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Mientras Edwina inventariaba sus recuerdos, la voz de Tobias Leisser fue una estridente banda sonora que le crispaba por momentos.
—¿Quién lo hizo? Di —insistía a gritos—. ¿El estúpido de tu amante o algún comité de orden público?
—¡No sé de quién hablas, pendejo! —soltó ella desquiciada.
—¡De Bertram Fiedler, tu contacto! ¿O también eres olvidadiza en eso? Él no se lo merecía. Era un agente novato sin experiencia, un buen hombre. Pero el general aseguró que sería el idóneo para infundirte confianza.
—Ignoro qué fue de él, lo juro —respondió, descubriendo por fin de quién se trataba el dichoso amigo—. Un día dejé de tener noticias suyas y ya está. No sé más.
No mentía. Si bien hubo participado en la tela de araña en que se convirtió aquella red de espionaje doméstico, desconocía sus entresijos. Ella tan solo deslizó unos nombres ante Eduardo Bayón y el sindicalista asumió el resto. Nunca quiso percatarse de los detalles de sus muertes. Le bastaba el saberse vengada.
—En el barco deduje que te conocía, porque unas nalgas como las tuyas no se olvidan —espetó Leisser—, pero tardé tiempo en recordar el rodaje. El cine nunca me ha interesado, aunque esa mañana acompañé a Bertram. Según él, necesitaba hacerte llegar una información urgente; buscaba datos sobre uno de los nuestros porque, al parecer, lo habían apresado. «Ella es una confidente perfecta —aseguraba—, carente de escrúpulos y capaz de acostarse con cualquiera». Es como si te estuviera viendo: vestías un traje blanco espectacular, comentaba todo el mundo, aunque yo, de espaldas, solo me fijaba en tu trasero.
Edwina le escuchaba con atención, sin dejar de elucubrar su siguiente paso. No se había olvidado de Aurora, pues a cada rato esa escoria humana volvía al ventanal, pero, tras fichar cierta lascivia mientras hablaba, pensó que a lo mejor ella se la podría arrancar de entre sus fijaciones. De repente, se subió el vestido por encima de las ingles.
—¿Las quieres probar? —le provocó, por más que la idea le asqueara.
—¡Hoy no, puta! Tráeme a la de rojo. ¿Acaso pretendes inmolarte por ella?
Su improvisada treta no había servido. Entonces debía ganar tiempo y su cabeza funcionó a mil.
—¿Capaz que si la tomas una vez la dejarás en paz? —preguntó aviesa—. De plano dime que sí y hago que la llamen.
—Vaya, al final venderías a tu propio padre, ¿verdad, Tina de Jarque?
—Esa ha sido mi vocación siempre. Es lo que hacemos los supervivientes.
—¡Hecho, pues! —reconoció él—. Si eres dócil, siempre nos entenderemos.
—Cojo las llaves de un reservado y te me vas largando ahorita mismo. Buscaré el más discreto y la mando allí. Pero cuidado porque es prejuiciosa —apuntó desde su escritorio—. No quiero saber nada después, ¿entendido?
Él sonrió presuntuoso. Analizó la figura de Edwina según abría la gaveta y hacía tintinear unas llaves, hasta elegir la de la habitación idónea. Leisser discurrió que en otra oportunidad gozaría de ella, pero ahora su obsesión se había enrocado en una hembra distinta. Le satisfizo que hubiese entrado en razón; además en un futuro podrían urdir componendas juntos.
Mientras la mano derecha de Edwina zarandeaba los llaveros, la izquierda se había desplazado hasta quitar el seguro de la pistola, tal y como le había adiestrado Noel Cigarroa. Cómo le extrañaba, pero cada vez ostentaba más poder y menos tiempo para ella.
A continuación las llaves campanearon, mientras ella agarraba la pistola. Ambas manos jugando ante el austriaco. El gesto sucedió tan rápido que Leisser no comprendió el engaño visual con el que le estaba manipulando Edwina. Era un burdo truco de magia: dirige la vista hacia donde deseo, para actuar como yo quiero. Mientras Leisser ojeaba la argolla del llavero, la alemana apuntó a su entrepierna y le descerrajó un tiro que le dobló por la mitad. Una vez derribado sobre el suelo, le remató en la frente hasta vaciar el cargador.
—¡Regrésate al infierno y déjame tranquila, maldito demonio! —gritaba ella.
Edwina se llevó las manos al estómago. Entonces respiró con el diafragma, tal y como solía someter la ansiedad antes de salir a escena. Después miró alrededor y reconoció que el despacho parecía el quirófano de un matarife. Camufló la pistola dentro de un cajón y se dirigió al espejo, para valorar si aún podría sumarse a la fiesta. Pero la sangre la delataba. Sus rastros adoptaban forma de diminutas gotas sobre su cutis, de manchurrones entre las mechas de pelo y empapaban el bajo de su vestido. Se desplazó hacia la cristalera en busca de Aurora, pero no distinguió las velas de muselina roja de su traje por ningún sitio. En cambio, sí vio a Pablo Aliaga moverse como pez en el agua hablando, riendo y bebiendo.
Edwina repasaba sus gestos en la distancia, asqueada por la inmundicia que yacía en su despacho, y por el patán que podría arruinar la vida del ser que más quería en este mundo. Arrancaron los acordes de El Cumbanchero animando al reducido público que quedaba en el club. A ella le recordaron el pasado que acababa de liquidar.
Cuando La Orgía Dorada quedó vacía, Edwina salió de su despacho. Lo que había sucedido dentro de él aquella madrugada no lo sabría nadie, más que quienes debían ayudarla a partir de ahora.
Por el acceso trasero del club apareció la figura de una mujer con la cabeza cubierta por un pañuelo, una gabardina y zapato bajo. Edwina anduvo unos pasos hasta parar un coche que la trasladaría a una dirección de la colonia Condesa.
Empezaba a clarear cuando llamó al timbre de una vivienda iluminada aún en su interior. Le abrió la puerta el güero Batillas.
—¿La doña está? —preguntó ella.
—Depende de para qué —contestó el pistolero.
—En qué plática tan desparramada se entretienen ustedes —habló la Bandida saliendo del salón—. ¿Qué se le place? He visto muertas con mejor cara —dijo al verla—. ¡Déjanos, güero!
—Un día me amenazó con…
—¡Entre! —La Bandida cerró, indicándole el acceso a la cocina. En el salón se escuchaban boleros y risas—. Perdone el ruidero, pero vino un «sobrino» con pico de oro y ahí andamos escuchándole.
Al atravesar el recibidor Edwina vio junto al piano de la sala a un hombre con aspecto de pajarraco, flaco en extremo, el pelo engominado, unos ojos entre pícaros y tormentosos, y una cicatriz desgarrando su rostro a la altura de la boca. Era feo sin paliativos. Le rodeaban media docena de mujeres y sentaba en sus rodillas a una joven que le besaba el cuello. Se detuvo un instante porque aquella instantánea emanaba algo difícil de catalogar. En el fondo la imagen de la casi niña con el hombre maduro no era obscena, casi irradiaba ternura e infundía ganas de abrazar a los dos.
—No tiene arreglo el Flaco. —La Bandida pronunció el sobrenombre de Agustín Lara—. Embaraza a la escuincle de Raquel, con solo dieciséis años, y anda trabajándose a María Félix. La sangre joven no obedece.
—¿Ella es Raquel? No posee edad para estar aquí.
—¡Buf! Adviértaselo. Va a quitarse la larva, no quiere andar de encargo sin casarse. Al final Agustín se disgustará, pero él no quiere bodorrios. ¿Vino a chismorrear, mija?
¡Claro que no! Antes de pisar la Casa de la Bandida había reposado mucho la decisión. No podía involucrar a sus limpios contactos con un asunto tan sucio, ni tampoco confiaba en que Noel Cigarroa la librara del muerto.
Entraron en la cocina, hacía frío y a Edwina le costaba prescindir de las prendas de abrigo. En cambio, descubrió su cabeza quitándose el paliacate.
—¿Me eligió ya? —soltó de pronto la Bandida—. Capaz que ahorita sí me crea su amiga y me ruegue ayuda.
—No me lo haga más difícil —respondió ella, mientras trepidaba.
La Bandida acercó una silla y le tomó las manos en un gesto atípico en ella.
—¿De plano qué me quieres decir? ¿Para qué soy buena?
A partir de aquí habría de escuchar en silencio una exposición sucinta de lo que Edwina entendía preciso. Lo demás permanecería oculto, como el resto de su historia. No estaba dispuesta a que nadie en México supiera quién era o que en su día el nombre de Tina de Jarque llenó teatros y periódicos.
—¡Brava! —así se pronunció Graciela Olmos, la Bandida—. Ve con el güero, muéstrale el lugar y al fiambre. Déjale las llaves y olvídate.
—No quiero rastros que me incriminen, Bandida.
—¡Por la Santísima Muerte! Nadie limpia mejor que el güero Batillas.
—Vivía en el Regis, en su cuarto habrá documentación que…
—La escoba del güero entra en muchos rincones —zanjó poniéndose en pie—. ¿Un tecito de toronjil para la tembladera?
Edwina nunca supo dónde fueron a parar los huesos de Tobias Leisser. Con ellos no solo inhumaba a un ser infame y repugnante del que la humanidad se había librado, sino que enterraba su antigua identidad.
Además, y como efecto colateral, el gobernador de Sonora siguió su vida ignorante de lo que un día tramara el agente secreto contra él y su país. Que no era nada menos que promover un golpe de Estado en México e invadir Estados Unidos, escalones necesarios a la hora de ganar la guerra, a juicio de Leisser y sus aliados alemanes y japoneses. Todo quedó sepultado entre las costuras del último traje que vistiera el austriaco.
Al final de la mañana del día 13, y tras cabecear un poco, Edwina llamó al servicio de habitaciones del hotel Imperial pidiendo una peluquera. Llevaba tiempo sin teñirse y por la raíz asomaba Tina de Jarque. Pero había que soterrarla definitivamente para que esa fantasía llamada Edwina Schäfer saliera reforzada. De ese modo se quitó los turbantes y compareció en el club otra vez rubia.
De su pasado sí sobreviviría un nombre: La Orgía Dorada. Implicaba el homenaje a la mejor revista de su historia. Aquella gracias a la que el diario Abc la hubo bautizado la Venus Morena; la que aplaudieron extasiados Alfonso XIII y el general Primo de Rivera. Un guiño malabar que se había permitido retando al destino por ver si alguien era capaz de atar cabos sobre ella; aunque constatando que el único ruin que lo había logrado estaba bajo tierra, se quedó tranquila.
No obstante, había otra persona que hubiese podido identificarla, pero no lo hizo. Pablo Aliaga, el asistente del asistente en Carne de fieras ni siquiera había sospechado de ella la noche anterior. Edwina había temblado cuando Aurora tiraba de él para presentárselo, y el muy patán solo estaba pendiente de que no se le escapara nadie influyente, cuya ayuda pudiera emplear para ascender en su carrera. A Edwina nunca le gustó. Ni en aquel julio de 1936, cuando le observaba moverse ambicioso en el rodaje, ni ahora.
Algo debería urdir para que a esa niña se le quitara la obsesión por él.
—¡Oh, tenía tantas ganas de hablar contigo! —aplaudió Aurora cuando se reunieron en la cafetería del hotel dos días después—. Mira esto.
Sin rodeos, la joven abrió una bolsa de viaje y cogió de ella un bloque de folios encuadernados en pastas azules que tendió a su amiga.
—¡Tengo una maleta llena de guiones! Son historias apasionantes… escritas para mí, Edwina. El señor Espejel pretende convertirme en una estrella.
—Nomás empezaste a caminar y ya quieres echar a correr.
—Por favor, no arruines mi alegría. Necesito compartirla contigo. Hugo me está esperando en el coche con un genio de mil demonios. Vamos a Puebla, pero ya sabe que volveré aquí muy pronto. ¡Solo tú me entiendes!
Nunca sabría cuánto. Jamás se figuraría la empatía que despertaban en ella sus anhelos por alcanzar ese trocito de paraíso que una vez poseyó Edwina. Pero esto la facultaba para anticiparse a la fragilidad del terreno que pisaba.