53
El espejo era una enorme plancha que tapizaba la pared completa. «Según se mire en él, tome conciencia de cómo se mueve», había advertido en su castellano cada vez más fluido el señor Sano, un japonés que no concebía cómo no le espiaban más en un país que estaba en guerra contra los suyos.
Llevaban citándose un mes, de lunes a viernes, durante dos horas: de tres a cinco de la tarde. Seki Sano fue de las primeras personas que conoció al llegar a los estudios.
—Yo también soy raro aquí —le confesó—. Pero de la rareza surge a veces la genialidad.
Había nacido en Tsientsin, crisol de nacionalidades en un territorio chino concedido a Japón tras la primera de las guerras sino-japonesas, por lo que su educación era una mezcla de las doctrinas de Confucio, con el artero horizonte de Occidente. Había llegado en la primavera de 1939 amparado en un visado de refugiado, tras declararse antifascista y antimilitarista. Por entonces desembarcó en Veracruz, procedente de Estados Unidos, acarreando con él un portafolio lleno de montajes teatrales.
—El actor es un compendio de cuerpo, emoción y psique. Usted solo me muestra su cuerpo, ¿dónde está lo demás?
Cuando hablaba así, la hacía llorar. De rabia, de impotencia. De deseos de huir. De dudas por creerse en el lugar equivocado. De soledad.
—Bien, ahora ya atisbo su emoción y, si apuramos —añadió, explorándola a través de sus redondas gafas—, podría asomarme hasta su profunda psique. Dígame, ¿por qué le tiembla el labio superior, señorita Velier?
—Váyase al carajo —reventaba ella.
En ese mismo espejo donde el profesor japonés le desvelaba los matices del ser humano, Aurora trataba de aprobarse sin éxito. Las vacilaciones sobre su trabajo y sus aptitudes llegaban a hacerla cuestionarse su propia imagen.
—¿Está preparada, señorita Velier? Preguntan por usted —avisaron al otro lado de la puerta.
—¿Podría venir la sastra, por favor? El dobladillo está descosido —dijo mientras estiraba del hilo hasta arrancarlo.
No parecía lógico tener miedo al set —se lo advirtió Sano: «El escenario no es su enemigo»—. Pero la primera escena desataba esa clase de vértigo que la obligaba a posponer su comparecencia unos minutos antes de rodarla.
La costurera atinó las puntadas allí mismo, mientras la observaba vestida de azul. Ese era el color elegido para usar en las escenas más importantes de una película que se llamaba, lógico, Color de cielo.
—¿En un film en blanco y negro se aprecian los colores? —preguntaría ella en sus primeras lecciones al profesor japonés.
—Los aprecia el actor y eso modifica su estado de ánimo —aclararía él.
Cuántas cosas tenía que aprender y qué poco el tiempo dedicado a ellas.
—¡Terminé! —anunció la modista—. ¿Está nerviosa? Al principio todas lo están, pero luego de encenderse los focos se aplacan. —La mujer dudó un instante antes de seguir—. ¿Permite algo?
—Claro —contestó Aurora.
—Cuando dice sus frases pensando en su hermanito…, no sé…, dan ganas de abrazarla. ¡Capaz que ahorita se enfade conmigo por platicarle así! Pero las otras actrices no inspiran ternura. Usted sí. Permiso.
La sastra se marchó apresurada, tras sembrar en ella la fuerza precisa para comerse el plató. A lo mejor hablaba de corazón y sí tenía talento, aunque se resistiese a creerlo. Habían pasado tantas cosas desde que recibió el guion que no había tenido tiempo de reflexionar.
El vestido azul le sentaba como un guante. Atusó el oscurecido cabello —le había costado admitir aquel tinte, pero insistieron en que debería resaltar más sus ojos y ella se dejó hacer a regañadientes—, ahora recogido en una redecilla, y valoró el maquillaje, al que no terminaba de acostumbrarse. Al principio manchaba todas las servilletas y los hombros de las chaquetas. O se quedaba entre las palmas de sus manos.
Dos horas tardaba ese resultado: el de la piel como el melocotón y los ojos igual que un gato. Se miró la boca y sonrió. La maquilladora había tomado la costumbre de cubrirle el pico del labio superior, lo que le hacía un mohín de enfado, pero, puesto que le encantó al director, así siguieron dibujándolo día tras día. Treinta y cinco. Bien los contaba.
Treinta y cinco jornadas desde que a finales de marzo dijera adiós a la casa de frontis rojo y ventanas blancas de Puebla.
Que Hugo y ella hubieran acortado su distanciamiento el día de Reyes no significaba que la relación entre ambos fuera la balsa de antaño.
Lo sabían los dos y por motivos distintos. Aurora, porque su ánimo oscilaba del arraigo al desapego, de anclarse a volar, de la familia a la ambición. Por su parte, Hugo había descifrado el sesgo del amor en los ojos de su hermana y eso implicaba que tarde o temprano habría de competir con otro hombre.
A final de enero, realizaba ejercicios adaptándose a su ortopedia cuando Aurora le abordó sin sutilezas.
—Quiero que conozcas a alguien —le anunció.
—En mi vida ya conozco a todo el que necesito.
—No me lo hagas más difícil, Hugo —argumentó ella—. Es importante para mí.
—¿Fue la causa de que no quisieras venir a España?
—Sí —afirmó—. Nuestra historia es… ¡Ay, Hugo! El amor se ha abierto paso a través del tiempo.
—¡No seas cursi! Tampoco quiero los detalles. Aceptaré lo que tú quieras.
Ella planificó el encuentro entre sus dos hombres, mientras Hugo supo que odiaría a quien le presentara. Aunque fuese el mismísimo presidente de la República.
En su primer día libre, Pablo tomó un tren a Puebla. Sostenía una enorme caja de bombones entre los brazos cuando hizo sonar la aldaba. «Me sienta mal el chocolate», pronunció Hugo junto al apretón de manos. El resto se resumiría en una cortés merienda según trufaban la conversación de lugares comunes. No obstante, el español repitió tantas visitas como pudo, porque no estaba dispuesto a permitir ningún obstáculo entre él y Vera, pues así la llamaba ya.
En Puebla derrocharon amor por las esquinas; se besaron en los portales e hicieron volar sus manos bajo la ropa, camino de los muslos o los pezones con los que Pablo fantaseaba en las gélidas noches del bajo de Morelos. Mientras tanto, trabajó como ayudante de dirección en unos rodajes que no se dilataban mucho. Él sabía que Aurora leía un guion y el hecho de que no fuese suyo le provocaba cierto amargor. Pero la vida imponía sus ritmos y ya llegaría el momento de dirigirla.
Por lo pronto, Aurora se conmovía con las frases y situaciones de Color de cielo.
Los progenitores de una acomodada familia mueren tras ser arrollado su vehículo por un tren. Entonces el hijo pequeño queda bajo la responsabilidad no solo de su hermana mayor, sino de un tutor, con el que el padre mantenía negocios. No parecen tener problemas económicos, pero al transcurrir los años descubrimos que han ido vendiendo sus bienes y dejando la casa en el mero esqueleto. ¿Por qué esta ruina? Por la mala gestión del tutor. Un mal hombre que desea acostarse con la hermana mayor, de nombre Beatriz, convirtiendo la convivencia en algo insufrible. Tras varios ataques, los dos hermanos logran escapar una noche, sin contar con dinero o familia cercana. En su huida desembocan en una hacienda donde, por caridad, les terminan acogiendo. Pero, eso sí, a cambio de su sustento, Beatriz debe emplearse en los oficios más ingratos. Ella acepta cualquier cosa con tal de que su hermano pueda acudir a la escuela.
Tampoco parece fácil la vida en la hacienda: desprecios, malos modos, gritos e improperios. Todo hace pensar que la posibilidad de un futuro feliz está vedada para ellos. Un día llega la noticia de la visita del hijo de los dueños, junto a un grupo de amigos. Nada más aparecer, todos tratan de seducir a Beatriz —una joven bellísima con unos increíbles ojos «color de cielo»—, creyéndose además en la superioridad de hacerlo, puesto que es poco menos que una mandada y debe encajar sus impertinencias con estoicismo. Menos uno: un brillante abogado, poseedor de ambiciones políticas y de una sed de justicia gracias a la que, a su juicio, ayudará a alumbrar un México mejor.
Enseguida nacerá en él la compasión hacia los dos hermanos y, en un paso más, brotará una fuerte atracción hacia Beatriz, aunque trate de reprimirla. Les alejan muchas cosas y esta relación no sería lo que esperan para él los suyos; de hecho, su familia ya ha pensado en la mujer perfecta: la hermana de su anfitrión, la hija de los dueños de la hacienda. Una joven coqueta y frívola que estaría dispuesta a todo para casarse con él.
Debatiéndose entre un sentimiento noble, pero inviable, y la mera simpatía que le despierta la hermana de su amigo, trata de alentar el flirteo con esta. Mas en el último momento es consciente de que su amor por Beatriz resulta demasiado fuerte y no podría estar junto a otra mujer. Por tanto, prefiere alejarse de la hacienda y de toda tentación.
Ya en la capital, sin la posibilidad de comprometer su afecto a Beatriz, pero sintiendo que puede ayudarla a esclarecer su tenebroso pasado, decide investigar qué fue de su fortuna familiar, dilapidada tan prematura e incomprensiblemente. Es él quien descubre no solo la malversación de su herencia por parte del tutor, sino la traición que el villano cometiera manipulando el coche de sus padres para propiciar el accidente. Al final, los hermanos recuperan la herencia y el amor triunfa sobre cualquier convencionalismo social.
La historia era un compendio de tópicos reproducidos hasta la saciedad, pero ¿acaso no eran esas las historias que buscaba el público para emocionarse y, sollozando, olvidar sus propias desdichas?
Aurora aceptó el papel y entró en una rueda de pruebas de luz y maquillaje, clases de dicción y expresión corporal, ensayos y más ensayos. Aunque Diego Espejel había contribuido en la toma de la decisión final, el «sí» de Aurora siempre estuvo condicionado a lo que pensara Hugo.
—¡¿Quieres ser actriz?! —dijo escandalizado. Vio los aviesos tentáculos de Pablo detrás y hubiera querido ahogarle con sus propias manos.
—Actriz, actriz… En realidad se trata solo de una película —se zafaba ella.
—¿Vas a salir en una película? —inquirió Tirso, asomando por la puerta al oír la conversación—. ¿Te veremos cuando vayamos al cine?
—¿Qué habláis de cine? —comentó Hugo hijo, que también andaba por allí.
—Aurora va a ser estrella de cine —aclaró su hermano.
—¿En serio? —preguntó entonces la pequeña Aurora, quien había pasado de ser muda a tener una lengua muy suelta—. ¿Y yo podría salir también?
—¿Te das cuenta de la que has liado? —farfulló su hermano—. Tu estupidez es lo último que le faltaba a esta familia.
Aurora se marchó y él se instaló en la sombría idea de que, lejos de cerrar etapas en su vida, no hacía más que abrir capítulos nuevos. Ahora poseía la responsabilidad de cuatro hijos; había arraigado en Puebla con tal solidez que volver a España se había convertido en una utopía; la niña Aurora sin madre ni referente femenino; su padre presionándole para que regresaran. Él solo, añorando a su mujer muerta en cada rincón de la casa, y Aurora abriéndose camino en el mundo del celuloide. A veces incluso pensaba que le hubiera gustado tener a Isela cerca.
Dos meses, a lo sumo tres, era el plazo estimado por Empire Productions para modelar a una joven estrella. Tiempo que Aurora estuvo confinada entre su camerino, el estudio y la habitación de un hotel. México se convirtió en un puñado de azoteas oteadas de lejos. Croquis de calles desde la ventanilla del auto. Apenas un rato en una cafetería, estudiando gestos, miradas, un balanceo de caderas.
—Crear un personaje es una tarea compleja y larga —adoctrinaba el profesor Seki Sano—. No es aprenderse su texto de memoria, señorita Velier. Sé que lo ha hecho. Lo repite como papagayo hasta reventarme los tímpanos.
—Estoy trabajando el vínculo con su hermano, como usted me sugirió.
—¿Qué relación tenía la protagonista con su familia? ¿Cómo era de niña? ¿Se ha preguntado si el accidente truncó algún sueño? ¿Y si en el fondo Beatriz odiara a su hermano porque le juzga responsable de fregar suelos? No lo ha pensado, ¿eh? Esa es su obligación. ¡Y cambie de cara! Enuncia cada frase empleando la misma tonta sonrisa.
—¿Qué quiere? —protestaba entre lágrimas—. ¡No tengo otra!
Azotada por la estricta pedagogía del japonés, fue capaz de enfrentarse a la Beatriz de Color de cielo, su primer papel protagonista. También aprendió a desmenuzar los personajes, al tiempo que se analizaba a sí misma.
En esto consistía el método del Actor’s Studio —en cuya disciplina se había imbuido Seki Sano durante su estancia neoyorkina—, y, tutelada por la órbita de sus teorías, aprendería a actuar a marchas forzadas. Todo porque aquel incisivo maestro, cojo y de agrio carácter, se había propuesto sacar lo mejor de ella.
—Encuentre en usted el dolor, Vera. Tiene que haberlo. Beatriz ha perdido a sus padres, no hay suelo debajo de ella. Los dos a un tiempo, ese drama es aún mayor. Además, no les ha dicho adiós. No ha habido despedidas, por tanto, lo que ella guarda quedará para sí.
En las escenas dramáticas, Sano se apostaba en una esquina del set y, cada vez que paraban para retocar el maquillaje o ajustar la luz, él la arengaba con unos incisivos preceptos que la perforaban como aguijones. Aurora-Vera se acercaba al maestro temblándole el labio. Después decía sus frases en una voz favorecida por su propio dolor. Nunca supo el japonés dónde hallaba tantísima fuente de inspiración, habiendo escarbado un poco.
—Magnífica —aplaudía cuando el director gritaba «¡Ha sido buena!».
Le resultaba más fácil llorar que reír. Solo tenía que imaginarse bajo una cama una noche de San Juan y le fluían las lágrimas y los miedos.
—No hable como un perro, module las palabras. ¿Para qué quiere la lengua aparte de besar? Lea, lea, lea, ningún actor puede pretender ser notable si es inculto. Conozca el alma humana y sabrá actuar. Los recuerdos son su patrimonio. Piense en algo triste cuando toque interpretar algo desdichado, y en un lugar idílico para simular placer. Todo está en la cabeza, lo tamiza el corazón y sale por la boca.
Sentencias sabias que Aurora anotaba en una libreta, y las releía antes de dormir. Fueron tantas que completó el cuaderno y empezó a apuntarlas en el marco del espejo de la sala de maquillaje, en las puertas de su ropero, sobre los azulejos del cuarto de baño, por temor a que un día el bastón del japonés no golpeara más el suelo y prefiriera quedarse con sus alumnos del Bellas Artes. Y le escatimara sus conocimientos.
Al día siguiente de acabar la filmación, Aurora salió a la calle. Estaba harta de flotar en ese limbo donde los estudios acrisolaban a las estrellas. Necesitaba reconciliarse con el mundo de lo sencillo.
Tomó un autobús en la avenida Juárez, abonó los 20 centavos y esquivó viajeros, bolsas y jaulas con gallos, antes de sentarse en un asiento de primera con derecho a cojín. Pretendía contemplar la rutina desde la ventanilla de aquel autobús. Pulquerías, puestos de fruta, novedades textiles, gacetilleros voceando el último crimen…, hasta que en el número 34 de la bulliciosa travesía vio algo que la congeló en el sitio.