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La noche del 23 de junio de 1929, Atilano tuvo que pensar deprisa y actuar aún más rápido.

Cuando durante la pelea entre él y el guardés escucharon el disparo, los dos se quedaron paralizados. Enseguida, Atilano comprendió que procedía de su pistola, pero no entendía cómo se habría realizado la descarga. Se echó mano a la bata y vio que el arma no estaba en sus bolsillos. Después miró a Vicente, que se apretaba dolorido la pantorrilla: el casquillo le había herido, pero solo al pasar por encima y arañarle la piel.

Atilano levantó los faldones de la colcha y descubrió a Aurora debajo de la cama. La niña cobijaba su cabeza entre los brazos; junto a ella se hallaba la Sauer chalequera, cuyo gatillo acababa de accionar jugando.

—¡Es tu hija! —chilló—. Pero ¿qué hace aquí? Dios mío, pobre niña.

Tiró de ella, la arrastró y la sacó de la habitación en volandas. En el interior de la misma quedaron Antonia, su amante, agonizando, y Vicente, con un rasguño. Pero su honra estaba destrozada. En el patio trasero, Atilano puso en pie a Aurora y trató de despabilarla.

—¿Qué has visto? ¿Quién te ha metido debajo de la cama, tu madre?

Pero ella, víctima del shock, se había encapsulado en un testarudo silencio. Aurora tardaría semanas en abandonarlo. Junto al lago de Casa Gialla, Atilano aulló su martirio. Ignoraba qué hacer, a quién acudir. De pronto cayó en la cuenta de que su nuera podría atender a la pequeña sin preguntar, y dejarle a él manejar la desventura con discreción. De modo que golpeó la puerta de su alcoba y le encomendó su cuidado. «Ahora no hay tiempo para parloteos, Berta», y se negó a cualquier interrogatorio. Después telefoneó al médico, calibrando el precio que le ofrecería por guardar silencio.

Mientras esperaba la conexión de la operadora vio un coche estacionado en la puerta principal. Le extrañó encontrar allí aquel vehículo negro que no era de su propiedad, y más a esas horas.

Resolvió la llamada impaciente y encaminó sus pasos hacia el torreón. Nada más apoyar el pie en el primer peldaño sintió un disparo. Después estalló otro y el siguiente. Cada detonación imprimía una mayor celeridad a sus zancadas hasta que, al alcanzar la alcoba, se encontró lo que nunca hubiera sospechado.

Zita observaba con mirada disipada a Antonia. Vestía un traje verde oliva, sombrero de calle como si acabase de llegar, y una pistola entre las manos. No la esperaban en Casa Gialla antes de una semana.

Era inútil discernir aquel espanto. Imposible hacer conjeturas sobre si había disparado a Vicente y después a la malherida, o si las lágrimas no le habían dejado precisar los disparos; el caso es que Zita había agotado el cargador sobre el cabecero. Qué importaba el orden si había destrozado su vida y la de los demás. Entró en la habitación siendo una señora y de ella saldría una asesina.

—¿Estás loca, mujer? ¿Qué diablos has hecho? —dijo Atilano incautándose del arma sin pensar que pudiera dispararle—. ¿Qué haces aquí? ¿Por qué?

Preguntas sin respuesta. Cuando Zita volvió la cara hacia él, comprobó que había perdido el juicio.

Atilano empleó esa noche y los días posteriores en encubrir el rastro dejado por su mujer. Vicente abandonaría el torreón dentro de una caja de pino y pasaría por ser un suicida. El médico alargó y alargó la agonía de Antonia, porque Atilano se negaba a dejarla partir, hasta que la flama se apagó sin rechistar. A Zita, que llevaba años sospechando de los amores infieles de su marido, la trasladaron a Madrid, donde ingresó una temporada en una casa de reposo.

Un día, pasados dos meses, desembarcó en Casa Gialla como si proviniera de Italia, con absoluta normalidad. Nunca volvió a ser la de antes. Había empezado a morir aquel 23 de junio.

Esa noche Aurora también se rompió. Ella se culpaba de dos muertes que su cabecita componía a su manera. Solo supo que sus padres no volvieron; que Vicente y Antonia al marcharse dejaron empantanada su existencia. Lo demás era un amasijo de instantes traumáticos, unidos en su memoria con enorme sufrimiento.

Atilano ocultó a su hijo la tragedia, sin embargo, esta sería su sombra de por vida. No le mintió, simplemente ahorró aclaraciones que herían más que un puñal. Tras conocer este cruel relato por boca de Berta, Aurora resolvió ser connivente con él. ¿Qué hijo podría soportar el dolor de saber que su madre era una asesina? Peor, que había matado a la madre de su propia hermana.

Si bien su historia podría tildarse de melodrama, cuántas veces vivir no se resumía en un compendio de increíbles quiebros como los escondidos entre las guardas de una novela.

—No te reconozco, Aurora. No sé qué te pasa —balbuceó Pablo.

—¡¡Fuera!! —gritó ella—. ¡Sal de aquí, Pablo!

—Te advierto que si te emperras en esta postura, buscaré otra actriz. Y si el estúpido de ese productor que babea por ti se echa para atrás, México está repleto de estudios con necesidad de guiones como este. —Abrió la puerta y se sinceró antes de marcharse—. Te quiero, Aurora. Pero no me hagas elegir entre mi trabajo o tú, porque hace mucho que conoces la respuesta.

Pablo recorrió durante más de una hora la avenida Reforma, afanado en reducir su crispación. Entonces, ya más sereno, achacó a una reacción irreflexiva las palabras que le había lanzado Aurora, como flechas infectadas. «Esto es el pan nuestro de cada día en el mundillo», reconoció. Le consolaba la idea de que las triquiñuelas de los estudios para impulsar sus películas se atestaran de celos, traiciones, enfados, caprichos y maniobras de actrices y actores. Para un destino tan apetecido no había senderos sin piedras.

E incluso estaría dispuesto a admitir modificaciones, en aras de proteger la identidad de los Vigil de Quiñones: por ejemplo, optar por un invernadero en lugar del torreón como escenario de las citas clandestinas entre el dueño de la hacienda y su criada. Incluso aceptaría que el personaje del hijo del terrateniente —inspirado en Hugo— cayera del guion.

Pablo pensó que, tarde o temprano, Diego Espejel conseguiría que Aurora cambiara de actitud. Él estaba entusiasmado con la película y haría lo imposible con tal de que no se tambaleara el proyecto.

Durante el mes de noviembre no supo nada, ni del guion ni de Aurora. Y, tras iniciar diciembre en la misma tónica, se dijo que debería tomar la iniciativa. Entonces abordó una carta como excusa, que se fue convirtiendo en una declaración de amor. Era intensa, esmerada vocablo a vocablo. Pero la empezaba una noche y a la mañana siguiente corregía tanto el texto que retrasaba muchísimo su conclusión.

Por su parte, Diego estaba expectante por conocer la opinión de Aurora. Le enviaba notas, donde la acuciaba a retratarse sobre su personaje; lo hacía junto a unas flores, un sombrero o un bolso recién aterrizado de París. «¿Lo ha leído ya?». «Cuando quiera platicamos». «Dígale al señor Espejel que no hay respuesta», aclaraba ella al mozo. Hasta que el lunes 4 de diciembre telefoneó a su despacho.

—Me complacería invitarle a cenar en el departamento —propuso Aurora.

—No me parece oportuno visitarla allí, espero que lo entienda.

—Pero lo que tengo que decirle exige de una discreción que no encontraré en ningún lugar público.

Hablaba tan fríamente que el productor aceptó intrigado.

—Usted dirá —pronunció Diego Espejel con un vaso en la mano.

Media hora antes había acudido a la vivienda. No veía a Aurora desde hacía semanas y la encontró desmejorada. Lucía una falda plisada gris y un twin-set negro, no obstante, se había maquillado los labios en un rojo sangre. Su sofisticado aspecto le hacía parecer un personaje de ficción, desertado de la pantalla.

—No voy a hacer la película —explicó ella sin rodeos.

—Asumiremos los matices que usted quiera —trató de atemperar.

—No me he explicado bien: no la voy a interpretar. Ni esa ni ninguna otra. Me voy. No quiero seguir, Diego.

Espejel depositó el vaso sobre la mesa auxiliar y se acercó a ella, frotándole ambos brazos al tiempo.

—Se me hace que tiene los mismos miedos que otras actrices —dijo en un tono pausado—. No se apure, tómese su tiempo. La historia es buenísima…

—¡Maldición: es la mía! —Aurora se sentó en el tresillo, golpeando el cojín contiguo para que él la acompañara—. Perdone mi arrebato, pero necesito su ayuda.

No podía consentir que sus nervios tomaran el pulso de la conversación. La había madurado mucho antes de sostenerla.

También era consciente del delicado compromiso que suponía lo que iba a decirle. Ni siquiera presumía la reacción de Diego. A lo peor ponía el grito en el cielo, aunque ella anhelaba su complicidad. Claro que empeñar su apoyo por nada a cambio resultaba tan disparatado como el loco plan que ella y Edwina habían confabulado. Solo verbalizarlo sonaba a conspiración. Ahora bien, ya no podía echarse atrás. Carecía de tiempo. Las circunstancias exigían de ella el arrojo de ser explícita y convincente.