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Pablo visitó el despacho de Diego Espejel arrastrando la vapuleada caja de cartón donde clasificaba sus escritos.

—No dude que los leeré, pero ahora no tiene caso. Voy a encomendarle algo. —El productor fue directo al grano—. Convierta a Vera Velier en una mujer malvada a como dé lugar. Invéntese un personaje que obre mal y sus yerros resulten castigados cruelmente. Que sostenga impulsos dañinos o egoístas, incluso lastimando a quienes la quieren. Hágala morir, si así le place. ¿Sabe por qué le pido esto? Porque el público se cansa de la bondad.

—Creí que La hacienda del fin del mundo buscaba eso de ella.

—¿Qué cree? Las torpezas del personaje provocan hilaridad, pero el amor la salva. Aunque pensemos que los espectadores odian a las mujeres pérfidas, al final las terminan idolatrando. Tenga presente la frase de María Félix en Doña Bárbara: «Se olvida usted de que yo tomo a los hombres cuando los necesito y los tiro hechos guiñapos cuando ya me estorban».

—¿Puedo preguntarle por qué me encarga esto? —cuestionó él—. ¿Se lo ha pedido ella? Como un favor, ¿no es cierto?

—Se equivoca —mintió Espejel con convicción—. No alcanzo a encontrar un buen guion capaz de envilecer a un ángel. ¿Acepta el encargo, pues?

A partir del enérgico apretón de manos no hubo otra cosa más importante en la vida de Pablo que pergeñar aquel guion.

Iniciado julio, Aurora regresó con su familia. El calor derretía D. F. y el sol quemaba como rabia.

Le gustó encontrarse con Hugo tan entretenido, organizando los albaranes de los pedidos encargados por la mejor cadena de perfumerías neoyorquinas. Su estancia en la capital le había venido muy bien, porque se imbuyó en las nuevas tendencias comerciales y llegó a Puebla cargado de ideas.

—Hugo quiere estudiar derecho y dedicarse a la política, ¿qué te parece? —le confesó cuando guardaban el equipaje en el coche antes de iniciar el viaje a Veracruz, donde pasarían el resto del verano—. Y la niña, actriz. Por tu culpa.

La pequeña Aurora parecía su clon. Coleccionaba sus fotos, los recortes de prensa que hablaban de ella, y se peinaba una onda sobre el ojo derecho, lo que provocaba que Tula la persiguiera, agarrando un cepillo y una cinta de pelo, no fuera la niña a quedarse tuerta.

—Lo estás haciendo muy bien, Hugo —apreció Aurora, sentada en el asiento delantero junto a él—. Esto no durará mucho. Ahora lo sé.

—¡No digas tonterías! Si eres la gran promesa del celuloide. Nunca he visto tanta unanimidad en la prensa.

—¿Has sentido alguna vez placer y dolor a un tiempo? Pues en esto consiste ser actriz. No sé qué tanto vaya a aguantar la montaña rusa en el estómago.

Hugo apoyó las dos manos sobre el volante y las apretó con fuerza.

—He decidido volver a España, Aurora. Creo que tienes que saberlo cuanto antes. —Se volvió y la miró de frente—. Tú estás bien, tienes cerca a Edwina y a Pablo. Es momento de pensar en mí y en padre: no puedo soportar su nostalgia, ni él la nuestra. Y no pretendo que nos acompañes, sé que es una utopía.

—¿Os iréis todos? —inquirió ella tragando saliva.

—Sí, quiero que los niños conozcan sus raíces.

—¿Cuándo?

—No más tarde de final de año. La guerra se ha olvidado del Atlántico y parece cerca de concluirse esta sinrazón.

Aurora guardó silencio mientras su hermano arrancaba el coche e iniciaba la marcha. De sobra sabía que su intención no pretendía incitar ningún dilema en ella: en este momento, cualquier medida que la alejara de los planes de los estudios era inviable. Los hilos de su vida los movían otros.

Durante el verano de 1944, Aurora extrañó tanto la piel de Pablo que creía desfallecer de ansiedad. Moría por sentir el tacto suave de su cuello bajo el lóbulo de las orejas; hundir su nariz en ese rincón que ella consideraba solo suyo. «Déjame olerte», había dicho numerosas veces cuando se enroscaba a él. Sufría de amor como una idiota. Como una loca.

En todo el verano solo se vieron una vez. En la fiesta de cumpleaños que Hugo le organizó en el Siboney. La celebración pretendía devolver a la sociedad veracruzana la generosa hospitalidad que siempre había manifestado hacia la familia. Y puesto que Aurora empezaba a ser una celebridad, así fue recibida por todos.

Pablo llegó en tren la mañana del 3 de agosto. Brindó con champán en el club de playa que fue testigo de su primera noche juntos; durmió en una habitación de invitados de la casona azul, junto a Aurora; y tras morderse en todos los rincones posibles, con ese hambre que desata una prolongada ausencia del ser querido, partió al día siguiente. Dejó el mismo desamparo que los huracanes tras de sí.

El resto fueron someros contactos telefónicos, donde él se mostraba apremiado por seguir escribiendo y ella, ansiosa por conocer la historia que le tenía tan lejos. «Haré de ti una gran estrella, preciosa», acostumbraba a despedirse.

En septiembre volvieron a Puebla. Aurora iba y venía de la capital, donde se citaba con el profesor Sano para no enfriar su instrucción; merendaba junto a Edwina en el club Terraza; veía películas americanas y perfeccionaba su inglés; se evadía de sus inquietudes entre los pasillos del Palacio de Hierro admirando sus novedades o cenaba con Diego Espejel en el Ambassadeurs o en cualquier local de moda. En ocasiones se animaba a presentarse en la colonia Santa María. Allí se había replegado Pablo, acorralado entre folios. Con las yemas de los dedos ennegrecidas, a causa del papel carboncillo de las copias, y la cabeza postrada encima del teclado. No soltaba prenda de un guion que primero leería el productor —así lo remachaba siempre—. Ante sus requerimientos de afecto, apenas balbuceaba que la quería mucho.

—¿Ni tantito así? —preguntaba ella coqueta, queriendo sonsacarle—. Dime si es un drama o una película policiaca.

—No es ético que lo conozcas tú antes que el estudio.

Entonces ella tomaba un folio en blanco y plasmaba mensajes desesperados antes de marcharse, por ver si fecundaban alguna reacción en él. «Háblame. Alguna vez. Aún entre brumas, necesito compartir tu lucha».

Pablo cumplió su promesa y mediado octubre entregó a Diego Espejel unos folios, envueltos en un pliego de papel de fantasía que había encontrado en el mercado de la Merced.

—¿Qué opina ella? —preguntó aquel, según deshacía el paquete.

—¿No sospechará que lo ha leído? —respondió airado—. Aurora desconoce el texto. Pero, además, una actriz carece de opinión al respecto.

A lo largo de su vida, Pablo se habría de equivocar en muchas ocasiones.

No era verdad que Aurora ignorara de qué trataba aquel guion. En ese mismo instante y en otro punto de la ciudad, ella acababa de descubrir un taco de folios junto a la silenciosa máquina de escribir. Sobre el cristal de la mesa camilla. Estaban alineados unos sobre otros con pulcritud milimétrica, allí donde Pablo había ideado la historia que guardaban.

Minutos antes había llamado al timbre para sorprenderle. Abrió un nuevo inquilino, tan desconocido para ella como le resultaban a él sus compañeros de casa.

—Es que no sé quién es —se justificó el joven—. Llegué ayer de Querétaro y ahorita no les conozco.

—Déjeme ver —resolvió entrando decidida.

Dentro de la vivienda gritó su nombre varias veces, sin respuesta. Entonces los reconoció. El fruto de su abstracción durante los últimos meses. Ese «fin» de la última página supuso más que un indicio, pues entendió que el guion estaba terminado y el original camino de Empire Productions; por tanto, no hacía ningún mal ojeándolo. Pronto el estudio se encargaría de remitirle a ella la pertinente copia. Leyó el título. Le pareció muy evocador: «Que el tiempo nos encuentre».

Abrigada por el sol que se filtraba a través de la cristalera, se sentó en la misma silla donde lo hacía Pablo y empezó a leer.

El profesor Sano aseguraba que un guion que no mostrara en los primeros veinte folios las contradicciones de los personajes era un mal texto. No fue preciso llegar a esas páginas para que Aurora dedujera qué tenía entre sus manos. No obstante, avanzó en la lectura, negándose a admitirlo.

Él no. Otros podrían enlodarla, pero Pablo no. Quien conocía de ella lo más íntimo no podía traicionarla de este modo. Pero la tozudez de las palabras se empeñaba en asegurar lo contrario. No podía ser tanta su ambición como para suscribir semejante deslealtad.

¿La habría querido alguna vez? ¿Un mes, un día, cinco minutos?

A medida que avanzaba en los párrafos, se caía una nueva pieza de ese andamio de juguete en que, de repente, se había convertido su amor. Aquel relato no obedecía a una imaginación desatada, sino a la realidad sin florituras.

El guion era ella y su histérico dolor de vivir.