56
—¿Cuándo regresas? —le interrogó Hugo.
—En pocos días. Pero no puedes preguntármelo cada vez que telefoneo.
Puede que ella tuviera razón, no obstante, la nostalgia le hacía mendigar su vuelta. A veces, en aquella casona poblana que se le venía encima, Hugo se cuestionaba si no tendría que haber objetado con mayor firmeza su cretino deseo de convertirse en actriz. Ahora, imaginándola en la capital y bajo la influencia de Pablo, con qué armas contaba para hacerla regresar. El afecto filial parecía una quimera.
En cuanto a Aurora, claro que lo echaba de menos, pero también saboreaba cierto amargor de decepción, como a la niña que le quitan el caramelo de la boca. Su paso por los estudios había sido intenso y rápido: no había acabado de llegar, cuando ya se estaba marchando. Su último día vestía una blusa blanca de organza y una falda plisada a la moda, sandalias negras y un bolso bicolor. Durante la caminata hacia su camerino, tuvo que superar la fila de aspirantes que aguardaban su turno para una audición. Había sido una privilegiada. No había pasado por eso para obtener un papel que todas ellas anhelaban y, a lo peor, nunca lograrían.
«¿Cómo hizo para alcanzar un protagónico tan pronto, señorita Velier?», le había preguntado un plumilla impertinente, en la única entrevista que había concedido. Fue para la revista Diversiones y se quedó callada, sin saber cómo aclarar su camino hasta el momento. «A poco vean Color de cielo lo entenderán», respondió el jefe de reparto, lo que no satisfizo al periodista, convencido de que tenía delante a la última protegida del productor de turno. Por lo menos la adjetivó lindísima.
Los camerinos eran pequeñas celdas de una colmena a rebosar. Nada más abrir el que había sido su refugio estas semanas, un olor dulzón le golpeó la nariz: un imponente ramo ocupaba el centro del espacio. Era un manojo de flores de cacalosúchil. Verlo la transportó a Veracruz, al mar y sus puestas de sol, al minarete y el jardín de la casona azul de Lagunilla. Apresurada, buscó entre sus ramas una nota: «Mañana la recogeré en el hotel a las nueve, sea puntual. Quiero mostrarle algo. Diego Espejel Briz».
Que ella recordara, nunca le había confesado que se trataran de sus flores preferidas, por lo que no entendió la casualidad. Seguro que se trataba de un hombre sagaz que habría sondeado entre los suyos sus gustos. La halagaba, sí, pero había algo en sus confianzas que la turbaba.
Se desnudó y se puso una bata con las iniciales de Empire Productions y su nombre en una etiqueta de quita y pon en el reverso. Después fue a la sala de maquillaje. En un par de horas grababa un anuncio que se proyectaría en los cines. Sería su último trabajo allí.
—¿Vera? —preguntó un hombre bien parecido que la tomaba del brazo—. ¿Se acuerda de mí? Platicamos en casa de Miguel, soy Roberto Gavaldón.
No se acostumbraba a que aludieran a ella por su sobrenombre. Quien así lo hacía se trataba del ayudante de Morayta en Caminito alegre, con quien este había trabado amistad. Gavaldón, tras vagabundear por Hollywood, se había convertido en el preciado asistente de cualquier director, pero él poseía talento y quería demostrarlo. Detallista hasta la extenuación y preciosista en los encuadres, parecía natural querer concebir su propia película. «¿Qué tal si busco entre las novelas españolas una gran historia?», perseveraba con Morayta, y debió de mostrar tenacidad porque en unos meses adaptaría La barraca, de Vicente Blasco Ibáñez. Pero ahora era otro el motivo que le había trasladado hasta los estudios.
—Venga —anunció enseguida—. Le voy a presentar a toda una estrella.
En una de las butacas una pelirroja acababa de quitarse de encima a la maquilladora, asumiendo ella la tarea de delinear con fino trazo sus cejas.
—¡Vas a enseñar tú a la maestra cómo hacerlo! Chíngale y aprende, a mí me instruyeron las mejores —protestó—. ¿Se te ofrece algo?
—Por lo pronto, que conozcas a la señorita Velier. Vera, le presento a…
—¡Ah, corrió igual que gamo la muchachita! —interrumpió Lupe Vélez—. ¿A poco embaucó a algún productor?
—¿Se conocen? —se extrañó Gavaldón.
—Sí, a esta mosquita muerta le eché el ojo un día y mírenla, subió como la espuma. Déjanos, Roberto, esto es entre nos —guiñando el ojo a Aurora—. Si no fuera malhablada, nunca hubiera trabajado en Hollywood, para prejuiciosa ya estaba Dolores del Río. No soy ninguna dama como ella.
Lupe, la actriz cuya labia la había aturullado en el mismo lugar meses atrás, había retornado a México para protagonizar Naná —inspirada en la obra de Zola—, o de otro modo: el segundo film que rodaría en su país. La película iba a ser codirigida por Roberto Gavaldón.
Ahora bien, la amargura de la artista no era una impostura. Su contrato con la RKO, tras ocho películas consecutivas de enorme éxito, había concluido, y volver a México parecía su tabla de salvación porque la reinvención en el cine se convertía, a veces, en la única salida para una diva. En paralelo sus continuos devaneos sentimentales, aireados por la prensa amarilla, tan solo calentaban su cama. Por el contrario, su corazón estaba vacío.
—¿Sabe cómo alumbró mi vocación? Tenía diecisiete años y jalé un tren sin dinero. Así nomás llegué a Los Ángeles. Tan bella que no había quien no volteara la cabeza al pasar. Yo sabía inglés, lo aprendí de niña. Mi papá era general de la revolución y mi mamá una cantante de ópera bien notable, pero vaya y les di disgustos —le fue soltando su historia como si recitara el guion de su película. Quizá estuviera ensayando—. Con dieciséis bailaba en el teatro Principal de México, ¡Ra-ta-plan! se llamaba la obra, y seguí haciéndolo en Estados Unidos, hasta que aparecí en una audición vestida de charra gritando «¡Órale, manito!». Bajo el brazo llevaba un perro chihuahua. Me había enterado de que buscaban una actriz latina que hiciera la competencia a Dolores del Río y le dije a Douglas Fairbanks: «¿No quieren una mexicana? Pues tomen una». ¡Me contrató!
Aurora escuchaba su monólogo fascinada, con la cabeza entre las manos y sus codos abriéndose paso entre un arco iris de sombras, barras de labios, esmalte de uñas, bases de maquillaje, pinceles, rizadores de pestañas. Sintió también que Lupe no tenía ningún interés especial en ella y sí la necesidad de desahogarse. No le importó.
—¡Es platicar de Dolores y me lleva la fregada! —se quejó de pronto—. Nomás me dicen casquivana, cuando ella se la pasa jodiendo por detrás y nadie lo cuenta. En cambio, de mí saben hasta si meo. ¿Usted es de las mías o de las suyas, muchachita? Bah, qué más da.
—La verdad es que… no sé si me gustaría salir en las revistas y exponerme ante todo el mundo —respondió Aurora en una confesión tan improvisada y primeriza que hasta ella misma se sorprendió al oírla.
—¿Pues qué haces aquí, pendeja? La prensa te encumbra o te entierra; ojalá y los columnistas dijeran de mí las cosas de antes: me llamaban Miss Chile Picante o La Pantera Mexicana. Luego comunista, y me patearon el trasero. Después me subieron a la gloria siendo la Mexican Spitfire y ahora que se ha acabado…, cualquiera sabe.
Aurora ignoraba la biografía de Lupe Vélez y trató de componerla gracias a los bosquejos que iban cayendo de su charla. Imaginó pomposos titulares, pero también decepción y algún tipo de fracaso, como si su carrera ya no admitiera más atajos. No se figuraba lo decisivo que era el papel de Naná.
Lupe amaba México hasta el punto de que una vez había contratado grupos de mariachis para que actuaran en cada una de las estaciones donde paraba el tren que la estaba desplazando al D. F. Fue en 1938 y realizó semejante excentricidad solo por escuchar el arrullo musical de su país antes de rodar La Zandunga. Aurora no cesaba de cavilar en las cosas que contaba, según la estudiaba a través del espejo.
—¡No mires por encima del hombro! —gritó ella estrellando el pincel contra su reflejo.
—No lo he hecho —aseguró sonrojándose.
—¡Sí! —espetó—. Se te olvida que antes fui igual que tú. ¡Todas lo hacemos! Pensar que somos más jóvenes y más bellas y que merecemos el papel de las demás.
Lupe se levantó, pegándose a su asiento. Mediría un metro sesenta y estaba muy delgada. Era hermosa, aunque el maquillaje acentuaba sus arrugas.
—¿Ves aquella rubia? —Y le giró la cabeza hacia la ventana—. Trata de ser figurante en mi película, aunque mataría por el protagónico. Ándate con tiento. A poco te agarraron las prisas porque un productor se haya fijado en ti, pero no hay caldo que no se enfríe.
Aurora trató de disculparse, mientras ojeaba la cola de bellezas a la espera de un plano o una frase. Enseguida vio a la joven a la que despectivamente aludía Lupe Vélez. Varias veces había coincidido con ella e incluso habían intercambiado cortesías cuando reconoció su acento. «Soy española —había contado ella—. Salimos de Barcelona nada más caer la ciudad, y pasamos a Francia. Fue un infierno. Aquellos campos eran…». Bastó esta simple aseveración para que ambas simpatizaran, entreviendo que Pablo y ella habían intercalado sus destinos en el pasado.
—¿Conoces a Pablo Aliaga? Él también estuvo en Francia en un centro de refugiados. A lo mejor le has visto por aquí —comentó entonces Aurora.
—Éramos miles, nadie hubiera reparado en nadie. Aunque hubiéramos dado nuestra vida por el vecino que nos tendía la mano. ¿Sabes? A veces, en la desesperación, nos enamorábamos. O eso creíamos.
Cuánta tristeza asomaba a través de esa boca menuda que nunca dejaba de sonreír. Había calculado que tendrían la misma edad. Le resultó simpática, algo altiva, quizá. Tenía unos increíbles ojos azules, no rasgados como los suyos, sino redondos y grandes. El pelo rubio y muy rizado. Aurora hubiera ubicado su origen en cualquier punto del mundo, menos en España.
Otro día le acercó un sándwich y ella a cambio le regaló unas migajas de su vida, descubriéndole que en el mismo campo de refugiados se había casado y, poco después, trajo al mundo a su hijo Emmanuel, al cual criaba sola. Por ello recibía cualquier trabajo como una bendición. No le habló del marido y Aurora tampoco indagó más.
—Desde servir un café hasta aparecer de bulto —declaraba ella—. Por suerte, los directores españoles nos apoyan y nos cogen antes que a los mexicanos, pero los otros no. Me llamo Emilia Guiú. Para cuando sepas de algo y te acuerdes de mí.
Aurora siguió observándola un rato: la melena recogida con un lazo verde y los nervios a flor de piel. Rogó a esa «Virgencita», a la que imploraba Tula, que resultase elegida. En verdad lo fue. Esa y otras muchas más, hasta que México aprendió su nombre de memoria.
—¡Ahí muere usted! —gritó Lupe Vélez—. ¿Sabe qué? Me cansé de platicarle. ¡Que le vaya bonito!
La actriz salió de la sala dejando un rastro de colonia cara. Pocos segundos tardó la maquilladora en comentar la jugada.
—Es bien ceñuda, eh. Toditito porque don Arturo está bien amarrado por su doña y ella no tiene nada que hacer.
—¿Cómo dice? —respondió Aurora.
—¿A poco no lo sabe, señorita Velier? —replicó saboreando el chismorreo—. La Lupe anda en amoríos con Arturo de Córdova, el galán. Ya hace tiempo de eso. Pero él no quiere pedir el divorcio por sus hijos. Así nomás a la Lupe le llevan los demonios y en Hollywood se acuesta con todo hijo de vecino por ver si le olvida. Híjole, ¿no me cree? Pos lo cuentan las revistas.