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—Apúrense, que el barco está al llegar —espoleó Aurora a las indias, porque su medida del tiempo no parecía la misma que la de ella.

Hugo las ayudó a desatrancar el portalón de carruajes y lo atravesaron como si fueran un cortejo nupcial.

—¡Cuidado, no vayan a malograr nada! —amonestaba ella mientras tomaba al chico por el brazo—. Verás si no llega alguna bandeja.

La casa azul esquinaba la calle Aquiles Cerdán con una callejuela sinuosa y poco transitada llamada La Lagunilla. Su ubicación era una suerte porque, en la inquieta Veracruz, concedía a la vivienda bastante independencia. La fachada se abría a la calle a través de numerosas ventanas. Y en su interior, crecía un vergel inusual para una zona de vegetación algo agreste, abatida además por un aire salobre cargado, a veces, de arena.

Aurora, el joven Hugo y las indias anduvieron unos pocos metros antes de desembocar en Independencia y girar a su izquierda. La calle principal se había convertido en una frenética avenida rota en canal por el tranvía de la ciudad. A ambos lados bullía la vida comercial de Veracruz, capitaneada en buena lid por españoles que pleiteaban una parcela de mercado con todas las nacionalidades posibles.

Al pie de la panificadora El Colón, sentada en los bordillos del adoquinado, enredaba Amelita Costa. La niña era un renacuajo de cinco años que había llegado de Asturias a bordo del Siboney, junto a su madre y sus tías. Ellas aguardaban a unos hombres que se habían quedado en España, a la espera del momento propicio para exiliarse. Nunca lo harían. Murieron antes.

—¿Sabe tu madre que estás aquí? —preguntó Aurora pellizcándole la punta de la nariz.

Una sonrisa mellada se lo confirmó, mientras devoraba roscos de anís.

A Aurora le gustaba recorrer las aceras, contemplando sus escaparates de sugerentes nombres, como Flor de Lis, La Mariposa o El Arca de Noé. Qué diferentes resultaban esas tiendas respecto de las que había frecuentado en el Madrid prebélico. Ahora compraba en establecimientos de artículos exóticos que, de tanto verlos, se habían hecho cotidianos: sedas y perfumes, abanicos tallados en nácar y rematados con plumas de ganso, figuras de marfil, chalinas, jarrones y juegos de té. Muñecas de sololoy. Muselinas y encajes de importación. Bonetería y lencería en colores increíbles.

—¿Van a recibir a los suyos, señorita? —oyó decir a su espalda.

Domingo Kuri atendía a unos clientes en la puerta de su comercio y saludó cortésmente. De origen libanés, aquel hombretón había llegado a Veracruz hacía tanto tiempo que dominaba el idioma a la perfección. Incluso se reconocía jarocho, algo que no le impedía ofrecerse a las autoridades como intérprete si desembarcaba algún ciudadano de lengua árabe. Los Vigil de Quiñones promediaban las compras entre su firma y la Casa Salum, otro almacén de ropa, situado en la avenida 5 de Mayo y poseedor del mejor lino inglés del estado.

—Sí, y usted, ¿no va al puerto? —se interesó Aurora.

—Cuando disponga mi señora. Ahora está terminando el tabulé y una fuente de kebbe rellenos.

—¡Qué bueno! Seguro que los probaremos, señor Kuri. ¡Hasta pronto!

A medida que avanzaban por Independencia, la mixtura de aromas crecía en intensidad. Cualquier olfato no curtido se hubiera mareado, pero ella no. Ella paladeaba el cilantro, la canela, el achiote, los chiles en nogada o el pozole y ligando sus sabores abrigaba la convicción de formar parte de una ciudad capaz de urdir un cosmos culinario en cuyas marmitas bullían mil parabienes.

Adoraba México. Jamás se hastiaba de sus fachadas teñidas en cualquier color del arco iris, ni de las especias que apareaban el gusto de la carne o las verduras. Menos aún de su mar infinito. A pesar de lo sucedido desde su llegada, del dolor y la ausencia, confesaba ser razonablemente feliz allí.

En cuanto distinguió el Gran Café del Portal, torció a su izquierda y, a la altura de la catedral, el grupo enfiló el paseo del Malecón.

Se fueron sumando a la comitiva que transitaba la avenida paralela al mar muchas criadas con acetres suspendidos en la espalda —tal y como las indias anudaban ahí sus bebés— y bastantes parejas trajeadas. Sabían que el atraque del Quanza era inminente.

Pero Aurora debía cumplir el último tramo sola, sin la escolta del chico ni del servicio, puesto que, si bien todos en la ciudad conocían a Edwina Schäfer, eso no implicaba que tuvieran buena opinión de sus negocios. La alemana había viajado también en el Île de France y, salvo los años en los que la familia residió en Puebla, ambas mujeres se habían convertido en inseparables.