60
El 12 de septiembre siempre refrescaba en la capital. La distinguida estola de armiño, procurada por las modistas, donde Aurora hundía sus manos, no era capaz de templar el frío.
—¿Nerviosa? —preguntó Hugo, sentado a su izquierda en la limusina.
—Es peor que eso. Creo que se me va a parar el corazón.
—En cuanto te envuelvan los focos te entrarán sudores —añadió Pablo desde el asiento delantero.
Resultaba un milagro tenerlos juntos, más aún que el logro de protagonizar todo aquel espectáculo que se había urdido a su alrededor. Hugo se había resistido a acompañarla. «No es mi mundo. No me agrada. Me sentiré torpe con la prótesis. No quiero ser un estorbo para ti», pero cuando le miró vio un atisbo de debilidad, suficiente como para insistir.
A finales de agosto había recibido una llamada telefónica de Diego Espejel informándole del estreno, y la noticia ahuyentó sus suspicacias hacia Pablo. Le quería a su lado. No importaba qué había sucedido en ese tiempo en que le sintió tan ausente. Se resistía a saberlo.
Y ahora los dos hombres de su vida arropaban el tránsito de Aurora a Vera. Algo dentro de ella le dictaba que este cambio era irreversible.
El estreno tenía lugar en el cine Balmori, una sala de decoración porfiriana y 1878 asientos, situado en una calle estrecha, cuyo tráfico era criminal. Durante la demora en llegar, Aurora inventarió lo que había sucedido hasta entonces: el hotel Reforma; la habitación del piso duodécimo, desde la que divisaba los confines de México, atestada de trajes y complementos; la cara anonadada de su hermano; ella cosiéndose a su brazo en un mensaje claro —«Esto es una treta, lo único cierto somos tú y yo».
La agenda que debía respetar si no quería incurrir en fatales retrasos, según le conminó el joven de acento americano, aterrizado de la mismísima MGM, porque en su país la guerra decomisaba el talento. Hebras de salmón ahumado tragado a trompicones en el restaurante Reina Maya. Las rosas de Edwina, diciendo «Allí estaré». No podía ser de otro modo. Hacía tiempo que no se veían y la extrañaba. ¡Además, por fin conocería a Pablo!
Gasas, guipures, organzas, crepes, tules, preciosos vestidos de shantung, vual o tisú, arrastrándose por el suelo, colgando igual que esculturas de las barras del closet. Mil cosméticos sobre una piel empalidecida, responsables de agrandar sus ojos o encender sus labios y mejillas. Manos componiendo a Vera Velier.
Por fin había llegado el día. Aurora se sentía prisionera dentro de un cuerpo que le costaba reconocer.
En cuanto descendió al hall del hotel, junto a Hugo vestido de esmoquin, descubrió a Pablo con igual atuendo y se estremeció. Nunca le había visto tan atractivo. Parecía uno de los galanes de Color de cielo.
Él y su hermano aparentaron saludarse afablemente, pero ella notó la lejanía. Se trataba de dos hombres unidos por un escenario hostil. No quiso darle importancia. Esa noche no habría reproches.
—¡Es la hora, preciosa! —anunció Pablo, y ella tuvo que agitar la cabeza para tornar a la realidad—. ¿Quién de los dos la acompaña, Hugo?
No era inocua la pregunta. Sin embargo, alguien decidió por ellos abriendo la puerta del señorial Cadillac Fleetwood y ofreciéndole su brazo.
—Adelante, Vera —habló Diego Espejel—. Cuando guste.
Hay momentos de los que se recuerda el mínimo detalle y otros, donde todo sucede tan rápido que solo quedan sus hilvanes. Esa noche fue una perversa mezcla de ambos.
Tan pronto rememoraba una nebulosa de caras y voces —«¿Viste de quién se trata?». «Una nueva estrella, no sé qué tan buena actriz será; pero sí es bien relinda»— entre los flashes, como detallaba pormenores de forma obsesiva: un bordón de la tapicería del palco; los tumbos de su estómago, al no reconocerse en el rostro de la pantalla; el enganchón en una de las capas de muselina del vestido.
El estreno de Color de cielo fue un éxito. Así lo valoró, tras el continuado aplauso final. También gracias a unos cronistas, normalmente aburridos de premieres anodinas, que azuzaban a sus fotógrafos para conseguir su última instantánea. O por las felicitaciones no de los palmeros de un trabajo que se prestaba a ello, sino de aquellos cuya obligación era la crítica. Ella no creía poseer un especial talento, pero reconocía la habilidad del profesor Seki Sano dando caza a lo poco que tuviera.
Recibió elogios de los suyos, por supuesto. Y un abrazo eterno de Edwina, a quien encontró rara. Se había cubierto el cabello con un bandó y llevaba un extraño maquillaje que, en realidad, no le favorecía. Ni siquiera parecía ella. Estaba más delgada y tenía los ojos hundidos.
—Ando gandula para arreglarme —explicó, pues Aurora trataba de sondear qué le sucedía—. ¡Que el hocico se me haga chicharrón si no estás mañana otra vez filmando, niña! Buena la hiciste.
Ella no quiso incidir más. Estaba deseosa de que se produjera el encuentro con Pablo; fue en su busca y le arrastró hacia un rincón en el vestíbulo del cine.
—Si le haces llorar nomás una lágrima, te arranco el pellejo a cuerazos —le saludó la alemana—. Y después pisotearía tu cadáver.
A Pablo le divirtió su hiriente desparpajo. Aurora le había hablado tanto de Edwina que creyó frecuentarla desde siempre; aunque había algo opaco en ella, como si encubriera una parte de sí misma. Trató de observarla y aventuró que debía de haber sido guapa, una de esas teutonas de armas tomar. Desde luego, tenía algo familiar, pero adujo que se debería a la influencia de los juicios de Aurora. Casi no hablaron, porque enseguida se fue disolviendo el público camino de los cabarés y las salas de fiestas; además Edwina estaba inquieta porque el cóctel del estreno se celebraría en La Orgía Dorada, tras haber ganado la partida a locales de prestigio como el Ciro’s o el Tap Room. Esa noche sus meretrices tenían la noche libre.
Cuando pisó la pista de La Orgía Dorada sonaban los acordes de un swing interpretado por una de las orquestas de moda, la de Everett Hoagland.
Uno y dos. Tres y cuatro. Hasta cumplir sus ocho tiempos, girando eufórica como una peonza encarnada. Aurora se hubiera reconocido una mujer feliz, pero también temerosa de que, una vez apurada la velada, el cuento de la Cenicienta se esfumara.
Hugo no había querido acompañarla a la fiesta. Dentro del coche le confesó cierto malestar en la pierna, junto a su deseo de regresar al hotel. En verdad lo que le lastimaba era tener que compartirla con los demás, en un ambiente donde él se sentía un ser mermado. Pero no había dejado de contemplarla, dentro y fuera de la película, y rebosaba orgullo. Aurora no quiso insistir y besó a su hermano en las mejillas, entre los dedos de sus manos, antes de pisar el asfalto de la avenida Juárez.
En el interior de la sala se encontraba ya Pablo, que saludaba como si fuese el anfitrión. El joven aprovechaba la mínima ocasión para adjudicarse el descubrimiento de Vera Velier: que si suyas eran sus primeras fotografías, que si trabajaba en el borrador de una historia para la nueva estrella por la que rivalizaban los estudios. Que si no había otro hombre en su mente ni otra boca capaz de tumbar sus resistencias. No perdería una oportunidad de promocionarse con quien debiera.
—¿Qué hace aquí? Está enmugrando mi local —escupió Edwina, mortificada al identificar a Tobias Leisser entre los asistentes—. Es una fiesta privada.
—¡Muérdase la lengua! Hago lo que se me viene en gana.
—Lárguese o le corre mi gente.
—Schhh. No estoy satisfecho de su trabajo, Fräulen Schäfer —replicó—. En cambio, sus putas me gustan. ¿Ve la del vestido rojo? —señalando a Aurora—. La quiero probar.
—Usted y yo siempre nos hemos entendido —trató Edwina de atemperarle.
Se hallaban en su despacho, después de haberse escabullido sin llamar la atención. Tenía que quitarle esa abominable idea de la cabeza. Por su parte, Leisser no se apartaba de la cristalera, oteando una pista donde Aurora bailaba sin descanso.
—No ha logrado nada con el mexicano —rumió él—. ¿De qué sirve que sea gobernador si no se suma a nuestro plan?
—Le avisé de que se trata de un hombre insobornable.
—No le ofrecerá lo bastante, todos tenemos un precio. Míreme a mí: hoy me calmaré si me trae a la del traje púrpura. Eso vale mi silencio.
—Le tocó la de malas: no es una furcia —protestó ella.
—Mejor, así la entrenamos.
—¡Ella no! —gritó enfurecida.
Leisser propinó un puñetazo a la pared. Después se abalanzó sobre ella y la agarró por el cuello.
—¡Esa palabra no la entiendo! —dijo escupiéndole en la cara—. El «no» no existe para mí. ¿Qué pasa, es tu amiguita? Puta igual que las demás.
Aflojó la tensión hasta soltarla y se puso a buscar un pitillo en los bolsillos.
—No me vengas con prejuicios: si sacrificaste una vez, puedes hacerlo otra.
—No sé de qué tanto habla —balbuceó ella tosiendo.
—No me minusvalores, zorrita. ¿O necesitas que te refresque la memoria? —El agente le echó el humo a la cara acercándole la colilla encendida a la boca—. ¿Prefieres probarla o largar tu historia? Elige.
Edwina se abatió sobre el sofá. No quería hablar de «aquello». Mencionarlo implicaba espolvorear sal en una herida abierta.