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Madrid, España. 27 de agosto de 1936
—Señorita Tina, es el traje más bonito que he visto en mi vida —sentenció la sastra mientras le ajustaba el turbante en la cabeza—. Está usted imponente.
—Y eso que no ha visto los del teatro —respondió Tina de Jarque.
—¡Claro que con este cuerpo! Fácil lo tiene usted.
—Pare con las lisonjas, mujer, que me están esperando.
Era la escena estrella. No precisaba ninguna aclaración para saber que, por muchos diálogos suyos en el guion, lo que se esperaba de ella se reducía a desatar un seísmo con sus caderas en aquel número musical.
Qué ganas de acabar la película; los planes de producción se retrasaban y esto implicaba dilaciones con los cobros. Además, tampoco andaban ágiles en el teatro, donde habían mermado sus funciones en la medida en que utilizaban los escenarios para urdir festivales de apoyo a la República.
La actriz también debía sumar a su calamitoso presente su vida personal, aunque clausurara sus secretos bajo llave. En concreto, esos quehaceres «extraordinarios» que, tras haber verificado la incautación de su propiedad, se habían vuelto asfixiantes. Tina se sentía en un laberinto del que ignoraba el modo de escapar.
¿Cómo dejar su colaboración con la inteligencia golpista sin sufrir ninguna represalia? Cada día, amanecía planteándose esta misma cuestión. A la cual añadía otra inquietud más: qué hacía cobijando a un ácrata sindicalista malherido.
Así sucedía desde que fuera arrastrada hasta su casa a punta de pistola.
—¿Qué haces, animal? —gritó cuando el secuestrador abalanzó su cuerpo sobre el aparador del salón nada más cerrar la puerta.
Un estruendo de cristales rotos rompió la paz del edificio.
—¿Vives sola? —preguntó un hombre de considerable envergadura. Se había sentado en el suelo, apoyando la espalda contra la pared, y le sangraba una pierna.
—¿Quién eres? —Tina trataba de enfocar su rostro entre tinieblas.
Buscaba algún rasgo familiar, útil para adivinar quién le habría enviado. Y su sibilino motivo. Quizá venganza. O una extorsión, encaminada a obtener información sobre el general Asín-Badiola. Puede que pretendieran usarla como moneda de cambio, en cuyo caso ignoraban lo poco que valía para su amante. Desde luego, ella no iba a aclarárselo.
—¡A ti qué te importa! —exclamó el hombre con una mueca lastimera—. ¿Qué miras?
—Tienes una herida en la pierna y parece grave. Debería verte un médico.
—¿Qué pasa, eres enfermera o qué?
El sentido de la frase no fue gratuito y, en una reacción instintiva, rebajó su ansiedad. ¿Y si desconocía quién era ella? Entonces a lo mejor había estado en el momento y en el lugar inadecuados. ¡Maldita suerte la suya! Primero, haber enterrado el futuro en un terruño y ahora eso. De repente, que pudiera detonar la pistola le parecía una liberación. Por lo menos así dejaría de elucubrar. Entonces su voz la sobresaltó de nuevo.
—La bala está dentro —dijo él rasgándose el pantalón—. Hay que sacarla. ¿Lo has hecho alguna vez?
Solo faltaba que aquel cerdo muriera y ella tuviera que borrar la sangría del suelo con arpillera, para que su casero no se diera cuenta.
—¡Valiente melindre! —arrojó el herido, junto a un escupitajo—. Tendrás que asistirme. Soy cazador, he extraído muchos perdigones a mis perros.
El hombre la obligó a arrancar el cable del teléfono para impedirle su uso si él desfallecía. Cuando estaba a punto de entrar en el baño en busca de alcohol y vendas, le oyó gritar a su espalda.
—¡Oye, zorra! ¿Y tú por qué tienes tantas fotos tuyas? ¿Quién eres?, di.
Eso hubiera querido saber ella. Quién era. Probablemente una trapisondista que coleccionaba secretos porque sus días de gloria caducaban. No obstante, su orgullo la obligó a retratarse y, rabiosa, se dirigió al salón.
—Soy artista —se le encaró—. Y de las mejores de España.
—No tendría que haber venido hasta aquí —declaró a su contacto alemán tras acercarse a su mesa y aceptarle un cigarrillo—. No parece prudente.
—Machen Sie sich keine Sorgen. Wir brauchen aber diese Informationen sehr dringend[12] —susurró Bertram Fiedler, depositando la cajetilla al alcance de Tina.
El rodaje asumía un breve receso y la artista aprovechaba para saludar a las personas que simulaban ser parte del público de un cabaré nocturno, donde se desarrollaba el número musical. Nunca hubiera esperado encontrárselo allí, pero interpretó que su inminente misión le exigía celeridad. Por ello se arriesgaba. No obstante, habría medio centenar de figurantes, por tanto, era relativamente fácil pasar inadvertido. Fiedler no estaba solo. En el velador que había elegido, medio escondido por una de las abigarradas columnas del club, se citaban también un hombre y una mujer. Ella era una chica joven; atractiva. Con el cabello dorado a la altura de las orejas y sin maquillaje. La hubiera tildado de extranjera. A su lado distinguió a un hombre de pelo a ronchas y gafas redondas. Desconfió del modo en que inspeccionaba todo alrededor. Quizá también era un agente colaborador, pero no quiso indagar en ello.
Tina tomó la cajetilla y procedió a ajustarse con disimulo el turbante. Había dejado, en unos segundos, guardado el tabaco en su interior.
—Debo volver —le advirtió al alemán—. Tendrá noticias mías pronto.
Al despedirse inspiró profundamente el cigarrillo y expulsó el humo en una voluta perfecta. Después aplastó la colilla sobre el suelo de mármol. ¿Qué pensaría aquel hombre si supiera que cobijaba a uno de sus enemigos en su casa?
Eduardo Bayón, trabajador de la metalurgia y delegado de la CNT. Herido por uno de los suyos, porque «en esta guerra nadie es trigo limpio».
Dos noches antes, los cimientos del bloque habían castañeado a causa de los mezquinos disparos. Tina sintió una sacudida y, enseguida, el tacto de una mano en su hombro.
—Anda, ve a tu cama. Ya duermo yo aquí —dijo él refiriéndose al sofá.
Sin embargo, en lugar de dormir, terminaron hablando hasta la madrugada. Él le explicó que tenía treinta años y era padre de tres hijos, cuyo orgullo sería que perpetuaran su lucha obrera. También que se había iniciado en el oficio de la mina siendo un niño. Después fue saltando de fábrica en fábrica, y de libro en libro, hasta concebir que cualquier mejora en el trabajo pasaba por la acción sindical. Entendido esto, meditó que la política podría cambiar el mundo y se había plantado en Madrid con esa obsesión en su equipaje.
—¿Y tu mujer y tus hijos? —inquirió la actriz.
—En Asturias, esperando que haga la revolución por ellos.
—¿En serio te han herido los tuyos? —tanteó ella.
—Los míos tienen muchas caras, Constantina, y no todas son buenas.
—Ha sido una traición, entonces —coligió Tina.
—La he evitado, pero, una vez liquidado el felón, no sé si existen más. —Era lo único que estaba dispuesto a decir—. Por eso me oculto hasta recuperarme.
Nunca había conocido a un hombre como aquel, en cierto modo primario, pero dotado de un gran sentido de la bondad y la nobleza. Un justiciero que creía en sus ideas, defendiéndolas sin medir el riesgo. E instintivamente le comparó con quienes la rodeaban. Él ganaba de sobra en el cotejo.
En ese intercambio de cromos que resultaron sus confesiones, Tina habló de sus ambiciones de niña y su esfuerzo por triunfar. De su familia circense y del asedio al que la sometían los varones. Ignoraba por qué, pero hubiera dado cualquier cosa por contar con su protección toda la vida.
La madrugada del 27 al 28 de agosto, un infierno dantesco quebró Madrid. A esa noche demoniaca le siguió otra. Y luego otra. Y otra más. Los dedos de las bombas dibujaron el mapa de la capital hasta reventarlo.
Tina se asomó a la ventana del salón. Estaba tan acostumbrada a los focos y neones que semejante oscuridad la inquietaba. Al poco las sirenas de las alarmas antiaéreas sacudieron sus pies como espectros invisibles.
—No puedes estar aquí —la sorprendió Bayón, levantándola en volandas—. Este cuarto da a la calle.
Tina inspiró su sudor al abrazarle. Por la escalera se oía corretear a los vecinos, gritando la consigna de que nadie tomara el ascensor.
—Deberíamos imitarlos —sugirió ella.
—Yo no, baja tú. No es seguro para mí.
—Entonces no lo haré yo tampoco.
No fue preciso explicar más. La pareja se confinó en un cuarto interior para esperar a las bombas como mejor supieron. Tina le besó primero. Una vez comida su boca, forzó al sindicalista a girarse contra la pared para recorrer su espina dorsal vértebra a vértebra, lengüetazo a lengüetazo, hasta tirar de la cinturilla del pantalón con los dientes. Pobre Bayón, no había un poro de su cuerpo que no estuviera enhiesto, mientras la mujer recorría sus nalgas y franqueaba un camino que antes habría imaginado prohibido.
—Déjame mirarte —rogó él.
—Calla y disfruta —ordenaba ella—. ¿Te han hecho esto alguna vez?
—No es de hombres.
—El placer sale de dentro, idiota. No tiene género.
Estaba tan obsesionado con ella que se sentía incapaz de dominar sus erecciones. Solo deseaba cabalgarla hasta la extenuación.
—Gírate y enséñame lo que te provoco —pidió ella.
Bayón se dio la vuelta, cuando la calle reverberaba por las detonaciones. Se topó con Tina de rodillas, buscándole a ciegas. Hambrienta. Entonces, entre luces y sombras, creyó reconocer como fantasmas los rostros de su familia. Y le pudo la culpa por traicionarles de un modo tan mezquino.
—No quería que sucediera, yo no quería… —balbuceaba.
—Schh, no estamos para expiar culpas ni remordimientos —cortó Tina—. Si el mundo se hace añicos, no seremos nosotros quienes los recojamos. ¿Cuánto hace que no estás encima de una mujer?
—No andaba mi cabeza para hembras —se excusó él.
—¿Ah, no? Pues demuéstrame las ganas.
Y esa noche los dos escribieron un cuplé cuya música les contorsionó hasta el dolor.