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En pocos minutos se puso una falda de paño a cuadros y un jersey de lana, sin dejar que se le secara el cabello. Según bajaba las escaleras, sorprendió a Tula planchando el mantel con las manos. La india espantaba, al tiempo, las arrugas y el temor a que ella cruzara la puerta.

—No vaya —rogó tirándole de las prendas—. Por mi Virgencita se lo pido.

—¿Estás loca? —protestó Aurora—. Vuelvo enseguida.

—Mire qué mesa tan linda y lo rechulos que estarán sus sobrinos. Hasta la muchachita Aurora se va a vestir de estreno.

—¿Qué pasa, que no quieres oírme? Salgo un momento, arreglo un asunto y regreso. Ni mientes donde estoy.

—Se va a malograr su vida y la de esta familia —porfió Tula—. Solo hablando ese hombre le va a apandar el sentido.

—Sabrás tú quién es.

—¡Usted, una mula empecinada! —La india parecía un perro faldero—. Tengo el don de presentir y lo que viene no es bueno.

—¡Basta! No soporto tus cuentos. Ve con los niños, y asegúrate de que se van vistiendo.

Ni siquiera tomó un juego de llaves, convencida de que lo que debía decir se apuraba en unos minutos.

—¿Siempre se presenta con «obsequios» como los que me envió? —sondeó Edwina a su invitada.

—Cualquiera hubiera mandado a alguien a reventarme el negocio, ¿por qué no lo hizo? —fue la respuesta de la mujer—. No parece una achicopalada.

—Yo no quiero bronca, señora. Trabajo honesto y pago bien.

Edwina y quien se apodaba la Bandida se habían sentado en un reservado. Primero tomaron un par de tequilas y después siguieron con champán. La noche lo merecía.

—En México el oficio nunca fue cosa de mujeres, hasta que llegué yo —aclaró la Bandida—. Claro que aprendí sus costuras de los mejores sastres. ¿A poco no quiere saber mi historia?

La desconcertaba el afán de su visita. Al principio, Edwina había temido un feroz enfrentamiento, como el causado hacía un año por los chinos; sin embargo, la extraña señora mostraba más ganas de hablar que de litigar.

—Si le place, platíquemela. Pero le advierto que no tengo su tiempo —confesó la verdad. No era aquel un momento para perderlo.

—¿Conoce Chicago? —Edwina negó con la cabeza—. Se ha ahorrado el invierno más frío del mundo. Yo viajé allí en los años de la prohibición, cuando los yanquis compraban whisky a quien se lo vendiera. Y lo hice. Alcohol, joyas, póquer, qué más daba, pero solo como una mera aficionada; hasta que amerité mi valía una noche en el 7244 de Prairie Avenue. Era una casa de dos plantas tirando a modesta, sin embargo, dentro corría la lana por los tresillos. De pronto el patrón preguntó: «Does anybody know any Mexican song here?»[13]. Yo le puse ganas y canté Cielo lindo. ¡Pero el hijo de la gran chingada después va y pide Adelita! ¿Qué cree? Yo soy Adelita, güera —dijo la Bandida golpeándose el pecho con el puño—. ¿Ve usted estas manos? Cogieron cien fusiles antes de que los pelados aquellos cargaran un arma. ¡Sí! Fui soldadera y amé a un lugarteniente de Pancho Villa como a mi sangre. Con las mismas ganas que a la revolución.

—Agradezco que me tome confianza, mas no sé a qué viene…

El rostro de la Bandida empezó a enrojecerse de rabia y Edwina prefirió callar para ahorrarse una escena escandalosa.

—¿Le gusta la música? —pretendía ser una pregunta, aunque sonara como un disparo—. Seguro que no es capaz ni de afinar una estrofa. ¡Yo sí! Me puede mucho la gente que no estima una canción, porque yo las escribo. Corridos como puñales que se clavan en el corazón. Este país nace de la nobleza de sus gentes y del sacrificio de sus mujeres, esposas y madres abnegadas, que un día fueron un ejército libertador. ¡Y eso hay que cantarlo! Pero usted y los que vienen acá a hacer plata, qué sabrán de México si ni conocen Adelita.

La vieja pretendía herirla. Pero, en realidad, cualquier alusión a la música no hacía sino escribir un pentagrama en su cabeza. Lejos de enojarla, sus argumentos la inundaban de nostalgia y amargura.

—No se apriete y saque la rabia —aconsejó la Bandida, viendo que a Edwina se le humedecían los ojos—. Por llorar no somos menos hembras.

Graciela Olmos llenó su copa de nuevo. Aunque su lengua andaba ya ebria, milagrosamente, se repuso y siguió con su narración.

—¡Por supuesto que entoné Adelita a como dio lugar! Lo mismo que hizo el jefe de la banda y terminamos llorando juntos —susurró lo que sigue—. Usted le hubiera gustado al gordo. Tiene buena nalgada. Nomás que al pobrecito ni se le levanta y anda muriéndose. ¡Sifilítico, mija! A trozos se le cae la verga y todo porque le tocó la de malas eligiendo zorras. Donde hay buenas putas, no hay hambre. Valiente pendejo es Al Capone, ¿no cree?

—Dígamelo usted, que tiene más tiempo que yo en conocerle —soltó Edwina, asombrada por los contactos de la mexicana en el hampa.

—¿Salió con ironías? —sonrió la Bandida—. A usted le diré que no hay miedo que me pare, ni hombre que me lo inspire, pero mi Dios me guarde de las mujeres como yo. Escúcheme: admiro su ingenio maquillando la cara a sus «señoritas». Aunque los que pagan, lo hacen por su coño. Y todo agujero es igual a otro. Claro que tiene derecho a su pedazo de pastel, pero yo pedí el mío antes. Ni tanto mueva el pie se lo reviento.

La Bandida zanjó la charla y se puso en pie torpemente. La ayudaba un tipo apostado a su espalda. «Agárrame, güero», le dijo. Era el güero Batillas, un pistolero que la protegería hasta el fin de sus aprovechados días.

—Usted y yo podemos ser amigas. Igual que hermana mayor le enseñaría lo que sé. ¿Qué caso tiene llevarnos como perro y gato?

—Olvida usted que la condena de uno es la familia y las amistades se eligen —replicó Edwina—. Yo no la he elegido.

—Pero lo harás —avisó desafiante—. Un día vendrás a la puerta de mi casa a rogarme ayuda. Permiso.

Edwina no se dejaba amilanar por las amenazas, pero algo en aquella mujer la turbaba. La observó mientras salía renqueante y le conmovió su menudo cuerpo vencido sobre el brazo del matón. No podía precisar por qué, pero sintió hacia ella una empatía absurda. Peor aún, la Bandida había puesto frente a ella un crudo espejo donde reflejarse. La idea de seguir siendo una mujer soltera, apenas sostenida por ocasionales amantes, le generó mucha tristeza, y no pudo reprimir una pregunta.

—Y si así fuera, ¿la tendría? —soltó Edwina.

—¡Feliz y venturoso 1943! —fue su respuesta.

—Te advierto que no quiero monsergas —desafió Aurora nada más cruzar la calle—. Y no tengo tiempo, me espera mi familia.

—Creí que tú eras la mía —respondió Pablo.

—¡Déjate de frases hechas! Mejor movámonos unos metros, no nos vean desde casa. ¿Y este abrigo?

Le sorprendió su aspecto elegante. Pablo vestía prendas de buenos tejidos y se había cortado el pelo. Lo hacía por ella. Porque había planificado el viaje con la minuciosidad de aquellos montajes donde descuidar un fotograma se entendería una catástrofe.

—Ahora tengo un buen trabajo —declaró él con una media sonrisa.

Aurora le miraba desconfiada. Se sentía dolida, además de por su mentira —infantil al fin y al cabo—, porque hubiera desaparecido durante semanas sin una sola noticia.

—Te vi —anunció tras unos segundos de silencio.

—Lo sé —apuntó Pablo.

—¿Ah, sí? —preguntó con sorpresa—. ¿Por qué no me confesaste la verdad? Que vivías en un cuartucho, que limpiabas los foros, que no tenías…

—¡Por vergüenza! —atajó—. No me creía digno de ti.

—¿E inventándote ser quien no eras, sí? Valiente estúpido. Y pensar que no me subí a ese barco por…

—Yo también te vi —interrumpió él.

—No te entiendo —dijo ella desconcertada.

—Tu prueba —aclaró Pablo—. No la hubieras hecho si no te atrajera el cine, si no te pudiera la vanidad. Como a todas. Los dos nos engañamos; tampoco somos tan distintos, Aurora.

Una ráfaga de viento helado le llevó a apretarse más el cinturón del abrigo. Aún no se había secado su cabello y se sintió destemplada.

—Mi hotel está aquí al lado —propuso él—. Es una tontería seguir en la calle con el frío que hace.

Ella observó su perfil. No había cambiado el gesto adusto; en apariencia no se traslucía un mensaje oculto o una doble intención atrincherada detrás de estas palabras. Tan solo era eso: frío. Invierno. El mes de diciembre dentro y fuera de su corazón. Siendo así, por qué le daba tantísimo miedo aceptar su ofrecimiento.

—Es mejor que me marche —dijo por fin, clavando sus talones en el suelo.

—Lo que quieras. Pero creo que nos debemos una conversación.

Pablo tenía razón y ella fue incapaz de esgrimir otra excusa. El cuarto estaba caldeado, lo que agradecieron al despojarse de los abrigos. Aurora hilvanó algunas frases; era su modo de romper el hielo.

—Fui al estudio por curiosidad. Por ver qué se sentía hablando a una «cosa» extraña que no te responde. No tengo vocación de nada, ni de estrella ni de sesuda actriz. No, no me seduce ver mi rostro en una pantalla.

—¿Has acabado? —preguntó Pablo.

—Sí. Y además me tengo que marchar. Debo arreglarme y… ¿tú dónde vas a pasar la noche? —balbuceó.

—Contigo. —Habló con tal rotundidad que volvieron a fallar sus evasivas.

Pablo había empezado a desabotonar el jersey de lana, y palpaba bajo él la cremallera de la falda. Cuando intentó besarla, Aurora rechazó sus labios tratando de reforzar su voluntad.

—No lo hagas, por favor —rogó debilitada.

—Ya lo he hecho.

En efecto, había empezado a morder sus mejillas, el cuello y las orejas. Las prendas rodaron una a una por el suelo antes de que ellos lo hicieran sobre la cama.

—No lo hagas —advirtió ella.

—Ya lo he hecho —sentenció él.

No hubo un rincón de Aurora que no saboreara hasta oírla gemir, de placer o dolor. Porque ambas sensaciones se daban la mano y él lo sabía. A tientas apreció cómo se arqueaba su cadera y entrelazaba las piernas a las suyas. Y sintió cómo su miembro acariciaba vientres, espaldas, nalgas, sexos, órganos por duplicado, porque Aurora suspiraba con tanta fuerza que no parecía una mujer, sino varias. Pablo hizo serios esfuerzos conteniendo el deseo para no estallar antes de tiempo.

A veces todo él se agitaba y otras, era una estatua que desquiciaba a Aurora, quien se derretía en su boca. Dos seres tullidos buscando en el otro la parte que les faltaba. Así jugaron hasta que se acoplaron uno dentro del otro.

—No lo hagas.

—Ya lo he hecho.

En el último día del calendario se creyeron los últimos supervivientes de un planeta reducido a una cama. Ajenos a todo. Egoístas; ciegos y sordos, sin dejar que nada alterara su mundo.

Hugo y los niños esperaron pacientes a Aurora, hasta que cansados cenaron sin ella. Cada vez que sus hijos preguntaban por su tía, él no sabía qué responder y en cuanto tomó el postre se marchó a la cama. En su alcoba, Hugo buscó dentro de la mesilla de noche el bote de píldoras que le habían recetado cuando le comía el dolor tras el atentado. Se negaba a imaginarse la vida sin ella. Tomó un puñado y enseguida cayó desfallecido. Pero no había química que mitigara el calvario de empezar a perderla.