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—Está muy callada.
—Me da pena marcharme, pero extraño a los míos. Una contradicción, ¿no?
Diego Espejel Briz sonrió y se le dilató el bigote. Había recogido a Aurora cargada de equipaje y ahora circulaban a lo largo de la Calzada de Tlalpan, en el Pontiac blanco. La trasladaba personalmente a Puebla. Pero antes tenía interés en descubrirle cuál era su obsesión.
—¿Conoce Xochimilco? —espetó el mexicano—. No está lejos del lugar al que deseo llevarla. Si no tiene prisa, permítame que se lo muestre.
Corrigió el rumbo y tomó un desvío en el margen izquierdo. Xochimilco era un salutífero manantial que suministraba agua a la capital y custodiaba, a su vez, una técnica de agricultura ancestral: las chinampas.
Espejel alineó su auto junto a los de los turistas y mimetizó sus costumbres: compró sombreros de paja, agua de melón y mazorcas de maíz recién asadas, antes de poner rumbo al embarcadero. Un caprichoso albur les hizo elegir una canoa cuyo nombre parecía escrito en honor a Aurora: «Muñequita linda». Acomodados en ella, se perdieron por unos canales que los mexicanos surcaban de milagro, porque se debía ser muy habilidoso para no colisionar las trajineras entre sí.
—¿Ve aquellos montones de tierra? Ahí cultivaban los indígenas sus flores y verduras y así lo siguen haciendo sus descendientes.
En estos bancales comidos al agua vendían las indias petunias o geranios, a nueve pesos cada cien flores. «Compre y trasplántelas», animó él, y Aurora escogió los mejores ejemplares.
—Me hubiera dado harto coraje que no conociera este lugar.
—No me marcho para siempre —respondió ella, aguardando una propuesta—. Estaré presente en el estreno, ¿no?
—Claro —afirmó él con la vista pendida del horizonte.
¿Pero a quién pretendía engañar ella, pensando que Color de cielo había significado lo mismo que beberse un caballito de tequila para un neófito en licores? En realidad moría por oír una promesa que uniera su destino al de la productora. «Nada nos honraría más que protagonizara nuestra próxima película», necesitaba escuchar. Pero la frase no llegaba.
Por contra, Diego Espejel hablaba de sí mismo. De la hacienda familiar en Monterrey. De sus triunfantes negocios y de ese virus tan adictivo llamado celuloide que le había inoculado su progenitor, ya que bien temprano —antes de que México cayese rendido ante él—, el hombre sostenía que inaugurar salas de proyección y filmar películas eran actividades lucrativas, de un mercado emergente.
Entre el destilar del agua verdosa y el de su perorata, Diego Espejel le contó a Aurora que tenía treinta y ocho años y era el segundo hijo de cinco hermanos. El único varón, que se había responsabilizado de unos padres junto a quienes residía en un penthouse del paseo de la Reforma. También le dijo que los ancianos, bastante quejosos, añoraban el campo regiomontano y, para mitigar su lejanía, estaba construyendo una casa en Las Lomas de Chapultepec, remedando la arquitectura de la hacienda.
A ella le emocionaba el modo en que hablaba de México y los suyos, como si las raíces de la tierra estuvieran tan trabadas como las de la sangre. Diego Espejel le pareció un hombre íntegro. Leal en el sentido más amplio; de los que no respondería a una traición con otra. En cierto modo le recordaba a Hugo. Quizá fuese más sólido. Con mayor capacidad para enfrentarse a los envites del azar. También puede que no hubiese padecido tanto como su hermano.
—¿Conoce Acapulco? —preguntó él.
—Nunca hemos estado en el Pacífico. No he codiciado otro mar que no sea el de Veracruz. A lo mejor porque al otro lado está España, ¿qué cree?
—No hay otro azul como ese. Daña la vista. Tengo una casa allí, algún día me gustaría mostrársela.
Ella entendió que la oferta se trataba de una corrección de hombre educado. En cuanto a otros asuntos más íntimos, nada habló de una mujer al lado o traducida en su sombra. Ni una mención sobre posibles hijos.
Estas revelaciones atenuaron poco la ansiedad de Aurora por indagar qué le depararía su futuro. El ansia le siguió escoltando durante la posterior visita a San Ángel o el apresurado almuerzo, en una taberna de Coyoacán.
—Si no me simpatizara usted ni le hubiera cogido confianza, no le mostraría mi sueño —confesó él por fin el motivo por el que estaban allí.
Había estacionado el coche al lado de un descampado. A sus espaldas había casonas centenarias y viviendas elegidas por los astros del cine como sus residencias.
—La guerra parará algún día —continuó—, para que el mundo arranque otra vez. No obstante, la industria del cine avanza y los americanos precisan más capital. ¿Qué tanto conoce de Hollywood?
Su corazón dio un triple mortal. ¿Llegaba la promesa que tanto anhelaba? ¿Estaría él dispuesto a llevarla a la meca del cine?
—Mister Peter Rathvon es un buen amigo, presidente de la RKO e interesado en nuestro rapidísimo desarrollo. A partir de ahora, también será mi socio. En estos terrenos proyectamos un estudio similar a cualquier americano, de donde partirán cintas y cintas a toda América. —Cambió el tono y tomando sus manos se acercó hasta incomodarla—. ¿Me permite platicarle algo, señorita Velier? Hay una rara cualidad en usted que propicia las confidencias…, pero también intuyo tristeza. ¿Qué le aflige? ¿Por qué posee ese dolor que he visto en su interpretación? Sé que no es fingido.
Aurora llegó a Puebla cuando atardecía. Lo hizo sin ningún ofrecimiento en el bolsillo. Confesiones personales. Sentencias huecas. Pocos halagos a su interpretación y un adiós en la puerta de casa. Ese fue el saldo del viaje.
—Le comunicaré las fechas para la promoción de Color de cielo —dijo él—. Hasta entonces no dude de que me tiene a su entera disposición.
El productor besó su mano y se marchó por donde había venido. Había sembrado en ella la frustración de quien alienta unas expectativas que no solo no se cumplen, sino que abrigan la duda de si fueron bien interpretadas. Por suerte, le aguardaban toneladas de afecto.
Los niños se engancharon a su cuello durante minutos y minutos. Hugo la recibió entre lágrimas. «Júrame que has terminado. Que no habrá más locuras como esta. Que no pretendes convertirte en una de esas mujeres que llenan las revistas frívolas —así la saludaba—. Que no vas a dejarme por otro hombre. Me lo prometiste una vez, antes de salir al Malecón en busca de un barco, que bien podrían haber reventado en mitad del océano antes que el mío». Esto último no lo confesó, se lo guardó para sí, como tantas otras veces. El verano de 1943 transcurrió rutinario. Muy monótono. En cambio, Pablo hubo de amoldarse al ritmo vertiginoso y caótico del cine. Cada día una nueva noticia. Un cielo por abrir o un propósito a punto de cimentarse.
Por fin se había decidido a extraer la caja de cartón de debajo de la cama y paseaba sus guiones de productor en productor.
—¿Funcionaría mejor si hubiera una historia de amor entre el sindicalista y…? —consultó Pablo a Miguel en una ocasión.
—¡Sindicalista no, joder! —interrumpió Miguel Morayta, desesperado ante la tozudez del pupilo—. A ver si entiendes qué es el cine: pasiones y emociones a flor de piel. ¿Qué le importa al espectador los problemas de los afiliados a un sindicato de conductores de autobús? ¡Deja la lucha obrera en paz!
—¿Y una mujer que quiere ser chófer? —sugirió Pablo.
—¿Cuántas has visto tú? La protagonista debe ser una pasajera que tome la ruta a diario. Ha de tener… un drama personal. ¡Eso es!
—¿Un novio camorrista?
—Puede, pero además… —pensaba Miguel.
—¡Es ciega!
—Bien, muchacho. ¿De nacimiento? ¿Ceguera irreversible? ¿Transitoria?
—Veamos…, podría recuperar la visión si se practicara una intervención que no puede costearse; sí, en cambio, su novio, pero prefiere gastarse el dinero en fiestas. Esto ella lo ignora, pero no el público, por lo que garantizamos su antipatía hacia el personaje.
—¡Claro! —exclamó Miguel—. Cuando quieres puedes ser muy brillante.
—Espera, que hay más —añadía Pablo entusiasmado—. Ella le cuenta lo de la operación al cobrador y él organiza una colecta en todos los autobuses de la línea para pagársela. ¿Qué te parece?
—Te sale el marxismo a la mínima, chaval —dijo dándole un pescozón.
Esa misma noche se dejaría los ojos en la máquina de escribir, cuyo uso prorrateaban los refugiados del bajo de Morelos, con el afán de rehacer el guion que propondría en Films Mundiales. Las tesis de Morayta entorpecían el flujo de sus diálogos: «México no es un melodrama de los de España; esto es un “puritito drama”, que dirían ellos». «Perfila tus personajes: en el límite de los opuestos y cargados de contradicciones». «¿Cómo debe ser toda pasión? ¡Excesiva!». «La lágrima, muchacho, provoca siempre la lágrima».
No es de extrañar que la cabeza de Pablo dispusiera de poco espacio para el amor, lo que se tradujo en una única visita a Puebla durante todo el verano. Tampoco su ingenio dio para otra escritura que no fuesen guiones y se ausentaron sus cartas. Aunque las de Aurora no.
—«Amor de lejos es de pendejos» —murmuraba Tula al verla salir, epístola en mano, camino del franqueo postal.
Ella, lejos de replicarla, apretaba el paso asfixiando el llanto en su garganta. A veces parecía que lo que había vivido semanas antes se tratara de la prehistoria de su vida. Tan lejos quedaba todo. ¿Y si esta relación se enfriaba hasta ser hielo? ¿Y si no había estreno, arropada por flashes y focos? ¿Y si nunca volviese a percibir el olor de la madera barnizada del decorado o el aroma a rosas de los polvos faciales?
En sus cartas, Aurora narraba a Pablo menudencias domésticas, al igual que hacía con Edwina al teléfono. Aunque la observaba distante o preocupada, a causa de algún motivo cuya natural cerrazón le impedía verbalizar.
Pablo, en sus poquísimas notas, le anticipaba asuntos de enjundia: comida con un productor; cena junto a compañeros con quienes compartir nuevos enfoques; más y más audiciones o la anhelada mudanza a una pequeña casa independiente, alquilada entre varios. Hablaba de lo que hacía, nunca de lo que sentía. Y aunque no lo mencionara, ella le suponía rodeado de mujeres. Chicas ávidas por agenciarse un «protector» como fuera: si el productor se resistía, estaba su ayudante, o el adaptador o el director de diálogos, un escenógrafo, hasta el script, perito en cualquier asunto que se cociera en un estudio.
Aurora contaba los días hasta un estreno que, quizá, no cambiaría en nada el curso de su vida. O quizá sí.