72

72

Amanecía el sábado 9 de diciembre cuando aparecieron en Veracruz. Las dos mujeres habían pernoctado en el coche.

«Hemos llegado, doña», avisó carraspeando el chófer, y desliaron la manta que las había arropado en el asiento de atrás. La alborada enrojecía los tejados y ellas se asomaron por las ventanillas para contemplar la belleza de la ciudad. Una siempre la había adorado; la otra había descubierto su atractivo con los años.

—Tienes tiempo de asearte —dijo esta última—. ¿O prefieres presentarte con semejante aspecto?

—¿Hay mangos en tu casa?

—¿De cuáles, niña?

Entre risas llegaron a la calle Clavijero, donde tomaron una ducha de agua fría y desayunaron lo que encontraron al paso. Una hora después estaban en la dársena del puerto. Serían las ocho de la mañana y el embarque debía completarse en torno a las nueve y media. No obstante, ya había bullicio en los accesos de segunda y tercera clase. Los viajeros de primera, entre otros privilegios, madrugaban menos.

—¿Habrán llegado?

—Con tanta feria de niño, lo dudo. Aquí tienes el billete, el equipaje está en su sitio. Lo demás como dijiste. Usted —se dirigió al chófer— vaya y avise cuando aparezca la familia de la señorita.

En cuanto quedaron solas, Aurora quiso recapitular, agradecerle su apoyo, la implicación en algo que casi rayaba lo delictivo. Su silencio y las muchas lecciones aprendidas a su lado. Pero Edwina la obligó a callar.

—Verte partir es un dolor que consume, no abundes en él. ¿A poco no vas a volver? ¿Pretendes pasar el resto de tu vida en ese horrible país tuyo, donde la gente viste de negro y no tiene para comer? ¿Cómo crees que tu hijo va a vivir allí, muertecito de asco? Ubícate, Aurora. Nomás abrazas al viejo y te regresas bien pronto. ¿Entendiste?

—En toda mi vida nadie sabrá de mí lo que tú, Edwina. ¿Qué hiciste para que te aprecie tanto?

—Te simpaticé de pronto y ahí fuimos liándola. —La besó fuerte en la mejilla—. Para de platicar, que asomaron los tuyos.

El cortejo de los Vigil de Quiñones avanzaba por el puerto. Al frente iba Hugo, algo renqueante, mientras agarraba de la mano a los dos pequeños, Aurora y Juanito, alternativamente, porque a cada rato se escapaban del control de las dos indias que los acompañarían a España en calidad de niñeras. Como los hombrecitos que eran, cerraban el paso Hugo y Tirso.

Aurora bajó del automóvil. Alzó el cuello de su gabardina y se ajustó el pañuelo a la cabeza, para pasar más inadvertida. No llevaba ni una gota de maquillaje.

—Te escribiré a diario. Cablearé y telefonearé hasta encontrarte —se comprometió ella—. Te quiero como a una hermana. ¡Que Dios te tenga en la palma de su mano!

—Dios no me considera. Pero está bien que le platiques de mí de cuando en cuando. ¡Ándale, todavía perderás el barco!

Edwina la observó al marcharse, preciosa, acompañada por el chófer y su maleta, botando igual que una niña. Un desgarro profundo pronosticó lo mucho que habría de echarla de menos. «Ruégale a Dios por mí. Porque tal vez ni muriendo entre suplicios me perdone».

—¡Hugo, Hugo! —gritó Aurora, desparramando lágrimas de pena y alegría a su paso.

Su hermano se agitó mirando de un lado a otro, sin entender, hasta que ella le arrolló. Habían hablado dos días antes de partir. «Cuida de los niños lo que yo no podré hacer —le había implorado—. Y mímate tú, porque, si algún día te pasa algo, muero yo contigo. Saluda a Atilano de mi parte, dile que no le guardo rencor. Bien lo sabes. Quizá más adelante pueda marcharme a España». Hugo dedujo lo irreal de este planteamiento, pero no se lo quiso rebatir, para qué; también sintió la tristeza de su hermana, aunque achacó la apatía a su partida.

—Pero ¡¿qué haces tú aquí?! —exclamó boquiabierto.

Aurora se colgó de su cuello como una argolla con el cierre sellado.

—Nos vamos de viaje, ¿no? A abrazar a Atilano —le susurró al oído, y se tomó un segundo antes de continuar—. A nuestro padre, hermano.

El viernes fue relativamente fácil mantener a la prensa al margen de la información sobre un coche abatido precipicio abajo. La madrugada del viernes al sábado se empezó a filtrar que la policía buscaba con ahínco el cuerpo de la mujer de pelo oscuro que lo conducía en el momento del accidente. A las pocas horas, se hizo público el atestado y la identidad de la joven, aunque el nombre no sugiriera nada especial a los periodistas. Quizá sí el hecho de que hubiera estado hospedada en la mansión de uno de los potentados de la zona. La referencia a Diego Espejel se deslizó de puntillas, pues era demasiado respetado para especular sobre él.

No obstante, entrado el domingo, la eventualidad de que se tratara de una mujer de cierta trascendencia social empezó a inflamar las redacciones de los periódicos. El lunes, la desconocida tenía nombre y apellido de notable relevancia y quienes lo escuchaban crujían de pies a cabeza. Vera Velier, la gran promesa cinematográfica, había sufrido un trágico accidente.

Sin embargo, para cuando los periódicos quisieron ocupar sus titulares con escabrosos detalles, Aurora se encontraba muy lejos y la policía andaba por cambiar el epígrafe de «desaparición» por el de «muerte accidental».

—Ahorita está todo hecho y nos olvidamos del asunto —se sinceró el comisario con Espejel—. Suerte que soy viejo y solo quiero vivir en paz con los míos. Y que nunca podré olvidar lo que les ayudó cuando no tenían un mendrugo cerca, por eso me he prestado a ser su cómplice. En el fondo, usted no le hacía mal a nadie. ¡Cumplí mi trato, compadre!

—No me lo rechace —advirtió Diego, dejándole un sobre bajo sus papeles—. Sé que se casa su hija. Le vendrá bien.

El hombre lo arrastró por la mesa, pero al final terminó guardándoselo en el bolsillo de la chaqueta.

—Otra cosa —interrumpió al salir Diego del despacho—. Cuando no le valga un auto, dígame. Antes de despeñarlo.

Dos días duraron las indagaciones a vueltas con el cuerpo de Vera Velier. Dos días de titulares incisivos cargados de doble intención, fruto de la nada que encontraba la prensa en los alrededores del accidente. «Sí, acudieron a cenar. Platicaban animosos sobre una película que rodaría la señorita», dijeron en el restaurante La Perla. «Era bien testaruda la doñita. Que usted no sabe manejar —le aconsejaba yo—, que esas carreteras las ha dibujado el diablo. Con lo relinda que era», fue la versión de la criada. Dos jornadas de fotografías de riscos sobre un océano bravío.

La madrugada del 12 al 13 de diciembre, cuando el redactor jefe de guardia de El Nacional exprimía a sus plumillas para que sacaran algo más acerca de la muerte de Vera Velier, recibió una llamada urgente de The Hollywood Reporter. «Lupe Vélez has committed suicide»[17], escupieron al otro lado.

Corto y conciso. Eficaz, como le habían adoctrinado al periodista antes de ejercer el oficio. No hubo otra noticia de sociedad en todas las redacciones del país.

La actriz con la que Aurora había coincidido un par de veces en la sala de maquillaje de Empire Productions; la estrella histriónica nacida en México, pero fraguada en Hollywood, acababa de ser descubierta tras ingerir un tubo completo de Seconal. Lupe Vélez murió con una parafernalia que ni el más ocurrente de los guionistas hubiera urdido mejor. Había elegido pasar su última noche acompañada por dos de sus mejores amigas, Estelle y Benita, degustando comida mexicana regada por altas dosis de bebida —según las anteriores, brandy—, tabaco y sus buenas risas.

No obstante, en el fondo, Lupe carecía de motivos que festejar. Estaba embarazada de tres meses y su amante Harald Ramond, un actor austriaco de segunda, se resistía tanto a aceptar al niño como a casarse con ella. Motivos para poseer un ánimo quebradizo había.

Regresó a su domicilio en el 732 de North Rodeo Drive, de Beverly Hills, entrada la madrugada. Era una vivienda de inspiración mexicana, comprada a comienzos de 1930 y que su pareja de entonces —Gary Cooper— le había ayudado a costear. Se recluyó en el dormitorio mientras lo fue decorando como si estuviera a punto de celebrarse un funeral: la cama simulaba ser un féretro rodeado de flores y velas. Después se desnudó, se maquilló y peinó igual que en sus estrenos. Incluso se había depilado el vello púbico con la forma de un corazón. Al fin, tumbada sobre el lecho, tomó las mortales píldoras.

¿Cómo iban los periódicos a dedicar una línea más a Vera Velier, contando con un filón como aquel?

De ese modo la prensa solo se afanó en barajar detalles inflados de morbo sobre el suicidio de Lupe Vélez. Aparecieron decenas de notas apócrifas de la actriz destinadas a su amante, al ama de llaves, a Arturo de Córdova o al mismísimo Gary Cooper, que saltaban de mano en mano por las revistas. Bailaban toda clase de hipótesis que explicaban el motivo por el que acudió al aseo, al sentirse desfallecer, en lugar de permanecer recostada. Se llegó a valorar un posible arrepentimiento que la habría arrastrado hasta el inodoro, donde sucumbió a la muerte entre vómitos. Cómo esta fatalidad arrumbó a quien hubiese sido una muerta bellísima era el maná diario de la prensa sensacionalista. La comidilla de las casas vecinales y los mercados. Lupe Vélez tenía solo treinta y seis años y un pasado tan escabroso como para borrar de un plumazo la sombra de Vera Velier en el imaginario colectivo.

El mundo del espectáculo devoraba monstruos uno tras otro. Lo que hoy se idolatraba, mañana resultaba esquinado y, al día siguiente, sepultado bajo toneladas de olvido. Pero el suicidio de Lupe Vélez fue una casualidad muy providencial para Aurora, lo que demostraba que los encuentros fortuitos nunca se produjeron en su vida por simple azar.

Así las cosas, cuando llegó la Navidad, pocos recordaban a esa promesa de ojos como el mar de Acapulco que la viera por última vez.

Por supuesto, Pablo sí. Él llevaba días anhelando morir tras ella. Quería arrancarse el corazón de cuajo. O precipitarse cabeza abajo, a ver si al detonarla contra el suelo se le quitaba la obsesión.

Ni las templanzas de Morayta, tratándole como a un hijo descarriado, ni el generoso cariño de sus compañeros del exilio, ni los trabajos ocasionales. Ni los besos de las mujeres que le fueron saliendo al paso atemperaron el fuego abrasador en que un joven terminó consumiéndose hasta hacerse un viejo.

En su rutina diaria ya no cabían las ambiciones ni los proyectos, y dejó de elaborar ideas con vocación de traducirlas en imágenes. Pasaron con los meses los sueños, y con los años, la esperanza de que su existencia fuera de otro modo.

Sumó arrugas. Contó despedidas. Hasta que una tarde, sentado al abrigo de los árboles de la Alameda, comprendió que no tenía más arraigo en México que esos papeles que arrastraba en diferentes cajas de cartón. Entonces se preguntó qué hacía en aquel país que le había devuelto y robado al tiempo lo que más había querido en este mundo.

Y escapó de él.