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Embajada de México. Madrid, España. 10 de septiembre de 1936

El número 17 de la calle Fortuny, donde se ubicaba la Embajada mexicana, seguía rodeado por guardias de asalto bien entrada la noche.

Habían salido de Valdelomar al mediodía, pero el viaje fue endiablado. Para empezar, la despedida se alargó más de lo previsto. Luego el tedio de parar insistentemente, realizando una buena parte del trayecto con los faros apagados y el motor en ralentí.

—Les esperábamos antes —amonestó un empleado de la misión cuando salió a su encuentro—. Disculpen al embajador, ahora descansa. Esto de vivir en dos horarios es agotador. ¡Madre de Dios! ¿Se puede saber qué piensan hacer con tantos trastos? Ni que en México no hubiera platos.

Aurora apretó las manos de los somnolientos hermanos para que no se les escapara una risa nerviosa. No en vano el equipaje había provocado varias discusiones entre el matrimonio durante los últimos días. Pero al final había ganado Berta y su vocación de realizar una mudanza en lugar de un viaje.

Casi todo había sido empaquetado en Madrid cuando dejaron la capital para instalarse en Casa Gialla; ella ni imaginaba entonces que meses más tarde estaría a punto de cruzar el océano hacia un país desconocido.

En las últimas semanas le habían llamado la atención ciertas actitudes de Hugo y Berta. Conversaban en voz baja y se callaban si alguien entraba en la sala. Berta comía poco y reflexionaba mucho. Y le había extrañado el repentino viaje de Hugo a Madrid. De manera que cuando le comunicaron la intención de marcharse a México y su deseo de que los acompañara, Aurora ató cabos.

Más que eso: entendió sus motivos y alabó su valentía. Pero ella trepidó de ansiedad.

¿Qué se le había perdido en aquella tierra, cuya ubicación en el mapamundi ignoraba?

—La Embajada alberga ya a 57 personas, aparte del personal —informó el funcionario, según se adentraban en ella—. Pero la cifra va creciendo. Entre los que esperan a que escampe y los que aguardan documentación, como ustedes, auguro lo peor.

—¿Qué es lo peor? —inquirió Berta.

—¡Pues que no quepamos! Yo se lo aviso a diario al embajador. Pero él erre que erre, que esto es una cuestión humanitaria y no hay más que hablar.

El damero del suelo convergió en un ascensor modernista que les habría de conducir a la última planta del edificio.

—Esta era la zona de los archivos —aclaró sorteando unas cajas de cartón apiladas—. Pero vean ahora dónde andan los papeles para dejarles hueco. ¡Y todavía tienen suerte, porque gozan de cuarto propio! A los que vengan les tocará amontonarse.

Entraron en lo que, hasta hacía poco, había sido una oficina. Tres camas ocupaban el espacio central: dos pequeñas juntas, sobre las que descansarían Aurora y los niños, y una tercera de mayor tamaño, formada por un jergón de lana y centenas de libros y revistas sobre el suelo, a modo de somier.

Enseguida se desplomaron en ellas. Pero solo los menores se rindieron de inmediato al sueño. Los demás tenían en qué pensar.

Una luz plomiza se había colado por las abuhardilladas ventanas, abortando su sueño. Molesta, Aurora se levantó, desperezó a los hermanos y aguardó su turno para hacer uso de los cuartos de aseo. Todo ello preguntándose cómo sería una vida privada de intimidad, en ese lugar mancomunado. Y por cuánto se prolongaría.

Era difícil aventurar el tiempo que deberían permanecer en la delegación, porque ni siquiera se atrevían a pronosticarlo sus responsables.

—Tiene usted un apellido demasiado pomposo para moverse con impunidad —había advertido el embajador Pérez Treviño a Hugo al iniciar el trámite de sus visados esa misma mañana.

Le asombró la afabilidad con la que se saludaron los dos hombres, a pesar de que Berta aseguraba que no se conocían. Pero ambas ignoraban la existencia de una desesperada carta que Hugo había remitido al embajador en agosto, durante su estancia en Madrid, implorándole ayuda y discreción. En realidad, dos fueron las misivas cómplices de esta huida. Otra, la segunda, fue redactada entre olor a mar y a escondidas. Pero Hugo habría negado su autoría pasara lo que pasase.

Qué extraña esa monotonía de una jornada igual a otra en aquella embajada convertida en hotel. La pareja leía la prensa, almorzaba en el catering y participaba en tertulias, mientras esperaban la llegada de sus documentos. Aurora, por su parte, ponía empeño en entretener a Hugo y Tirso, pero una vez que se aprendieron de memoria los juegos disponibles, empezaron a sentirse cautivos.

Aunque conociendo a Berta y sus inquietudes, a buen seguro, era ella quien peor toleraba la división entre hombres y mujeres. Ellas, hablando de sus cosas, y ellos, enfrascados en asuntos que solo concernían a los varones: tabaco, política y juegos de naipes.

Berta, que siempre había querido ser una ciudadana activa siguiendo los noticiarios, participando en las reuniones del Lyceum Club Femenino o apoyando las soslayadas tesis de Clara Campoamor cuando en el Congreso desterraron el voto femenino del ideario progresista, se asfixiaba sin poder debatir sobre la naturaleza del caos al que se precipitaba España.

El verano se había acabado y la familia llevaba varias semanas sumida en el tedio de aquel edificio. Un día, Berta tomó una rebeca y fue al encuentro de Aurora.

—Échate algo encima —dispuso, una vez la encontró—. Te espero en quince minutos junto al ascensor. Deja a los niños con su padre. Dile que no te encuentras bien y que vas a descansar un rato.

—No la entiendo, doña Berta —balbuceó Aurora.

—Enseguida lo harás.

Poco después las dos atravesaron la entrada, torciendo a la izquierda hacia el paseo de la Castellana. Durante un razonable trecho no hablaron, las pisadas de otros viandantes era lo único que quebraba su silencio.

—¿Tienes miedo? —arrancó Berta.

—A su lado, no —se sinceró ella—. Pero no sé dónde quiere ir usted.

Recorrían taciturnas las calles de una ciudad que ahora les resultaba hostil, envueltas por el hedor a orín y a azufre que se escapaba por sus socavones, cuando de pronto Berta se paró y empezó a sentirse indispuesta. Su cuerpo se convulsionaba entre arcada y arcada mientras buscaba algo que le sirviera de apoyo, hasta que finalmente vomitó. Al concluir, ya no pudo despegar los labios. Con un pañuelo se limpió los restos de lo que había arrojado y su lacrimosa mirada indicó que era el momento de retornar a la embajada. Aurora estaba tan asustada que ni siquiera pudo hilar palabra.

Una vez que enfilaron la calle Fortuny, distinguieron a Hugo en la puerta. Parecía nervioso; miraba compulsivamente la calle a un lado y a otro. En cuanto las reconoció, echó a correr hacia ellas.

—¡Los tenemos! —gritaba—. ¡Los pasaportes! Acaban de llegar.

Era tanta su emoción que ni siquiera reparó en la palidez del rostro de su mujer. Por fin tenían los salvoconductos para salir del país y embarcar en Portugal hacia su destino. La alegría de aquellos papeles hizo olvidar el mal de Berta.

La mañana del domingo volvieron a atestar los coches de equipaje. Todos acudieron a despedirles a la puerta donde se habían apostado unos chavales harapientos que les jaleaban unas coplillas a modo de despedida.

¡España, no te amilanes

aunque te echen al italiano,

contigo están la justicia

y todos los mexicanos!

Aurora no quiso mirar atrás. De hacerlo, habría comprobado que Madrid se congelaba igual que el reloj de un muerto. Sin mano que darle cuerda.