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Edwina desterró la sombrerera y los muñecos de vudú al archivador de su despacho y, con ella, sus amenazas. No estaba por la labor de padecer un tortuoso viacrucis hasta que el remitente de la misma quisiera comparecer. Aparcadas estas inquietudes, se dedicó a planificar un fastuoso evento para despedir el año.

Horas antes de entrar 1943, corrió la voz de que las meretrices de La Orgía Dorada recorrían la avenida Juárez. Al poco se levantó tal alboroto que los encargados de las tiendas tuvieron que echar el cierre porque no entraba ni un alma. En cambio, las aceras se atestaron de gente.

«¿Nos firma un autógrafo, señorita Palma?». «¡Pero qué relinda es usted, Lupita Tobar. Un beso a mi chamaquito!». Con frases parecidas el público jaleaba a las copias de las actrices, quienes interiorizaron sus papeles con tanta credibilidad que la Metro-Goldwyn-Mayer podría haber lanzado sus redes sobre el burdel, en lugar de esquilmar los estudios de D. F. El triunfal paseo recordaba al desfile conmemorativo de la República. De repente se abrían balcones y ventanas agitándose las cortinas y, al poco, llovían serpentinas, pétalos de rosas y dulces a través de ellas. Mientras, las bellezas saludaban girando sus muñecas igual que miembros de la realeza europea.

—Anden como si tuvieran una cámara tras su culo —fustigaba la alemana.

Encabezando la voluptuosa manifestación, Edwina surcó el hall del hotel Regis y bordeó las columnas ovaladas, hasta el mostrador de recepción.

—¿Ve usted a estas señoritas? —dijo al subdirector—. Hoy van a estelarizar sus películas: así que baño turco, masajes y toilette para todas. Cuídenlas mejor que reinas.

—Así será, doña, como guste mandar. Reinas no…, serán diosas.

Aquellos eran los mejores baños de la capital, y las putas coincidieron con un buen número de señores distinguidos que habían resuelto dar culto a su cuerpo el último día del año. Bien encandiladas junto a ellos, en cueros o albornoz, terminaron degustando champán y sándwiches variados. Y en algún caso se citaron para más tarde. De modo que las furcias de La Orgía Dorada rompieron, en la Nochevieja de 1942, más de un plan conyugal.

También compartieron manicuras, e incluso un ungüento sobre la cabeza extraído de chiles verdes —cuyo inventor fue un masajista michoacano, capaz de reconducir la más contumaz de las calvicies—, con Arturo de Córdova o Pedro Infante, que no salieron de su asombro ante la simpatía de unas divas tan parecidas a las reales.

La recepción del hotel se había convertido en un hervidero de gente y, curioso, decidió salir de la habitación. Llevaba dos días en la ciudad de México y el grupo de mujeres bellísimas que vio desde la barandilla de la entreplanta le pareció la mejor de las bienvenidas.

—¿Quiénes son, señorita? —preguntó a una camarera de planta.

La chica observó al cliente y se estremeció. Era intuitiva. Capaz de percibir la maldad atrincherada en una mirada, en la frialdad de una mano al apretar sin fuerzas. En una piel macilenta. O en ese párpado engrosado cubriendo a medias un ojo que parecía desnudarla. Su abuela le había trasladado su don en el lecho de muerte y ella lo administraba con prudencia.

—Son las señoritas de La Orgía Dorada —respondió amable, pero reculando un par de pasos.

—¿Eso qué es? —presionó él.

—Un club a pocas cuadras de aquí. Igualitas a las actrices, nomás que estas son… —se disculpó—. Permiso.

«Estúpida», pensó para sí Tobias Leisser, y se giró de nuevo hacia el hall. El psicoanalista austriaco que había compartido viaje con Edwina y los Vigil de Quiñones en el Île de France acababa de llegar de Nueva York. Su trabajo allí había sido crucial para la inteligencia alemana. Ni uno de los barcos que vararon en el puerto se había escapado a sus informes. Gracias a su Leika desmontable, había fotografiado las cubiertas, las salas de máquinas…, todo, hasta el último rincón de los buques para encontrar cuál era su talón de Aquiles. Después procesaba los documentos y los cifraba, remitiéndolos a sus contactos. Encargos limpios, resultados sucios.

A Tobias Leisser le gustaba su nuevo destino, y más desde que había descubierto las mujeres de que podía disponer. De repente reparó en una de ellas porque le resultó familiar. Había coincidido con la mujer antes, pero a bote pronto le costaba definir el lugar. Entonces la mujer capitaneó al resto y desapareció de su vista. Ahora sí: esas nalgas eran inconfundibles.

Pasadas las ocho, Edwina se asomó a la cristalera desde su despacho, donde se preparaba para una larga velada. Le molestaba que sus gorilas no fuesen capaces de contener el alboroto de la entrada porque si La Orgía Dorada alardeaba de algo era de su seguridad. Pero esa noche no contaba con Noel Cigarroa cerca. Otro aprieto por andar a pespunte de un casado condenado a cumplir con su familia en Nochevieja.

Abrió un cajón y rescató la pistola antes de lanzarse escaleras abajo.

La madame irrumpió en las puertas de acceso a tiempo de impedir que dos grupos de guardaespaldas, los suyos y los ajenos, llegaran a las manos.

—Ya dejen de sudar, señores —soltó aparentando naturalidad—. Me da gusto que visiten mi casa, pero el baile no es aquí, sino en la pista.

—No tengo cuerpo para danzas —saludó, entre ellos, una voz rota—. Pero sí le acepto gustosa un trago.

Entre los matones apareció una mujer menuda de escaso pelo mal teñido, cara ni guapa ni fea, gesto ni hosco ni amable. Una de tantas con las que cualquiera podría toparse en el mercado de la Merced. Vestía un solemne traje largo de terciopelo granate sobre el que reposaba un echarpe de visón.

—Soy Graciela Olmos, la Bandida —se presentó, y tendió la mano a Edwina—. Para servirla a usted y a sus putas.

La última noche del año Aurora no pensaba salir. Había decidido pasarla en casa, junto a Hugo. Sentía que debía compensarle por el tiempo que había permanecido en la capital. Por otra parte, la guerra, siendo un bisbiseo del que sabían los poblanos por las noticias, también había entumecido el curso de los eventos y las fiestas en Puebla. De modo que entre ella y Tula habían ornamentado el patio y el salón; habían cocinado romeritos, buñuelos, ensalada de Navidad y pozole. Y habían colmado una vasija de cerámica de Talavera de un ponche que aliñaron con flor de jamaica, tamarindo, tejocotes, ciruelas y guayaba en dulce, para despedir un año del que mejor olvidarse.

—Con permisito. He visto algo ahí fuera —espetó Tula al entrar en su alcoba.

—Es propio —dijo Aurora—. ¿Qué cosa?

—El demonio.

La india se había quedado en el quicio de la puerta, entre penumbras. Daba miedo su expresión.

—¡Sal de aquí, Tula! —replicó—. No digas estupideces y tengamos la fiesta en paz.

—No, niña. La que no va a salir es usted ni a misa. Se lo advierto.

Aurora se quitó la toalla de la cabeza y se sacudió el cabello. Entonces se aproximó al ventanal y descorrió el visillo. En la acera de enfrente había un hombre fumando. Llevaba sombrero, lo que le impedía distinguir su rostro, y el cuello de un grueso abrigo de lana levantado.

—No se mueve de ahí —añadió la india.

—¡Bah! Se habrá citado con alguien —contestó ella—. ¿Ese tipo es lo que te atemoriza? Prende la luz de la entrada y le vemos mejor.

—No hace falta.

La miró, interrogándola, pero la india no abrió la boca, y reparó otra vez en el desconocido cuando este escupía el pitillo antes de librarse del sombrero. Entonces irguió su rostro en dirección a la ventana.

—Se lo dije, niña —habló Tula pegando su cara al cristal—. El puritito diablo.