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—¿Por qué no me platicaste de ella, Noel Cigarroa? —quiso sonsacar Edwina.

—No tiene caso hablarte de cada proxeneta de México.

—La Bandida no es cualquiera —gritó ella. Estaban en el hotel Imperial y el alto cargo de la Secretaría de Gobernación temió que la disputa se filtrara a las habitaciones contiguas—. Me he informado bien y tiene amigos en el gobierno. ¿Acaso vas tú a su club?

—Yo no la frecuento —trataba de apaciguarla él—. ¿Y quieres silenciar tanto grito? Te van a oír.

—¡Ah! ¿Nunca te importó hablar conmigo y ahora sí?

—¿Acaso olvidas que estamos en guerra y tú eres alemana, güera?

—¿Ahora soy el enemigo? —Se sentó sobre sus pantorrillas, cruzando los brazos enfadada—. ¿Y quién me va a proteger si me enfrento a una extorsión como la de los chinos en Veracruz? ¿Tú? No, porque te entraron remilgos.

—¡Ven aquí, chonga! —Cigarroa ya se había desnudado y la atrajo hacia sí—. Cállate, que aún no festejamos el nuevo año y es tiempo.

Si no conociera a los hombres, de buena gana se hubiera encerrado en el baño fortificándose en su enfado. Pero no existía argumento sobre la tierra capaz de rebatir el apetito masculino; esa lección la conocía al dedillo. De modo que guardó silencio y se plegó a los deseos de su amante.

A los pocos minutos, Edwina estaba anclada a cuatro patas mientras Noel la ensartaba sin descanso, hasta que se le entumecieron las piernas.

—¿Qué pasa que hoy no pones atención, güera? —protestó él. Para compensar su distracción, ella mantenía el pene entre los labios y exhibía el magnífico doctorado en Kama-sutra que se había ganado en su prolija vida sexual.

Noel disfrutó de una tanda de erecciones y un par de orgasmos; sin embargo, Edwina los fingió. Sus preocupaciones no daban tregua al placer. Mientras los amantes fumaban a medias un cigarrillo, se le escapó a Edwina una de ellas sin querer.

—¿Qué tal si te separaras un día de tu mujer?

—¿Perdiste la chola? —respondió Noel crispado—. Capaz que ahora quieres joderme con preguntitas que nunca hay que hacer a los hombres.

—Olvídalo. Fue una tontería.

—Pero lo dijiste, ya ni modo. ¿A poco crees que me iba a casar contigo?

—¿A poco crees que quisiera yo, pendejo? —replicó ella elevando el tono.

Noel saltó de la cama exacerbado. A continuación le oyó abrir el grifo del lavabo, hacer gárgaras, cerrar la puerta y vestirse en un silencio sepulcral.

—¿Me quieres atrapar a como dé lugar? —dijo él calzándose los zapatos tras salir del aseo.

—¡Que te follen, Noel Cigarroa!

—Mujer del demonio, no jales tanto la cuerda si no quieres quedarte sin ella —advirtió cogiendo la chaqueta—. ¡Ah, otra cosa! Siempre te quise bien, por eso te digo que no te enfrentes a la Bandida. Esa, mejor de frente y como amiga. ¡Hazme caso, güera!

Noel Cigarroa salió dando un portazo y ella comprendió que el auxilio que había representado su amante hasta entonces empezaba a esfumarse, como los trazos de una fotografía antigua.

Edwina rebuscó en la mesilla el manojo de llaves que normalmente colgaba de su cuello. Abrió una puerta de la suite que ocupaba en el hotel Imperial y se dirigió hacia sus baúles. Los tres baúles con los que había cruzado el océano. Dos de gran tamaño y otro algo menor. Liberó la cerradura de uno de los grandes y volvió a admirar su interior. Cada objeto era una obra de arte. Bellos lienzos de trazos sublimes de los que le costaba desprenderse. A veces lo había hecho. Por necesidad, para sobornar, comprar, persuadir; de qué si no hubiera cimentado su cadena de prostíbulos desde la nada.

Sentada sobre la moqueta, desnuda, con la tripa exhibiendo un antiestético doblez que escondía su pubis y la piel delatando su edad, Edwina asumió que el único patrimonio del que disponía estaba ahí dentro. El económico y el emocional. Jamás habría hombre que la sostuviera sin ambages.

Se animó a destapar también el pequeño y reconoció los álbumes de fotos que desde hacía mucho no miraba, y los tres objetos cuyo significado solo ella conocía.

Los acarició y sintió fríos sus envoltorios. Parecía que guardasen tartas de cumpleaños. Cerró los baúles y se puso en pie.

Por lo menos Cigarroa le había dado un consejo y resolvió hacerle caso. Sin la garantía de su apoyo no quería más enemistades de las imprescindibles. Además, el pragmatismo siempre había guiado sus pasos con inteligencia. Y, si lo aplicaba a la discusión con Graciela Olmos, era fácil entender que, en una hipotética escalera, ella descendía y a Edwina le quedaba trecho por escalar. ¿Por qué no aspiraba a heredar la Casa de la Bandida?

Curiosamente, a finales de febrero recibió una invitación.

—Cómo me agrada que haya aceptado mi propuesta —anunció la Bandida—. Deseo mostrarle mi Casa. Trasládeme su opinión allá donde crea usted que puede mejorar.

En la nota que le había acercado el propio güero Batillas la invitaba a tomar el té. A Edwina le pareció una ironía. ¿Un té? Mejor un tequila.

La propia Bandida le había franqueado la puerta. Vestía un austero traje negro, el pelo recogido en una cola y el rostro sin atisbo de ungüentos. Las habladurías vaticinaban el peor de los antros en el interior de esa vivienda, levantada a comienzos de siglo en la colonia Hipódromo-Condesa, donde, para empezar, se traficaba con cocaína y marihuana. Y para continuar, una buena parte de sus putas eran menores.

Desde la noche del 31 de diciembre las dos mujeres no habían coincidido, pero bien sabían la una de la otra por sus contactos.

La vivienda le pareció una hermosa construcción de estilo afrancesado. La carpintería blanca era responsable de su transparente luz.

—Aquí nada es oscuro, toditito se ve —apuntó la Bandida como si le leyera el pensamiento. El salón que ocupaba buena parte de la planta baja tenía varios ventanales cubiertos por visillos que flameaban ante una brisa casi primaveral. En una de las paredes destacaba una barra, atendida por los camareros vestidos de esmoquin, incluso a esa hora, y en la opuesta, había un trío de boleros amenizando el ambiente.

—Allí donde yo habito —apuntó la Bandida— no escasean las melodías.

—Aunque usted no me crea, yo tampoco podría vivir sin música —se sinceró la alemana.

—¡Entonces morirá feliz, güera! ¿Sabe que hay un mesero por cada una de mis chicas y tengo cien ahora? —declaró al notar que Edwina curioseaba en torno a la barra del salón—. No escatime con ellos. Es bueno que anden al pendiente de lo que gusten los clientes. Así no tienen que andar buscando trago encuerados. Venga que se las presente, porque ahorita almuerzan.

Edwina siguió a la Bandida escaleras abajo, hasta una amplia cocina. «¡Estas son mis niñas! —las presentó con orgullo—. Salúdenme a la señora Edwina. La Rubia, Esther, Nely, la Bigotes, Urania, María del Pueblito, la Nancy… Al fondo, la Torera… Están lustrosas, ¿verdad? Darles de comer me cuesta 10 000 pesos diarios». Aquella era su familia.

—Sé que usted las adoctrina bien, pero si quiere una magnífica profesora de urbanidad, yo le presto a la maestra Rosita, si gusta —habría de ofrecerle, mientras se encaminaron hacia un gabinete contiguo al salón principal—. No olvide que a los de la nariz levantada les complace la buena educación. Sí, los ricos dan plata pero no socorren. Por eso aquí vienen los gubernativos tan confiados que se olvidan hasta el sombrero.

Allí, en la Casa de la Bandida, Edwina degustó nopales, tortitas, enchiladas de carne, alitas de pollo, tacos de alambre y mole verde con los dedos, igual que hizo Graciela Olmos. Hablaron de la vida y de la cama. Ese día no hubo amenazas. Tampoco proyectos sobre posibles alianzas. Apenas menudencias con las que aligeraron las obligaciones de ambas.

Cuando entendieron que se echaba la hora de hacerse la competencia, se dijeron adiós. Como si los muñecos de vudú en la sombrerera negra nunca hubieran existido y la Nochevieja fuese apenas la secuela de un mal sueño.

—¿Le puedo preguntar algo? —Edwina no pudo evitar una curiosidad que llevaba macerando desde que había llegado—. ¿Algún hombre de estos es el suyo?

—Ni de estos ni de otros. Cerré la fábrica al poco de cumplir cuarenta y ya nadie entró en ella. No sabe qué liberación cuando el coño se cierra, mija.

—¿No los ha necesitado? —En el fondo no preguntaba por la Bandida, sino por ella. Porque el miedo a envejecer sola la atenazaba más que nunca.

—Nací pobre, en Chihuahua. Me enrolé en la revolución. Me casé con dieciocho y enviudé a los veinte. ¿Para qué tanto brinco estando el suelo tan parejo?

Y así se firmó una tregua entre Edwina y la Bandida.

Hugo no interrogó a Aurora sobre su ausencia el día de Nochevieja. No hizo falta, lo que necesitaba saber lo delataron sus ojeras. Cuando el sol despuntaba en la línea del horizonte, la joven arañaba la madera de la puerta, rogando que hubiera alguien despierto y la oyera, sin tener que aporrear el aldabón. «Qué manera de desgraciarse», valoró Tula al abrir y contemplar la huella del amor en cada uno de sus poros.

El día de Reyes fue una buena excusa para mitigar las suspicacias entre los dos hermanos. La mesa del salón rebosaba regalos: juguetes infantiles, un reloj para el hijo mayor, que había cumplido catorce años; a Tula, una medalla de la Virgen de Guadalupe. Un paquete azul, tan bien envuelto que daba pena abrirlo, llevaba el nombre de Aurora y para Hugo, una enorme caja.

—Tú primero, Hugo —invitó Aurora. Quería limar asperezas.

—¡Sí! ¡Que abra, que abra! —corearon sus hijos.

El abogado desenvolvió la caja y, entre papeles de seda, vio la luz su nueva pierna. No supo cómo reaccionar. Ni siquiera la tocó. Ignoraba si quería usarla o no.

—No me mires —se excusó ella—. Es un regalo de Edwina.

—Pero yo nunca he dicho…, no sé si… estoy bien con las muletas.

—La pueden ajustar a tu medida —aclaró con una sonrisa.

El pequeño Juanito se había encaramado a una silla y acariciaba la pierna como si se tratara de su propio padre. El niño había decidido por él.

Con todas estas emociones, sus sobrinos lanzando al aire sus regalos, esparciendo el azúcar y las frutas escarchadas del roscón hasta toparse con el haba, Aurora había olvidado su obsequio. Imaginó que se trataba de un detalle de Pablo y prefirió desvelarlo en la intimidad de su habitación. Allí desenvolvió el paquete con mimo esperando encontrar alguna prenda, tal vez una chalina de seda, pero halló unos folios atados mediante una cinta azul. Color de cielo, decía el primero. Tomó la nota adjunta: «Feliz día de Reyes. Léalo con afán. Mi regalo sería un “sí”».

Fdo.: Diego Espejel Briz.