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Puerto de Lisboa, Portugal. 9 de noviembre de 1936

Aurora avanzaba a pasos cortos, alineada entre el pasaje de primera clase. Otras niñeras se situaban en la hilera de tercera, junto a los de su posición, a expensas de ser requeridas por quienes contrataban sus servicios. Pero ella no. Ella, esa brillante mañana, se sintió un miembro más de la familia. Su nuevo pasaporte así lo certificaba.

Los cinco viajaban con pasaporte mexicano. Documentos falsos en los que Berta mantenía sus apellidos, pero cambiaba de nacionalidad, y Hugo había adoptado los maternos, Torregrossa de Bortoli. En esta necesaria ficción Aurora era ahora la hermana menor de Berta y, por tanto, cuñada de Hugo.

—¿No es fantástico? —inquirió boquiabierta frente al transatlántico.

—Sí, formidable —confirmó Berta.

Cerca de ellos, solo se acopiaban cifras mayestáticas: descomunales barras de hielo, bueyes enteros o terneras por piezas, miles de docenas de huevos. 4000 pollos, 8000 patos, un millar de lomos de cerdo y costillares, 6000 kilos de embutidos exquisitos, 900 bogavantes y otras tantas langostas, 600 docenas de ostras, 10 barriles de foie; verduras y frutas en montos astronómicos; 15 000 kilos de harina, 800 de mantequilla, 24 000 litros de vino, 8000 de champán… Todo almacenado en las fresqueras y despensas, pleiteando por un hueco entre las tripas del barco junto a baúles wardrobre, carritos de bebé, motocicletas o coches que planeaban izados por poleas. Sacas y sacas de correo. El leviatán engullía cualquier cosa que le echaran.

A lo lejos, rompiendo la minuciosa liturgia del embarque, se oyeron los ensordecedores pitidos de un claxon. «¿Qué sucede? ¿Qué está pasando?», siseaban las lenguas de aquella Babel transoceánica que era el Île de France.

Aurora distinguió un Chevrolet blanco acercarse a la compuerta de acceso al barco.

En segundos, la portezuela trasera del automóvil se abrió y de ella surgió una larguísima pierna que fue recibida con fervorosos aplausos. Una mujer rubia platino, enfundada en un espléndido abrigo de pieles, salió del coche. Aurora la admiraba fascinada.

—¿Quién es? —le preguntó a Berta.

—¡Carmelita Aubert! —aclaró la pareja portuguesa que les precedía en la fila—. Ustedes deberían conocerla por ser españoles. É uma estrela de primeira. Le sorprendió sua guerra aquí y ya no puede volver —añadieron—. Coitada Carmelita, falta de sua família.

—¿Y qué hacía en Portugal? —indagó Berta por simple curiosidad.

—Ha sido o artista mais importante do carnaval. ¿Ven esse hombre com o bigote que o acompanha? Isto é Ortigão Ramos, um emprendedor. Possui muitos teatros. ¿Você gusta la revista?

Berta no supo qué responder, pero Aurora estuvo a punto de confesar que sí. Que el mundo artístico le parecía fascinante. Embaucador y mágico. Que la cautivaba también el espectáculo del cine. Que a veces, cuando no podía dormir a causa de sus demoledores recuerdos, fantasear sobre él aplacaba tanto desasosiego. Pero se mordió la lengua al rememorar el enfado de Berta y la hiel que se le había escapado aquel día en que sucedió todo.

Se concentró en la artista española y prestó atención a lo que la pareja portuguesa explicaba sobre ella.

Carmen Recasens Aubert, Carmelita Aubert, había nacido en Barcelona y llevaba toda su vida en los escenarios, desde que siendo solo una niña se encaramaba en el altillo de la Brasserie Sergio, donde, además de cantar sus ocurrencias, vendía corbatas a los comensales. Allí fue descubierta por el chansonnier de moda, y rastreador de futuras estrellas, Alady. Convencida de su talento, su madre, una reputada bailarina de El Molino conocida como la Guayabita, la había inscrito en la Academia Cariteu, una de las muchas florecidas en la ciudad, camino de la gloria.

—¿Es muy mayor? —medió Aurora en la conversación. Se sentía obnubilada por todo lo que narraban los portugueses.

—Veinticuatro anos, senhorita —apuntó el caballero—. Mas artistas como ela no cumplen aniversarios.

Se fijó en sus manos enguantadas lanzando besos al aire. Le habría gustado contemplarla de cerca para constatar la certeza de su alabada perfección, pero Carmelita desapareció tras el hueco que se abría en la panza del Île de France entre serpentinas de bienvenida.

Aquele baú não se encaixa na cabine, senhora[1]! —oyó gritar Aurora, y, al girarse, descubrió entre el alboroto a una estrafalaria mujer cargada de baúles que forcejeaba con su maleta y bloqueaba el curso de la cinta transportadora.

Leider verstehe ich nicht, sprechen Sie Deutsch[2]? —insistía ella.

Sorry, ich kann helfen[3]? —atemperó una voz masculina a su lado—. Mi nombre es Tobias Leisser, doctor Tobias Leisser. Estos mozos la advierten de que sus baúles exceden las dimensiones permitidas y deben llevarlos a la bodega de previsión.

Sobresaltada, saltó su mirada del hombre al baúl y viceversa. En el interior de esas piezas se hallaba su futuro y no pensaba desprenderse de ellas ni un minuto. Tampoco quería prodigarse en explicaciones, pero aquel caballero parecía esperar alguna.

—Me llamo Edwina Schäfer —apuntó con bastantes reservas—. Soy pintora y ahí dentro llevo mis cuadros. Temo por ellos.

—Entiendo, pero se equivoca. Podrá personarse en la bodega a las horas que lo determine el capitán y de ese modo vigilar el estado de sus obras —aclaró Tobias Leisser—. Yo no me preocuparía, el SS Île de France es uno de los buques más seguros de la France Line. ¿Más tranquila ahora?

La pintora arrugó el entrecejo por respuesta.

—¿De qué parte de Alemania es usted, señorita Schäfer?

—Señora Schäfer —corrigió ella duramente.

Le molestó la pregunta. Malgastar el tiempo en cortesías, cuando anhelaba recluirse en el camarote y dormir. Olvidar. Edwina asió el bolso de mano con el propósito de seguir al mozo, pero él frenó su intención.

—Sería la primera —le increpó Leisser.

—¿Perdón?

—La primera mujer que no muestre curiosidad. ¿De veras no le incumbe de dónde soy? ¿O se está reprimiendo? Apostaría a que…

—Me trae sin cuidado de dónde es usted —respondió malhumorada.

Edwina Schäfer aireó el abrigo al girarse y se fundió entre los pasajeros.

Extraño aspecto el suyo, con unas amplísimas prendas celando sus piernas y ese aparatoso turbante que escondía el cabello. Tobias Leisser no hubiera sabido concretar si le parecía atractiva o todo lo contrario, pero su apariencia era muy intrigante. ¿Una dama solitaria en un mundo flotante?

Si lo que pretendía era huir de cualquier flirteo en el barco, desde luego a él, lejos de ahuyentarle, le había estimulado. Le gustaban las mujeres difíciles.

El doctor Leisser se quitó las gafas y aventuró el tipo de trasero oculto bajo el holgado vestido. Mientras pulía sus lentes, reconoció que los trazos de su rostro le habían inspirado cierta familiaridad, lo que para alguien como él, acostumbrado a recordar hasta los detalles más nimios, generaba desasosiego.

Ahora no se la quitaría de la cabeza en toda la travesía. Estaba condenado a probarla.

El sonido de las sirenas anunció que el barco estaba a punto de zarpar. En el muelle una orquesta interpretaba serenatas universales, mientras una lluvia de cintas de colores y confeti caía sobre los pasajeros de la nave, que agitaban sus brazos para despedir a los que quedaban en tierra.

Aurora observaba melancólica cómo se alejaban del puerto para empezar su particular travesía hacia una nueva vida.