63

63

Durante las siguientes semanas, Edwina, liberada de las servidumbres del espionaje, daba vueltas por La Orgía Dorada tan resuelta que parecía más lozana y delgada. A veces la visitaba Noel Cigarroa. Pocas. Otras tomaba un tecito tras almorzar con su nueva amiga. Primero conversaban, después reían, y la Bandida y ella terminaban entonando canciones juntas. De esa y de otra época.

—Chulita, ¿dónde aprendió a cantar? —preguntaba la mujer intrigada—. La creí perdida para esta causa.

—Tan solo de oírla a usted, doña —mentía Edwina.

—Bien se amigaron —mascaba el güero Batillas, quien apenas hablaba, pero cuando lo hacía atinaba tanto como con su pistola.

En esa Puebla que olía a Navidad meses antes de que llegara, Aurora leía y leía hasta que las páginas de un guion se fundían en el siguiente. Entonces, la humilde ranchera decía las frases de la viuda alegre, y en la mezcla de tantas historias no sabía si la protagonista cumplía dieciocho, veintidós o treinta y cinco años.

Hugo vigilaba a hurtadillas a través de la puerta entreabierta de la sala. Algunas veces la veía circunspecta, sumergida en los papeles, y otras declamando los diálogos mientras surcaba el cuarto de norte a sur.

Pronto comprendió la inutilidad de arrancarle la idea de ser actriz. Tampoco podía enclaustrarla bajo mil cerrojos, de modo que terminó pactando con ella la duración de las ausencias.

—Los rodajes no se demoran más de veinte días o un mes —aseguraba—. A la vuelta me tendréis mucho tiempo con vosotros.

—Pero cambiarás —se resistía Hugo—. Serás otra persona envuelta en oropeles y te olvidarás de los tuyos.

Ella, sentada a sus pies como tantas veces, le acariciaba la pierna lesionada, mientras Hugo hundía los dedos en su cabello, cuyo tacto producía en él un efecto curativo. Le costaba creer que fuese la misma mujer que viera en la pantalla; prefería esta fragilidad doméstica a la determinación de esos papeles que habían escrito para ella.

Cuando llegó el 1 de noviembre, Aurora se trasladó a la capital. Viviría en un apartamento alquilado en la avenida de Reforma, al comienzo de Las Lomas; asistiría a clases con el profesor Sano; modularía su voz hasta transformarla en plastilina; acudiría a las pruebas de maquillaje, vestuario, entrevistas, reuniones, audiciones y citas promocionales donde fuese requerida. Todos eran planes trazados de antemano por los estudios.

Pero, además, debía trabajar su fortaleza mental. Por la noche, en la soledad de su apartamento, echaba mucho de menos a Hugo y a los niños. Hablaba con ellos por teléfono largamente, pero no era igual.

En cuanto a Pablo, iba y venía como un bumerán. Salía y entraba de su vida sin aviso y eso la desconcertaba. Cierto que él trataba de justificar sus mil quehaceres, pues se había situado dentro de una ambiciosa espiral donde las inquietudes de Aurora solían quedar soslayadas; pero, en verdad, casi nunca estaba cerca cuando le necesitaba. Por otra parte, el desmedido afán de perfeccionamiento no la ayudaba y se interrogaba continuamente acerca de dónde hallar su talento, en qué lugar podría rastrear la sabiduría para bordar sus personajes, a pesar de las muchas habilidades que exhortara en ella el profesor japonés.

—Salga, observe cómo conversa la gente, cómo aguarda el autobús en cada esquina —le sugirió Seki Sano durante una clase—. Estúdieles sus andares: si apoyan el talón y después la punta, son personalidades fuertes y seguras; en cambio, si alguien camina de puntillas denota inseguridad. Es el lenguaje del cuerpo, aprenda a desentrañarlo y solo entonces lo emulará.

Quizá por ello, los ratos en que salía a la calle con la cara lavada, calzado plano y ropa discreta para fundirse entre la gente representaban sus momentos de libertad. Pero si en esas escapadas Aurora se topaba con un cartel de Color de cielo o una revista que reprodujera su imagen, sentía un escalofrío mezcla de temor y placer que la inmovilizaba.

Aurora, pateando mercados, el Zócalo, la antigua calle Plateros, acechaba a los viandantes y los imitaba en un gesto, en un modo de sentarse o un alzado de cejas. Robaba a otros el alma para hacerla suya.

—No sé qué tanto me agrade que callejee sola —le confesó Diego Espejel al enterarse—. México es inocente en unas cosas y canalla en otras. Cuando los hombres toman trago, se enajenan.

El productor se había convertido en su sombra. Tutelaba su estancia y su adiestramiento. Y a Aurora le complacía sentirle cerca. Cuanto más intimaba con Diego Espejel Briz, más retazos de su hermano hallaba en su personalidad, lo que la ayudaba a no sentirse tan sola.

Una mañana llegó una enorme caja al apartamento, junto a una nota: «La recogeré a las ocho». Aurora imaginaba lo que guardaba dentro. No era la primera vez que Diego la sorprendía así, con propuestas tan decididas que no podía rechazar. Desconfiaba de que estas citas formasen parte de su adoctrinamiento. Según el productor sí: «Debe dejarse ver. El triunfo es un compendio de aptitudes, suerte e impecables relaciones públicas».

Pero su timidez no se llevaba bien con aquel exhibicionismo.

Abrió la caja y en su interior halló un traje de satén blanco. Un guante sinuoso que se fundía con su cuerpo. Al fondo del envoltorio, encontró unos zapatos a juego y un bolso plateado. Antes de que anocheciera, Aurora había enrojecido sus labios y arreglado su melena, tal y como le habían enseñado las maquilladoras de los estudios. Frente al portal aguardaba el Pontiac blanco del productor.

—Iremos al Ciro’s —le anticipó—. Quiero que conozca a algunas personas.

—Ahí van las estrellas —musitó ella.

—Vera, ¿a qué quiere jugar? —El hombre paró el motor del coche y se volvió hacia ella. Estaba tan hermosa que tuvo que retirarse porque sus ojos le turbaron—. No llegará a ningún sitio sin ambición. Y mi estudio no pierde el tiempo si usted no la tiene.

—No quiero que me malinterprete; me gusta actuar, pero todo lo demás es…

—«Todo lo demás» es la industria y forma parte de ella —habló él con rudeza—. ¿Quiere apearse del auto o proseguimos?

Aurora esbozó una tibia sonrisa y miró al frente en señal de asentimiento. No sería la última conversación que mantuvo con el productor en idénticos términos; el miedo estaba ahí. La necesidad de aferrarse a la niña que fue. A sus raíces. A sus afectos.

Nada más descender del vehículo una nube de fotógrafos se abalanzó sobre ella. «¿No es cierto, señorita Velier, que reclamó para sí el protagónico de Doña Bárbara, pero al final le ganó la mano María Félix?», preguntaban los cronistas de ampulosa lengua. «Acaba de llegar Andrea Palma, ¿se van a saludar ustedes o son como Lupe Vélez y Dolores del Río?», decía un gacetillero blandiendo su libreta.

—¿Lo ve? —musitaba Espejel en un tono casi inaudible—. Está compitiendo con las figuras del momento. Para la prensa es una de ellas.

No obstante, le costaba enfrentarse a aquellas lenguas afiladas. Sutilmente arrugó el gesto mientras temblaba su labio superior, y donde Diego Espejel transcribía cierta indecisión, los periodistas lo interpretaban como altivez.

—Andan errados —adujo él—. Isabela Corona culminó sus audiciones y tenía firmado el contrato, pero lo rescindió el propio director. Platíquenle a ella. Nosotros no aconsejamos a la señorita Velier papeles tan raciales.

Espejel iba más lejos en su defensa de lo que hubiera correspondido a cualquier productor. No quería verlo. Tan solo aseguraba que aquella joven estimulaba en él un sentimiento de protección y amparo al que no pretendía buscarle explicación. Mejor, porque descubrir lo que empezaba a crecerle dentro sería muy peligroso.

El Ciro’s era uno de los locales más elitistas de México. Aurora había oído hablar de él muchas veces, en especial a Manuel Fontanals, el diseñador de aquella barra circular cuya fama había dado la vuelta al mundo.

—¡Ah, es grandiosa! —exclamó ella al verla.

—¿Un jaibol o un cóctel? —preguntó Espejel—. ¿Me deja sorprenderla?

No se atrevía a separarse ni un ápice del productor en un ambiente donde la mitad del público flirteaba con el otro medio. Donde las mujeres se desenvolvían con seguridad y los hombres seducían sin pudor.

—Acompáñeme —ordenó él—. Debe saber quién es uno de los pensadores más influyentes de la ciudad.

Espejel le puso entre las manos una copa de Tequila Sunrise. «No tema, no quiero emborracharla. Mójese los labios si no quiere tomar. Pero todo el mundo aquí muestra una sonrisa en la cara y una copa entre las manos».

—Salvador —llamó a un individuo que conversaba animoso en un grupo—. Quiero que conozcas a la nueva estrella de Empire Productions, la señorita Vera Velier.

Quien se dio la vuelta era un hombre de mediana estatura, de aspecto agradable y pelo escrupulosamente engominado. Mostraba una mirada incisiva, de las que se clavan durante horas incluso cuando su dueño ya no está delante. También muy reflexiva.

—Salvador Novo es una mente privilegiada, Vera —aclaró Espejel—. Escritor, dramaturgo, ensayista, guionista.

—Y homosexual, querida. Por si acaso esos ojos suyos me miran con alguna intención, le diré que se olvide de llevarme a la cama —apuntó histriónico—. ¿Tiene usted talento?

—¿Cómo dice? —se sorprendió ella.

—Una cara bonita no sirve para nada. Aquí las hay a patadas, pero son todas unas pendejas. Sáquele el jugo a esa hermosa cabecita y entonces piense en triunfar —cambió de asunto; por su mente cruzaban ideas como coches por las autopistas—. Diego, tienes que venir a casa, he estrenado unos muebles tan lindos… De no ser porque tengo al lado un albergue de tarados que orinan por la ventana sin custodios que los vigilen, sería perfecta. Esta bella señorita también está invitada a mi mansioncita de Coyoacán. ¿Crees que mandaremos soldados al frente como piden los del subcomité americano? Dios quiera que no y el presidente los desoiga, porque como esto truene —e interrumpió de pronto, girando sobre sí mismo—. ¡Mmm, me puede esta música! ¿Saben quién es?

Aurora echó un vistazo hacia donde los músicos hilaban una melodía tras otra. No le resultó familiar quien los dirigía; a continuación Salvador Novo explicó que se trataba de Carlos Chávez, cuyo cuarteto había contribuido a la inauguración del teatro Bellas Artes; pero llevaba un tiempo en Londres alejado de la actualidad capitalina.

—Somos unos infames desmemoriados. Diego, ¿qué tal si conversamos un día sobre mi colaboración en la publicidad de tus películas? El negocio ha cambiado: ahora los artistas deben hacer outdoor advertising, tomar parte de eventos benéficos, ofrecerse al mundo… ¡Oh, mírenla! —profirió, designando al círculo donde alternaba minutos antes. En él, una mujer no le quitaba sus indagadores ojos de encima—. Dolores no soporta que esté con otra belleza que no sea ella. ¡La ha estudiado de arriba abajo al entrar, darling!

Entendió que aludía a Dolores del Río y, para Aurora, su sola mención eran palabras mayores.

—¿Les cuento un chisme? En la visita de los artistas cinematográficos al presidente Ávila Camacho de hace días, «la aristócrata» no quiso mezclarse con sus compañeros. De plano, cuando a uno, cuyo nombre omito, le fue presentada, él dijo: «¿Dolores… del Río? Creo haber oído su nombre, usted canta en la radio, ¿no?». Es lo que tiene ser tan desabrida. No importa, yo la adoro igual.

—¿Y si nos integramos con ella? —sugirió Espejel.

—¡Ni modo! —rechazó Salvador—. Hoy anda un poco febril y ni tullida deja de molestar. María Candelaria la ha dejado agotada; creo que la estrena en enero. Me ha platicado que desechó un traje igual al suyo por considerarlo una pieza menor. ¡Usted la ha puesto celosa y eso me encanta! Hace un par de semanas, ella y Lupez Vélez se tiraron los guantes dentro de un plato de sopa. ¡El pleito de esas dos durará por siempre! Quizá un día le escriba una historia —habló a Aurora; era agotadora su verborrea—, pero cuando deje de tener tanta bondad en su rostro. Me gustan malas. ¡Agrrr! —esgrimió, formando una garra con sus manos frente a ella.

—No haga caso a sus bromas, Vera —matizó Espejel, al verle marchar—. Pero es muy talentoso. ¡Y habitúese a las rencillas de las actrices!

Ella había observado antes ese juicio tan estricto. Como si la desnudaran. Igual que si arrancaran los pellejos de su piel hasta dejarla en los huesos. No se acostumbraba a la envidia, pero debía asumir que el suyo no era de aquellos físicos anodinos que se crecían ante una cámara. Aurora era un espectáculo desde el momento en que despertaba.

A lo largo de la noche saludó a diestro y siniestro; el productor aseguraba que aquella fiesta mundana e intrascendente también formaba parte de su trabajo. Entre las personas que le presentaría Espejel se hallaba un célebre director de fotografía, Gabriel Figueroa; así como un refinado modisto, de cuyas manos brotaban las leyes que indicaban qué podían vestir y qué no las mexicanas que quisieran estar a la última: Armando Valdés Peza. De allí surgió una cita para visitarle en su atelier dos jornadas después.

Mientras retornaban al apartamento, Aurora conjeturó que había muchos «cines»: el ambiente docto y sesudo, al que se había asomado gracias a Pablo; y este otro de mujeres bellísimas, dueñas de un intelecto vacío pero con un egoísmo desmedido, o galanes borrachos de la mañana a la noche. Por desgracia, solo estos últimos interesaban a las revistas.