarto —anunció lustrando el baúl según hablaba—. Dentro están las respuestas a esas preguntas que te haces, aunque no quieras hablar conmigo de ello.

Aurora frunció el entrecejo sin entender bien a qué se refería.

—Tu historia, Aurora —desveló Berta—. Y la de ellos dos. Guardé los detalles al día siguiente de la noche de San Juan, pensando que tú, algún…

No quiso oír más y se precipitó escaleras abajo. Aquella tarde Aurora se encerró en el dormitorio y se negó a cenar, a pesar de la insistencia de la cocinera. Asumía que estaba comportándose de un modo negligente, pues su deber era cuidar del pequeño Hugo, pero ella necesitaba recomponerse. Acallar en su mente el sonido del disparo, el chup-chup de las gotas de sangre al caer sobre el suelo y disgregarse en infinitesimales partículas. Hacer desaparecer la imagen de la babucha de filigranas doradas tan cerca de su mano, la de la indómita melena según perdía las horquillas a su paso. Era inhumano soportar tantos recuerdos.

Al cabo de unos días encontró una llave sobre su mesilla. Nunca la había visto antes e ignoraba qué podría abrir con ella.

Expectante, Aurora miró a su alrededor hasta descubrir el baúl en el interior de su armario. Estaba clara su advertencia: nadie daría carpetazo al pasado sin antes rendirle cuentas. Sin embargo, ella aún no estaba preparada.

Desde entonces había tenido que bregar con la amenazante presencia del cofre en el mismo cuarto donde dormía. Soportar que Berta indagara a cada tanto si lo había abierto. Y por último, el martirio de trasladarlo de un lugar a otro en su deserción hacia México.

A nadie le había hablado de lo que le provocaba mirarlo. Nunca dijo que a él se refería mentalmente como el Baúl de los Secretos.