6
Lisboa, Portugal. 5 de octubre de 1936
Portugal los recibió con un sol plomizo, embozado entre nubes otoñales y bruma. Berta le había aclarado que los españoles solían afincarse en Estoril, pero, puesto que durante su estancia rehusaban participar en la vida social, habían preferido un discreto hotel del Barrio Alto: el Magestic.
De hecho, contaban con un plazo para irse. El mar invernal, intempestivo y traidor, en adelante dificultaría cualquier trayecto transatlántico. Por tanto, la prioridad de Hugo era localizar un buque a cuyo pasaje sumarse, para lo que todas las mañanas visitaba la Casa Pinto Basto. Mientras tanto, Aurora, bien sola o escoltada por los niños, descubría la ciudad como quien se asoma a una realidad onírica.
A diario subía y bajaba de los tranvías amarillos que serpenteaban el barrio de la Morería o Alfama. Con los pequeños se solazaba entre las piedras del castillo de San Jorge y los parterres del Jardim da Estrela, donde una banda endulzaba el café a los lisboetas. Más de un atardecer pateó el empedrado de callejuelas empinadas que cercaban el hotel, mientras oía salir de los portales aquellas voces melancólicas de los fados.
Cómo le sedujo Lisboa. Nunca había imaginado un lugar en el que la gente cantara no de alegría, sino imbuida en la tristeza. E interpretó que ese sitio poseía algo turbio que lo hermanaba a su alma.
Abducida por el hechizo lisboeta, a veces trataba de que Berta compartiera sus descubrimientos y la acompañara. Pero ella no quería moverse del hotel.
—¿Querrías quedarte hoy conmigo? —rogó Berta a Aurora un mediodía.
La había sorprendido a punto de marcharse, recién puestos el abrigo azul y el borsalino a juego que Berta le había regalado antes de iniciar el viaje.
—Claro —aceptó despojándose de las prendas al instante—. Debe de aburrirse mucho entre estas cuatro paredes.
—Me siento abatida —la rectificó—. Que es distinto.
Aurora la miraba sin acabar de entender.
—De ahora en adelante, voy a necesitarte más que nunca —dijo Berta—. Los niños se perderán el curso y… —dirigió su mano a la boca del estómago, aplacando algún dolor; tragó saliva e inspiró con hondura—. Perdón, a veces me sobreviene una náusea difícil de contener.
—¿Como aquel día en Madrid?
—Igual —asintió—. Estoy embarazada y mis gestaciones son una cruz.
—¡Pero eso es fantástico! —exclamó Aurora palmeando de alegría.
¿Por qué no lo había deducido antes? Sus síntomas hubieran sido explícitos con solo pararse a analizarlos. Sin embargo, y como disculpa, Aurora pensó que había tenido muchas distracciones desde que llegaron a Lisboa.
—Lo sería si me encontrara mejor. Si mi salud…
La charla se interrumpió abruptamente porque la puerta se abrió de golpe y Hugo entró en el cuarto eufórico.
—¡Los tenemos, ya los he conseguido! —gritaba blandiendo en su mano los pasajes—. Es un transatlántico francés que realiza el trayecto a Nueva York. Pero en esta ocasión cambiará su ruta para desembarcar antes en Veracruz. ¡Nos vamos a México, amor mío!
—¿Cuándo? —quiso saber Berta. Llamaba la atención su poco entusiasmo.
—Atracará el día 7 y partiremos el 9 —le informó su marido.
—¿Sabes cuánto tiempo llevo aquí encerrada, Hugo?
—¿Dos semanas? —apuntó él, sin entender la importancia de eso.
—Casi un mes.
Tres palabras escapadas en un hilo de voz, mientras utilizaba el cabecero del tresillo para erguirse con sumo esfuerzo. De pronto, la mujer elegante y sumamente atractiva se había vuelto una anciana.
Aurora sospechó que su presencia sobraba. Que lo que debía ser un instante de alegría se había empañado, dejando su hueco a otro más íntimo donde, quizá, asomaran los reproches.
Hugo tomó del brazo a su mujer y, al hacerlo, le asoló el miedo. Peor, un pánico atroz.
—A ti te sucede algo malo —aseveró—. Esto no es un simple embarazo. Ahora mismo llamamos a…
No pudo terminar la frase. Berta sufrió un desvanecimiento, resbaló entre sus brazos y se desplomó en el suelo.
La clínica Santa María estaba a escasas manzanas del hotel. Era un recinto luminoso de habitaciones caldeadas y pasillos cargados de plantas.
—Su esposa padece una anemia perniciosa —diagnosticó un médico de aquel sanatorio—. Necesita una transfusión urgente o su vida corre serio peligro.
Los gritos de desesperación de Hugo arañaron las paredes.
—Haremos lo posible por salvar también al bebé —le calmó el galeno.
—¡No lo quiero! —vociferó él enloquecido—. Sacrifíquenlo si le causa algún daño. ¡Les ruego, les ordeno que salven a mi esposa!
El facultativo se contrarió; no era habitual tratar a hombres tan impetuosos y descreídos. Cualquiera hubiera aceptado el designio del Señor, si la voluntad divina dejaba sobrevivir al niño en lugar de a la madre. Pero el español proclamaba un amor enfermizo hacia su mujer.
—Tranquilo, vivirán los dos. Confíe en nosotros.
Entrada la tarde, el mismo doctor le informó que habían tenido que realizar varias transfusiones a Berta.
—Una embarazada suele padecer anemia, pero lo de ella era un suicidio —le advirtió—. ¿Acaso no había notado nada antes?
Hugo se sintió culpable por no haberle prestado más atención. Había estado tan obcecado con llegar a México que no había reparado en nada más.
—¿Puedo verla? —preguntó anhelante.
—Breves minutos —consintió el doctor—. Tiene que permanecer ingresada lo que resta de semana y cambiar su alimentación. Mucho hierro. A partir de ahora debe ingerir un filete de hígado diario.
Todo eso estaba muy bien —hasta un caballo entero podría comerse—, pero él necesitaba abrazarla. De repente le arrolló la inminencia del viaje.
—Embarcamos el 9 de noviembre —dijo Hugo—. ¿Será posible?
—Calma, llegará a tiempo —aseguró el médico cotejando los datos de los documentos de ingreso—. Saldrá de aquí como nueva.
La habitación tenía las cortinas echadas, una luz tenue y el olor dulzón de la sangre. Hugo se abalanzó sobre Berta. Mesó su cabello y besó los mullidos labios, con rabia y hambre. Su boca era el único refugio del que no deseaba moverse ni un milímetro. «Ya ha pasado, amor mío —repetía él sin cesar—. Esto va a terminar en unos días».
Estaba asustado. Se negaba a afrontar el drama de su enfermedad y prefería encarar el ingreso en el sanatorio como un hecho anecdótico. A Berta no. A ella nunca podría sucederle nada, sin embargo, el miedo le atenazaba como otras veces. Esa terrible inseguridad de extraviar a su columna vertebral.
—Duerme, amor. Yo también voy a tratar de hacerlo —se despidió. Y salió hacia el hotel entre sollozos.
De pronto comenzaron a bullir en su cabeza las dudas: ¿Habrían hecho bien al tomar la decisión de evadirse? Sí, atesoraba un pasaporte mexicano en su bolsillo, pero ese país no dejaba de ser un sucedáneo de patria. A lo mejor debía buscarla no en lo material de un trozo de tierra, sino en los afectos que mallaban entre sí las personas. Contemplado así, Berta y sus hijos eran lo único que necesitaba para enraizar en cualquier sitio.
Mientras tanto Aurora había dedicado aquellas eternas horas a cuidar de los niños, esforzándose en apartar cualquier pensamiento negativo, pero ni siquiera las palabras de Hugo explicándole las previsiones optimistas de los médicos lograron aplacar su ansiedad, así que cuando hubo acostado a los pequeños salió a la calle. No importaba a dónde ir, solo quería andar.
¿Qué sería de ella si Berta no regresaba?
Se sentía desamparada. Como cuando tuvo que abandonar por la fuerza, siete años atrás, el torreón de Casa Gialla. Entonces había contado con su presencia cerca, en esa mezcla de firmeza y cariño que caracterizaba el trato que Berta le había dispensado siempre. Pero ahora, la mujer que había acreditado la habilidad suficiente para desatar sus laberintos se revelaba cautiva de sus propias dificultades.
Un temporal azotaba las gavias de los veleros. Aurora las oía agitarse a lo lejos según sumaba pasos y pasos, hasta que le dolieron las pantorrillas del frío. Hasta convencerse de que la única garante de su vida era ella misma.
En los días siguientes una llovizna fue calando los cimientos de Lisboa y la humedad se hizo insoportable. Por suerte, Berta se repuso bastante y volvió al hotel, transformada en la mujer organizadora y resolutiva de siempre.
—«Barbárie vermelha» —releyó Hugo en El Diario de Lisboa. El periódico, en el artículo, apelaba a la ideología desde las trincheras periodísticas—. Así califican el rastro dejado por la República. Dicen que ayer el gobierno en pleno marchó a Valencia.
—¿Para qué? —preguntó Berta distraída, repasando las maletas.
—Huyen porque Madrid está a punto de ser liberada por los franquistas.
—O condenada. La historia se cuenta según quien la escriba. Ellos tienen la consigna de decir que Rusia trata de invadir España y otros, la de creérselo. ¿Estás seguro de marcharnos? A lo mejor ya no es preciso.
—¿Y tú? —dijo Hugo apartando el diario y abrazando a su mujer.
Entonces sus hijos, pletóricos, irrumpieron en la habitación.
—¡Lo hemos visto! —anunció el mayor—. ¡Como una ciudad entera!
—¡Es enorme! —añadió Aurora, desplomándose sobre la alfombra—. Más que en las fotos o en el cine. Ni levantando la cabeza se ve dónde termina.
El 9 de noviembre, el cielo recibió la consigna de aplacarse y paró la lluvia.
La bocana principal del puerto hervía entre carreras de última hora y apreturas de porteadores y viajeros que admiraban un espectáculo colosal.
Todo lo imaginable. El propio universo reducido a un gigante de hierro con tres humeantes chimeneas, donde hubiera cabido una torre de apartamentos completa. Era el Île de France.