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El lunes 17 de enero de 1944 empezó la filmación de Salón Veracruz y se prolongó por espacio de cuatro semanas.

Durante este tiempo Pablo estuvo muy inquieto. Pensaba mucho. En su profesión, estancada, pues aunque le consideraran un trabajador reputado, los estudios no terminaban de confiar en su capacidad para mayores empresas. En Aurora, a la que veía volar lejos. En su madre, cuya salud había empeorado por lo que deducía de sus cartas, y debía ir preparándose para un duelo en la distancia.

Y en sus truncadas ambiciones por rematar Carne de fieras. Entendía que Morayta le dijera que esa obsesión de asumir su montaje —lo que implicaba regresar a España, salvo que recibiera el material en México— no dejaba de ser una quimera inviable. Luego estaba el metraje de película desaparecido, cuyos rollos daba por perdidos.

En suma, su orgullo masculino estaba mancillado porque su pareja era más exitosa que él y no había sumado un solo logro en toda su vida.

También padecía simples celos eróticos de ella. Resultaba que él, quien se había sacado de la chistera la identidad de Vera Velier, era el último que la disfrutaba después de aguardar el turno correspondiente tras el productor, director, guionista, operador… Que otros se beneficiaran de su aprendizaje le volvía loco.

—¡Chico, son celos estúpidos! —le azuzaba Morayta—. A ver si ahora te va a atormentar que la bese un actor.

Puede, pero él también necesitaba el halago. Sentirse deseado. Y si no lo obtenía de Aurora, lo buscaba en otro sitio. En un baile ceñido, en un beso cazado al vuelo.

—¿Por qué está la cama deshecha a estas horas? —inquirió ella, la tarde en que visitó la casa que compartía con varios compañeros. Había terminado pronto la prueba de vestuario de Valdés Peza para Salón Veracruz y rogó al conductor que se desviara antes de ir a su apartamento. Quería sorprender a Pablo y lo hizo. Puso la mano sobre las sábanas y las notó calientes—. ¿Qué está pasando aquí, me lo quieres explicar?

El joven cerró la puerta lívido.

—¡Estás histérica! ¿Se te olvida que vivo con más gente, o qué? No me encuentro bien. Llevo acostado todo el día. Anteayer rodamos de noche y creo que he cogido frío. ¿A qué viene esto?

Aurora se sentó en el borde del lecho y se quitó los guantes. «¿Hay otra?», interrogó. Ella misma se sorprendió de haber verbalizado sus dudas.

—¿Es eso, princesa? —dijo abrazándola—. Pero cómo puedes imaginarlo.

Otra no, otras. Juegos de seducción que, en opinión de Pablo, no tenían trascendencia. Al fin y al cabo, a sus veintisiete años era un puñado de hormonas y un profesional hambriento de adulación; una mezcla explosiva, sin duda. Si no terciaban los sentimientos, ¿qué daño hacía?, creía él.

—Ubíquenme un poco de relleno detrás de la cámara —ordenó el director de fotografía—. ¡Y más brillo en el contraluz!

Antes de iniciar el rodaje de Salón Veracruz, cuyos decorados resultaron de los más grandiosos construidos en Empire Productions, Gabriel Figueroa y Aurora trabajaron a conciencia la imagen que proyectaría en la pantalla.

Tras largas pruebas de cámara y centenares de imágenes que examinaban con lupa, decidieron que Silvina debería ensombrecer sus rasgos mientras se alquilara en la sala de baile y suavizarlos en las escenas junto a su esposo, para contrastar los matices del personaje. Sobre la gran mesa de un salón, tapizado por los retratos de las estrellas del estudio, analizaron su rostro como un objeto más. A Aurora la turbaba que alguien la estudiara con tanta minucia.

—¿Ve lo que sucede si presiona la mano sobre su barbilla? —aludiendo a una minúscula arruga—. Apenas debe rozarse la piel. Y en esta otra foto, ¿le gustan sus cejas?

—No sé —vacilaba ella—. Casi no me las depilo. Si quieren yo…

—¿A poco no tiene cara de susto? —aclaraba Figueroa—. Está sobreactuada.

De Gabriel Figueroa aprendió los trucos que las primeras espadas guardaban mejor que secretos: a parpadear en tres tiempos hasta que la luz se reflejara en sus pupilas; a mirarse en el espejo que los operarios movían frente a ella cuando declamaba sus frases, y así identificar qué plano vería el público. A señalar tres puntos de luz en su cara para que resplandeciera.

También asimiló las palabras que remachaba Figueroa hasta incorporarlas a su vocabulario. Full-shot, top-shot, close up, reverse shots. Spot lights, key light, fill in light, back light.

Una vez empezó el rodaje, las escenas más difíciles resultaron las que se desarrollaban dentro de la sala de fiestas. A ella le gustaba bailar. Le habían enseñado Edwina y sus putas, y poseía mucho ritmo; pero exhibirse ante tanta gente era un vértigo atroz.

Presa de los nervios que la asaltaban en las primeras tomas, aprovechó que el productor conversaba con Figueroa para acudir al baño. Encerrada en un aseo, Aurora procuraba respirar profundamente y así calmarse. Fuera, oía abrir y cerrar la puerta e imaginaba a las figurantes entrando y saliendo.

—¡Órale y deja de trinar de rabia! —escuchó decir a una, mientras activaba el grifo del lavabo.

—¿Cómo no? Ojalá y se me vaya el mal genio de volada —respondió otra—. Pero ¿qué carajo quieres si cuando la veo me incendio? Tú y yo hacemos millones de pruebas y esta pendeja… ¡con un protagónico a la primera!

—No tiene caso hablarlo. ¡Cómprate una buena arrastrada en la cama de un productor, como hace ella, y que se te quite el odio, mija!

—¿Viste cómo le mira él? Arrobado —dijo en tono burlón—. «¿De qué murió el quemado? De puritito ardor».

—¡Ay, ya, vámonos! Nos tenemos que regresar.

Aurora se deslizó a través de la pared de azulejos hasta quedar en cuclillas. Hablaban de ella. Criticaban su meteórico ascenso e insinuaban que entre ella y Diego Espejel Briz existían lazos rastreros, lejos del apadrinamiento profesional. La idea que se había forjado de su trabajo no era esta. A ella le gustaba metamorfosearse en otras identidades, como cuando de niña se evadía de sus problemas soñando. Pero la lucha despiadada no la gratificaba. La maledicencia gratuita, tampoco.

Su mejor actuación ese día fue salir del cuarto de baño envuelta en un halo de seguridad, cuando se sentía tan fracturada por dentro.

—Es talentosa, ¿verdad? Quiero convertirla en un mito —reconoció Espejel al director de fotografía al verla interpretar—. Retrátela para que el público no la desee, sino que la ame.

—La rodearemos de misterio, pues. Vera Velier será una caja de secretos.

Esa fue la conclusión de Gabriel Figueroa, y sus juicios no eran baladís. En 1935 fue enviado por Clasa Films a Hollywood, para proveer a los estudios de los mejores materiales. Regresó con una novísima reveladora, una moviola con proyector, una impresora óptica, una lapping machine… y toneladas de sabiduría que aquilataron su fama como el mejor camarógrafo de México. Pero también sentenció a Aurora de un modo que obligó a reflexionar a Diego Espejel a partir de ese momento.

—Entre Dolores del Río y María Félix se han repartido el cielo y el infierno. No sé qué tanto le va a durar una estrella tan bondadosa —vaticinó—. Hágala mala. El público prefiere las perversas a las remilgadas.

Casi sin darse cuenta, su vida devino en un tornado vertiginoso sin tiempo para recapacitar en lo que no fuese la dedicación artística. Después de las agotadoras jornadas de Salón Veracruz, tanto física como emocionalmente, Aurora apareció en Puebla con los días contados.

—¿No necesita el público un periodo entre cada película? Se van a cansar de ti —declaró Hugo solo para dilatar su estancia—. Esta agenda es criminal.

Los dos hermanos habían repasado juntos los planes remitidos por correo desde Empire Productions. En efecto, en el horizonte más inmediato estaba la premier de la película y el siguiente rodaje en ciernes. Ahora lo entendía: en eso consistía ser Vera Velier.

—¿Y Pablo? —preguntó Hugo intencionadamente.

—Escribiendo su gran guion.

—Le va a brotar una enciclopedia —adujo con sorna.

—Tampoco a ti te gusta, ¿verdad? —reconoció Aurora—. Edwina dice que no me conviene. Curioso, ¿no? Las dos personas que más me influís pensáis lo mismo.

—Haz lo que te dicte el corazón. —Y la besó en la cabeza. Llevaba una coleta y parecía una niña—. Carezco de autoridad para emitir juicios sentimentales.

—¿Puedo pedirte algo? —Él atendió con un interrogante—. Quiero que vengas conmigo a la capital. Que me acompañes un par de semanas antes del estreno. El apartamento es grande, los niños estarán bien atendidos con Tula y… me siento tan sola, Hugo. ¡Te necesito a mi lado, por favor!

No hubo que explicar más. El día de la proyección de Salón Veracruz en el cine Alameda, Hugo condujo del brazo a una Aurora radiante. Pablo llegó tarde, la besó algo distraído y, al terminar, se fundió entre los invitados de la cocktail party posterior. Aurora se negó a darle importancia.

La joven vestía el traje de gasa rosa empolvado que había creado Valdés Peza para ella: un pronunciado escote en uve con una cimbreante falda, que reproducía en tela una flor de cacalosúchil a la altura de la ingle. Al moverse se entreabría, dejando libres sus piernas. Arrebatadora y elegante.

Las críticas del día siguiente también se saldaron con éxito. Los hermanos las leyeron durante el desayuno, maravillados ante todo lo que reconocían de Aurora.

—¡Atención a la de Tiempo! —declamaba ella, como en una obra de teatro—. «Jamás habíamos oído una voz tan bella ni una actitud tan noble. Alabar la fotogenia de la señorita Velier sería quedarnos cortos, pues el derroche de maestría de Gabriel Figueroa…».

—Pues México al día te llama «animal cinematográfico» —apostilló Hugo—. De lo primero doy fe, hermanita.

—¡Idiota! —espetó, y le abrazó al cuello. Podría haber pasado su vida así.

La hacienda del fin del mundo fue su tercera película. La mayor parte de la filmación se realizaba en exteriores y Diego Espejel decidió que las localizaciones fuesen en Monterrey, en la propiedad familiar. Siguió así la política de contención de gastos que anatemizó al cine mexicano, frente al pródigo Hollywood.

El guion apareció en el apartamento de Reforma, junto a una sombrerera. «Remito una de las prendas que usará Eleonora, el resto espera en mi atelier para cuando guste probarlas. Firmado, A. Valdés Peza». De esa manera Aurora supo cuál sería su nuevo trabajo.

Cierto que estaba al tanto de la historia de la frívola mujer que heredaba la hacienda de un tío cascarrabias, a quien casi no conocía, y sus peripecias en un lugar alejado de los lujos y modernidades de la capital. Pero ella no hubiera escogido ese papel. Por lo menos, no tan pronto. Exigía un salto de registro demasiado drástico y no se sentía preparada. Sin embargo, los que decidían en los estudios la precipitaban a él.

—En sus roles interpretativos hay que sacarle la mexicanidad —comentaron un día los asesores del productor—. Note cómo ha crecido Dolores en María Candelaria. ¿Qué tal si la llevamos al mundo rural, señor Espejel?

A su juicio, y dado su paralelismo con divas como Veronica Lake o Gene Tierney, un paseo rupestre la popularizaría.

Pero había algo más: la transición de Eleonora a Norita en la película, así se llamaba el personaje —de no saber montar a caballo a terminar rodeada de puercos—, se parecía también al cambio interior que debía afrontar la mismísima actriz. Estaba planteándose su futuro, pero aún no se atrevía a hablar con nadie de ello.