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—México es un país inmaduro en la moda —se quejó Armando Valdés Peza cuando le visitó en su atelier.
Era un hombre muy hablador e irónico. Y vivía rodeado de telas con estampaciones indígenas, porque estaba obsesionado por alcanzar el mestizaje en la ropa.
—¡¿Quién hizo con usted esta obra de arte?! —comentó extasiado al tomarle las medidas—. La vestiré como a las francesas. Nada de colores discretos, usted debe lucir rojos, blancos y azules. Y hay que taparle el pelo lo justo: utilizaremos más tocados que sombreros. Plumas y tules; las flores son más vulgares, querida. Eso se lo dejamos a las mujeres de la costa, usted es una capitalina distinguida. ¡Oh! Tiene un pecho lindísimo, ¿permite? —Y Aurora se sobresaltó cuando el modisto elevó sus senos—. Bien pocas ballenas va a precisar.
Dedicaron varias mañanas a revisar los muestrarios de tejidos y las revistas de moda, antes de que Valdés Peza se animara a perfilar los diseños que luciría Aurora en su nueva identidad como Vera Velier.
—Aquí no hay tradición ni finura, querida. No tenemos una cultura elegante ni refinada, por eso es tan importante que ustedes sean ejemplo para tantas mujeres.
El modisto incluía en ese plural a María Félix. Él la vestía desde su primera película y su personalidad le había seducido como a tantos. Al oír hablar de ella con tal fascinación, Aurora no podía dejar de percibir ciertos celos. No porque la remuneración de sus contratos no alcanzara a los suyos —la diva cobraba 20 000 pesos por película y ella había firmado, como un generoso sueldo, 12 000 en su nuevo proyecto Salón Veracruz—, sino por la solvencia que transmitía en sus interpretaciones. De ello, de sus muchas inseguridades, hablaba con su profesor de interpretación.
—Usted denota fragilidad, sí, pero tal cualidad no es negativa, sino su rasgo diferenciador —atemperaba Seki Sano—. Ahora es tiempo de trabajar tantas dudas.
—Creí que lo que me separaba de las demás era mi aspecto físico. Dice que ni siquiera soy una mexicana fingida, de lo gringa que parezco.
—Una mexicana no tendría su cutis ni con crema blanqueadora, aunque esto le limita a papeles urbanos. ¿Y si sacamos de usted una rancherita?
Con el diseñador de vestuarios trabó una amistad entre alfileres, patrones, telas, pruebas y más pruebas. También Valdés Peza sería el responsable de diseñar sus trajes en la película que empezaría a rodar entrado enero.
Salón Veracruz fue su opción favorita, de entre todos aquellos guiones que traquetearon su cabeza, mientras los devoraba en Puebla. Le enternecía esa mujer sacrificada por amor.
Silvina llevaba poco tiempo casada cuando su apuesto marido subió al tejado de la casa familiar para restaurarlo. La pareja era un matrimonio humilde, pero muy unido y enamorado, capaz de afrontar juntos cualquier adversidad. Esa mañana no parecía el mejor día para encaramarse tan arriba, pues amenazaba mal tiempo; de pronto se cerró el cielo, cayendo sobre ellos una monumental tormenta que hizo resbalar al hombre. Así se produjo el accidente que cambió la vida a Silvina y su marido.
Desde entonces —han transcurrido dos años— está postrado en una silla de ruedas. Silvina trabaja en lo que puede, pero los recursos son cada vez más escasos, las medicinas caras y él aúlla de dolor un día tras otro, sin poder costearse una operación que le devolvería la movilidad. Silvina lleva meses pateando la ciudad en busca de un trabajo decente, pero solo consigue unos pocos pesos en míseros empleos. Hasta que el anuncio en un periódico le hace valorar una posibilidad: en Salón Veracruz buscan bailarinas. Caprichos del destino, esa era la afición que antes del accidente compartían ella y su marido.
Tras muchos quebraderos de cabeza deduce que solo podría llegar a fin de mes si acepta «alquilarse» por piezas de danzón. Cada tarde, Silvina se viste de fiesta en casa de una vecina, que actúa como cómplice y cuida del marido cuando ella no está, y baila hasta que los pies no la sostienen en el Salón Veracruz y solo después lo hace descalza, sorteando las colillas que siembran el suelo. Allí conoce a hombres de toda calaña, pero siempre encuentra la sonrisa de un varón maduro que le entrega buenas propinas y la salva de los patanes.
Un día, después de compartir con él sus confidencias, el caballero maduro le confiesa que siente por ella un sentimiento que no puede frenar y le propone algo ventajoso para los dos: está soltero, tiene recursos y quiere mantener relaciones con ella a cambio de un sueldo mensual generosísimo. «Piénselo: dejaría el Salón, los canallas que se propasan con usted, las estrecheces, y podría costear la operación a su marido. Solo por una cita adúltera a la semana». Su primera reacción es salir corriendo y despreciarle. Mas él sigue sus pasos y en plena calle, con firmeza aunque con cariño, le aduce que la vida contiene ingratitudes, pero también en ellas hay provechos. «No malgaste mi oportunidad. Usted endulzaría mi presente, casi convertido en pasado, y yo ilumino su futuro. Hágalo por el hombre a quien ama. Solo le pago por una milésima parte de su afecto».
Silvina se recluye en su hogar los siguientes días, aquejada de un extraño virus; pero en realidad está enferma por debatirse entre guardar su honor o salvar a su marido. Con este mal dañando su cuerpo, pasan semanas sin alivio, y el dinero que les quedaba se agota. Tras una noche imaginando en sueños el futuro que le espera a su esposo si ella sigue enferma, Silvina se recupera casi milagrosamente. Todo porque en su mente ya se ha forjado una decisión: regresará al Salón Veracruz dispuesta a sacrificarse, aceptando la propuesta de su pareja de baile.
Al llegar, la chica del guardarropa llama su atención y le entrega una carta que tiene la rúbrica del hombre maduro. Dentro le pide que se persone en una dirección, donde estará aguardando su llegada. Así lo hace, pero de camino le vuelven a asaltar las dudas y entra en una iglesia. Allí, entre sollozos y culpas, comprende que no puede traicionar a su esposo y juntos deben aceptar el futuro que para ellos determine Dios.
De ese modo resuelve comunicar al varón su resolución, pero cuando llega al lugar citado comprueba que se trata de un despacho de abogados: ese hombre ha fallecido, legándole su fortuna, por tratarse de la mujer más limpia de corazón que haya conocido nunca. Su marido podrá operarse y ambos recuperar la felicidad que un mal día se precipitó desde un tejado.
Silvina le despertaba empatía porque descubría en ella rasgos de su propio carácter. La idea de un amor capaz de exonerar a quien lo siente o la inmolación como camino hacia un bienestar posterior eran emociones que comprendía muy bien.
Para esta filmación, tanto ella como Diego Espejel se habían obcecado en contar con ese prodigio de la luz, cuya agenda estaba tan apretada y sus compromisos cerrados con tal antelación que al oír su «sí» creyeron que se trataba de un milagro. A Gabriel Figueroa, acostumbrado a trabajar como stillman o fotofija antes que operador, sus ángulos le resultaron un lienzo, y probó luces y tiros de cámaras hasta aburrirla. Para Aurora era curioso coincidir en tantas cosas con el productor; a veces, el mismo menú, el color de unas flores o una idea sobre el guion. Tal vez se había contagiado de su criterio, por el hecho de admirarle tanto. No sabía qué pensar. En todo caso, su compañía le hacía mucho bien, más si Pablo le avocaba a sufrir.
Aurora y Pablo se veían en el apartamento de Reforma, pero ella percibía que algo se había roto y no sabía recomponerlo. Se trataba de una infausta intuición, pero estaba ahí. En apariencia se querían, leían diálogos juntos, preparaban la cena; no obstante, en el fondo, no habían vuelto a ser la pareja que hizo el amor hasta perder el horario el último día de 1941. O el postrero de 1942. La rutina devoraba sus momentos como hojas y hojas en una máquina de escribir.
A ratos, Aurora dejaba escurrir algún reproche entre los papeles de Pablo o bajo los cubiertos. Al encontrárselos, él siempre negaba la mayor.
—Las mujeres sois «preocuponas» por naturaleza, como dicen aquí. No me pasa nada —se justificaba él—. ¿Qué ganas tienes de insistir?
—Dime entonces que me quieres y todas esas cosas del principio. Ya no me cuentas lo que significo para ti, o lo que te inspiro.
—Te querré toda mi vida y algunas reencarnaciones más, muñeca.
Su retórica empezaba a ser tan recurrente que Aurora se preguntaba si las frases que le obsequiaba serían propias o una elucubración de sus guiones. Por mucho que él capitulase, ella no espantaba la desoladora idea de que sus afectos andaban descompensados.
Había otro matiz que la inquietaba: una soterrada competencia cuando ella comentaba los halagos que merecían sus progresos, frente a la insistencia poco fructífera de Pablo en su trabajo. Era como si él quisiera ocultar unos celos sobre sus cenas o los personajes a quienes había conocido. De hecho, remataba las discusiones alegando que él también frecuentaba hermosas mujeres y mentes privilegiadas.
—Lagartas hay en todos los sitios —se enfurruñaba Aurora—. Y rogonas un montón. ¡Por mí, haz lo que se te venga en gana!
—Pero si solo me encandilas tú. Júrame que no mirarás a otro hombre y yo no miraré a otra mujer.
En este infantil tira y afloja podían transcurrir horas.
Aurora pasó la Navidad en Puebla, junto a su familia y alejada de Pablo. Hugo estaba especialmente incisivo con sus ausencias y su trabajo.
—No es el mes de rodaje, te pasas la vida en la capital —martilleaba.
—Porque estoy preparándome. No siempre va a ser así.
Asomarse al futuro les daba vértigo a los dos. Y separarse, un dolor imposible. A lo mejor, fabulaba Aurora, su hermano se animaba algún día a mudar su residencia a la capital y podrían estar todos juntos. ¡Allí los críos tendrían tantas posibilidades!
Nada más regresar al D. F., se citó con Edwina en el Sanbors de los azulejos. Frente a unos tamales y unas aguas de limón, devanaron asuntos insustanciales, hasta que soltó la inquietud que le roía desde hacía tiempo.
—Edwina, algo no va bien con Pablo —confidenció Aurora.
—¿El ojo alegre de tu novio? Algunos hombres al cumplir años no se atontan, se apendejan. El tuyo es de esos.
—Necesito quererle sin que duela. Y no sé cómo hacerlo.
—Me da flojera esta plática, niña. Los amores que duelen no merecen ni dos palabras.