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Tobias Leisser entró en la recepción del Regis según amanecía, con un aspecto lamentable. Hubiera rebanado el pescuezo a aquel malnacido de chófer que le había condenado a su suerte en mitad de un pedregal.

Pidió un temprano desayuno al servicio de habitaciones y, tras asearse, inició una carta de cuyo destino final responsabilizaría al jefe de recepción.

—Debo emprender un viaje de negocios que me ocupará unas semanas —sentenció—. Por ello le encomiendo que envíen esta misiva. Se trata de un asunto de gran trascendencia y le hago garante si hubiera alguna incidencia. ¿Ha entendido?

El trabajador comprendió con meridiana claridad. Leisser puso rumbo a la estación de Buenavista, no lejos de donde había tratado de comprar placer la noche anterior. De ella a Sinaloa, Sonora y Baja California. Allí debía sumar adeptos a su sediciosa causa.

Su periplo le llevó a un territorio inhóspito y abrasador, que hubo de regar afanosamente con citas secretas, sobornos y planes subversivos. Su estancia en los yermos territorios cercanos a la frontera americana dio sus frutos y encontró el apoyo preciso para ese plan con el que nazis y japoneses se frotaban las manos. Del viaje trajo incluso un nombre.

El 7 de junio ya estaba de vuelta en el hotel Regis.

Ahora, el austriaco debía afanarse en determinar dónde podría quebrarse la voluntad de ese mexicano al que tenía que corromper. No sospechaba lo allanado que el destino le había dejado el camino.

—Acomodamos su correspondencia sobre el escritorio, Herr Leisser —señaló el trabajador de la recepción. A él le faltó tiempo para subirse al ascensor.

En el mueble reposaban unas cartas de contenido profesional. Y un sobre remitido desde España. Discriminando a los demás, calibró su abultamiento y dedujo que contendría nutrida información. Entonces la desparramó sobre la cama.

Esto fue lo que encontró: media docena de fotografías, recortes de prensa en fechas y publicaciones diversas, una copia de un informe rubricado por el servicio de inteligencia militar de la extinta República y el consiguiente dosier compendiado, mecanografiado y con algunos párrafos reseñados mediante lápices de colores por su minucioso contacto.

Cierto que se precisaba tiempo para desglosar toda la documentación, pero cualquiera de las imágenes hablaba mejor que los miles de palabras cabidas en los folios. Leisser acarició las fotografías, leyendo por encima las notas. A veces reía. Otras farfullaba cosas ininteligibles, mezclando los idiomas que sabía, hasta que la noche envolvió de sombras el cuarto y resolvió darse una ducha.

Nada más entrar en La Orgía Dorada se comportó de un modo que atrajera la atención de su dueña. Y la abordó cuando se quedó sola.

Wie habe ich auf diesen Moment gewartet[14]! susurró junto a su oído.

La alemana dio un salto y se distanció de él. Miraba a aquel hombre y no lograba discernir el lugar en que hubieron coincidido antes. Fuera donde fuese, su aspecto le desagradaba sobremanera.

Entschuldigen Sie, kennen wir uns[15]? —respondió ella aturdida.

—Île de France. Was ist mit ihren Truhen passiert[16]?

Los siete días de la travesía marítima desfilaron ante ella. Era el repelente individuo de quien, entonces, estuvo escondiéndose. Nunca supo el motivo de su rechazo, pero así se lo dictó su intuición.

—¿Qué tal si platicamos en español? Es tiempo que no hablo el alemán, a pesar de tratarse de mi idioma —dijo ella tan nerviosa que solo atinó a aducir una cortesía.

—Como guste. Quiero proponerle algo que le va a interesar.

—No acepto socios en mis negocios.

Había logrado dominar la respiración y volvía a ser la Edwina de siempre.

—En este le conviene.

—Lo dudo, y ahora discúlpeme… —replicó.

Leisser tomó su brazo, clavándole los dedos cuando iniciaba la retirada.

—¡Suélteme, me hace daño! —protestó Edwina.

—Olvidé decirle que usted y yo tenemos una amiga en común.

Entonces echó mano al bolsillo de la americana y rescató un sobre.

—Ábralo —escupió Leisser—. Le va a encantar saber de ella.

Edwina titubeó. Los guardaespaldas, que atendían sus movimientos, le hicieron una seña por si debían intervenir, pero la alemana lo rehusó. A continuación, lo abrió. Contenía una cuartilla doblada y, en su interior, la fotografía de un primer plano. Reconoció enseguida esa imagen en blanco y negro. Mientras la guardaba, a duras penas se sostuvo en pie.

—Continuemos en privado —ordenó Leisser.

Fue incapaz de responder, su lengua era un estropajo. Con esfuerzo arrancó a andar en dirección al despacho.

Quince minutos bastaron para que Tobias Leisser explicara qué quería de ella y por qué.

—Deme la fotografía —pidió Edwina.

—Suya es. Pero no creerá que soy tan necio como para no poseer más.

—¿Hasta cuándo?

—¿Hasta cuándo, qué? —dijo Leisser mientras se encendía un pitillo.

—Hasta cuándo pretende sojuzgarme.

—¡Ahhhh, qué nos depararán los hados! Mírese, ¿acaso pensaba usted haber coincidido conmigo de nuevo? Le exijo que sea dócil, Fräulen Schäfer, y yo sabré ser generoso con mi silencio. En cambio, si se revuelve lo pagará caro. Muy caro.

Después abandonó ufano el despacho y desapareció del club. Edwina aún escuchaba su voz metálica royéndole los tímpanos. Humillándola como solo hacen las personas que conocen las miserias de uno. Tenía frente a ella dos documentos: el primero se trataba de la fotografía que había desatado el cataclismo, y condensaba el pasado del que huía antes de pisar México. Aunque allí hubiera construido un imperio que ahora veía tambalearse.

El segundo, la anotación de quien debía obtener información. Lo crucial no residía en su nombre. Lo grave era que tras él vendrían otros igual o más sonoros, por lo que, de hacerlo, estaba consintiendo el chantaje de Leisser. «¿Aceptaría ser el cabecilla de la insurrección?». Esto es lo que el agente secreto había escrito al final de la nota. Como si la tomara por estúpida y acaso no le hubiera quedado claro lo que requería de ella.

Debía sonsacar información a ese caballero de aspecto bonachón que frecuentaba La Orgía Dorada y, más todavía, manipularle. Edwina recordó que se trataba del socio capitalista de varios estudios cinematográficos y que, por azar, había regentado la presidencia mexicana años atrás. Por ello, su inminente elección como gobernador de Sonora le condenaba a formar parte de un maquiavélico plan del que él, apenas un peón útil, permanecía al margen.

De qué modo papel y fotografía entrampaban su presente.

—¿Se le ofrece algo, doña? —golpearon al otro lado de la puerta—. Se demora mucho en salir.

Fue incapaz de responder. El pasado intoxicaba su futuro sin remisión.