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Un olor a pollo quemado ascendía por su nariz. La brasa encendida chamuscaba el vello en torno a su boca y ella trató de escabullirse, pero el austriaco aprisionaba su nuca, impidiendo cualquier movimiento. Hasta que Edwina se revolvió con fiereza y logró echarse a un lado.
—¡Tienes un par de huevos, desgraciada! —chilló Leisser—. Más que muchos hombres. Hay que tenerlos para quitarse de encima a alguien, ¿verdad?
—¡Qué sabrá usted, cabrón, de lo que es sobrevivir! —exclamó tosiendo.
—Te diré una cosa: a los demás les habrás engañado, pero a mí no. Lo supe desde el principio. Que escondías algo, embustera.
—¡Cállese! ¿Qué quiere de mí? Le estoy ayudando a conseguir su traición, ¿qué más busca? Váyase al diablo y déjeme en paz.
—No entiendes nada —dijo elevando su cabeza y arrancándole el turbante—. Busco venganza. Resarcir a un amigo al que yo debía lealtad. ¿Le mataste tú o convenciste a tu amante? Al que te cepillaste cuando ya no servía. No te gusta que lo recuerde, ¿verdad, Edwina? O mejor nos quitamos la careta y nos dejamos de mentiras… Tina de Jarque.
Hacía años que no oía aquel nombre. Tres palabras que hicieron crujir las ramas de su esqueleto, hasta que dentro de ella creció un glaciar creado con recuerdos congelados en el tiempo.
Sin orden, atropellados, fueron borboteando en su mente los retazos de una vida: páginas de revistas, aplausos y lisonjas, plumas, lentejuelas, una obra de teatro en su honor. De repente, entre todos ellos, se abrió paso la figura de su padre, el archiconocido clown Tonitoff, mientras sacudía su rapada cabeza y giraba el único mechón de pelo que ella, siendo una niña, jugaba a atrapar al vuelo. Su boca dibujada cual esperpento, con las comisuras hacia abajo, en un gesto de desdén.
Y evocó que una vez, al regresar a su casa con el rostro embadurnado de la pintura con la que se caracterizaba, se desplomó en la silla sin ganas de desmaquillarse. Entonces Tina y su madre eliminaron ese ungüento que se incrustaba en los poros y las arrugas, y se adhería al vello. Mancharon varios trapos antes de borrarlo. Después lavaron su rostro con jabón de sosa, pero, al quedar limpia la piel, se veía aún más pálida que el personaje que interpretaba.
—¿Te sientes bien, Antonio? —interrogó la madre de Tina.
—No —balbuceó el payaso antes de perder el conocimiento.
Nunca se llegó a recuperar del todo, sin embargo, perseveró en la mayor de las pantomimas para que nadie especulara sobre su miseria. El mejor payaso del mundo había enseñado a su hija a enmascarar la amargura y ella ratificó diestramente su precepto. Cuando la tuberculosis minaba su salud, él aparecía sin quejas en la pista, hasta que un día concluyó la mejor de sus funciones, sobre la arena del circo Tívoli, vomitando cuajos de sangre. El padre de Tina murió en noviembre de 1915.
A partir de entonces el olvido soterró a Tonitoff, quien un tiempo antes se había ocupado de la formación de su hija en Alemania. Por eso le fue fácil a Tina crear la idiosincrasia de Edwina. Solo tuvo que buscar dentro de ella y reutilizar los mimbres que atesorara en su infancia.
—¿Quieres responderme, guarra? O te arranco la confesión a golpes. ¿Quién mató a mi amigo? ¿Quién decidió que terminara en una cuneta con la tripa cosida a balazos?
Aurora buscaba a Edwina por el club, pero nadie sabía informarle acerca de ella. Parecía que se había volatilizado.
—Está muy hermosa y la elección del traje es adecuada —le había confesado Diego Espejel—. Pero tan importante es llegar como marcharse a tiempo. En mi opinión, debe retirarse ya.
Como si fuera una orden, se dispuso a marcharse, por eso le contrarió no hallar a su amiga. Edwina se comportaba de un modo extraño y esta desaparición lo corroboraba; aunque ella especuló que todavía censuraba su escarceo en el cine, lo que le hacía sentirse culpable.
—Nos vamos, ¿te parece? —susurró al oído de Pablo.
—¿Tan pronto? —se quejó él—. Hay gente interesantísima a la que aún no he saludado. ¿No te puede acompañar el productor?
—Sí, claro —asintió aturdida.
De camino al hotel guardó silencio y Diego Espejel también estuvo callado. Por una parte, le hubiese complacido escuchar no tanto el halago como esa propuesta que no llegaba nunca, y a la que daba ya por perdida. Le parecía extraño que, si todo el mundo alababa su trabajo, el productor no solo no se prodigara en elogios, sino que no deseara seguir avanzando en su carrera. A lo mejor el destino obraba así por su bien. También pensó en Pablo. Le habría encantado que se hubiese escabullido de La Orgía Dorada y se colara en su cuarto hasta saborearla entera. Su hermano dormía puerta con puerta, pero no tenía por qué oírles. Cuando bailaron juntos alguna pieza, al sentir cerca su pelvis, se había estremecido. Añoraba su boca. Esa lengua enredando la suya hasta cortarle el aliento.
Al llegar al hotel Reforma, Diego Espejel Briz tomó los ramos que habían obsequiado a la joven estrella y se ofreció a acompañarla a la habitación. Aquel hombre le inspiraba un respeto casi reverencial, por eso no se atrevía a preguntar lo que hilvanaba en su cabeza. También le turbaba estar a solas con él. Y esto último no lo interpretaba bien.
—No tenía que haberse molestado —agradeció ella girando la manija de la puerta—. Quería…, yo quería… darle las gracias.
Aurora se plantó en el umbral de la puerta, sosteniéndole la mirada. A lo mejor debía pedir lo que por propia iniciativa no ofrecía. «Me gustaría saber si va a contar conmigo en otra película», «Señor Espejel, sería mi deseo continuar en sus estudios»…, daba vueltas a frases como estas cuando él la interrumpió y rompió cualquier atisbo de osadía por su parte.
—Debería entrar, Vera. No es oportuno para una señorita estar en los pasillos a estas horas. ¿Permite que le deposite las flores en agua?
—¡Oh! Claro —tartamudeó ella.
Aurora accionó el contacto de la luz. Ahí los descubrió. Diseminados por encima de la colcha y cada uno atado con una cinta azul. Se acercó a la cama y con voz temblorosa repasó sus títulos: Antes que tú, nada. Desde el amanecer. Salón Veracruz. Perdición. Ceguera de amor. La hacienda del fin del mundo. Eran guiones cinematográficos, tantos que ni en los días de una semana junto a sus noches habría sido capaz de leerlos.
—Tómese su tiempo para valorarlos —apuntó Espejel—. Están a su disposición, si acepta ser mi estrella. Que sueñe bonito, señorita Velier.
Y desapareció cerrando tras de sí la puerta.
Esta identidad que Tobias Leisser se empeñaba en airear se urdía con dolor y traiciones. Tan solo pensar en ella, en Tina de Jarque, la desgarraba; por eso Edwina no dedicaba demasiado tiempo a machacarse con los dramas de su vida. Rastreaba rápidas y eficaces soluciones y seguía adelante.
Así le hubo sucedido con aquel asesinato que le fue creciendo dentro como una tenia. A veces, cuando durante el mes de octubre de 1936 Eduardo Bayón —el malherido delegado de la CNT, que la retuvo en su domicilio y terminó en su cama— volvía del trabajo y alardeaba ufano de su estraperlo, ella se sermoneaba, en silencio, que con esa pierna quebrada no llegarían a ningún sitio. Mientras él barruntaba un destino feliz juntos, Tina temía que cualquier miliciano, en un control de los muchos que habrían de toparse durante su fuga, reconociera al «sindicalista cojo» y a partir de ahí ambos carecerían de escapatoria.
En otras ocasiones lograba espantar la mala idea y entonces hacían el amor, acobardando a los temores. Hasta que un día su reconcome pudo más.
La decisión ineludible de desaparecer en solitario le reventó delante de sus narices una semana antes de la fecha que habían consensuado entre los dos. Para huir limpiamente, Tina no podía dejar un rastro tras de sí y abandonar vivo a Bayón lo suponía. Por otra parte, se hacía imposible trasladar por su cuenta aquellos cebados baúles, de modo que sería preciso proseguir con el engaño y sostener la creencia de que escaparían a la par.
Aquellos baúles que surcaron el Atlántico, además de las joyas y los objetos espoliados por el cenetista, incluían los trajes más valiosos de los espectáculos de Tina de Jarque. Eran una segunda piel y ella se había negado a inmolarlos en su evasión. En su mayoría continuaban conservados como el día en que fueron guardados; pero unos pocos habían sido exhibidos por sus putas en algunas de sus bacanales.
Durante el ocaso de una tarde otoñal, después de una actuación en la obra A batacazo limpio, Tina dejó a su espalda el teatro Fuencarral y caminó un trecho hasta un ciego callejón cercano. Allí se plantó ante una cochera. Tenía el cierre echado, pero conocía el lugar y su clandestino uso, así que golpeó los nudillos contra la persiana metálica. En segundos estaba frente a una mesa, iluminada por el único reflejo de un flexo sobre ella.
Los hombres que se sentaban alrededor no se levantaron cortésmente, pero sí voltearon su abanico de cartas sobre el tapete. No ocultaron la molestia por que su presencia les interrumpiese el juego. Solo uno se puso en pie. El único jugador que sabía qué buscaba Tina: quería cobrarse una deuda.
—¿No te parece un precio demasiado elevado por el desliz en tu camerino? —preguntó tras escucharla en un aparte—. Además, bien lo disfrutaste.
Era tal su repulsa al tramitar esta exigencia que ni respondió. Solo incrustó en él las pupilas de esos ojos ahumados que desarbolaban a los varones y el jugador asumió que debería urdir un plan de inmediato, para quedar en paz con la artista.
Horas después, uno de los secuaces del granuja omnipotente al que no se le escapaba nada en el submundo madrileño abordó a Tina en plena calle y le entregó sus instrucciones manuscritas en una nota. «En fecha convenida abandona Madrid, siguiendo el curso de la Castellana hacia los Altos del Hipódromo. Antes de llegar pídele que se desvíe a la izquierda. En una esquina hay una pequeña iglesia de jesuitas siempre abierta. Dile que quieres rezar. No eres religiosa, pero una actriz debe ser creíble hasta en la más vil de las mentiras. Permanece allí y no mires hasta que no vayamos a tu encuentro. Es mejor. Tendrás un coche esperándote».
Siguió al dedillo las indicaciones.
—Estás muy callada —constató su amante, tras cumplir su deseo de dirigirse al templo de jesuitas—. Y encima te da por perder el tiempo en rezar. No hay quien os entienda a las mujeres; haces conmigo lo que quieres.
Ella le había observado de perfil, mientras él se concentraba en estacionar con dificultad aquel coche atestado de equipaje donde pretendían huir, y apretó las lágrimas en la garganta.
—Dame un beso, anda —pidió Tina antes de bajarse.
—¿Delante de la iglesia, niña? ¡Hay que joderse! Seré rojo, pero tengo un respeto.
A vuela pluma besó sus labios. Fue el último recuerdo de él.
Dentro de la iglesia no pudo resistirse a mirar a través de un ventanuco. Todo lo que se desencadenó a raíz de su desaparición del coche resultaría tan espeluznante que al rememorarlo le volvían las náuseas.
Una hilera de vehículos, aparentemente aparcados y vacíos, encendieron las luces y maniobraron hasta taponar cualquier escapatoria al sindicalista. De inmediato él echó mano a la llave de contacto, pero tres individuos golpearon con una estaca el cristal delantero. A continuación una ráfaga de disparos hizo añicos la luna trasera, impactando en el torso de Eduardo Bayón hasta desangrarlo.
A la artista se le doblaron las piernas y ni la pila de agua bendita que tenía a su alcance fue sustento para no irse al suelo. Sobre las losas heladas lloró la muerte de un amor como no habría otro igual. Convencida no solo de que ese hombre la había querido como ninguno, sino que una historia del calibre de la suya no podrían recogerla más que los boleros.
De repente oyó unos quejidos y a duras penas se enderezó.
Se asomó de nuevo y vio otra escena dantesca: una mujer era arrastrada por varios hombres, pero su resistencia parecía tan sólida que, en el intento de desembarazarse de ellos, había perdido las medias, además del calzado. Ocultaban sus ojos bajo un pañuelo y le tapaban la boca. Pero en cuanto ella lograba liberarse lo más mínimo, mordía sus manos, demostrando un instinto de supervivencia sobrehumano.
Uno de los canallas, hastiado de tanta rebeldía, blandió la estaca contra su espalda hasta baldarla. Al menos otro tuvo la piedad de apretar el gatillo y volarle el rostro, para dejarlo irreconocible. Finalmente, la situaron junto al cadáver de Eduardo Bayón en el asiento contiguo.
El jugador de póquer conocido como J. encontró a Tina arrodillada sobre un banco. Implorando su perdón con inéditas oraciones a un Cristo en el que no creía.
—Fuera hay un coche para llevarte a la frontera —dijo—. Cómo te las apañes es tu problema. Entre tú y yo, ya no hay débitos.
Entonces, en aquella capilla se juró que nadie conocería esta aberración. Ni siquiera un detalle de su viaje hacia Portugal, con el pasaporte que se hubo agenciado su padre cuando ella estudiaba en Alemania. Al que solo había tenido que modificar un nombre y ante el que sus sobornos harían la vista gorda de surgir algún impedimento.
Tina levantó la vista. Sería mejor que la matase y así se ahorraría el infierno de vivir con las funestas consecuencias del horror que había suscrito. Por el contrario, el jugador acarició su cabeza compasivo.
—Mucho miedo debes de tener para apadrinar esta masacre, pero más me daría a mí su condena. Yo ajusticio por dinero; no concibo matar a quien se ama. ¡Que Dios te proteja, Tina de Jarque!