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Cuando Aurora regresó a Puebla, se había instalado el otoño y las calles olían a pan de muerto. Faltaba poco para el 1 de noviembre y las confiterías se inspiraban en las formas del osario, disfrazándolas de azúcar y almendras.

Besos de miel. Los labios de sus sobrinos le compensaron su ausencia. Los de Hugo también fueron unos abrazos dulces, después de esos turbios días en que ella permaneció lejos. Cómo la había extrañado. La noticia de su partida le pilló tan desprevenido que rebatir su propósito le pareció imposible. En cierto modo entendía que debía dejarle ampliar su espacio, si no quería perderla.

Aurora desplegó sobre la mesa del salón los regalos, y los niños, incluyendo la pequeña, se abalanzaron sobre ellos. Le complació comprobar que la cría iba integrándose en la familia. Durante la cena dudó mucho de la conveniencia de ser explícita o no con Hugo, y narrarle todo lo que había sucedido en D. F.

Si detallaba el desengaño provocado por Pablo, habría de admitir su error al no embarcarse en el Nordlys. Lo que implicaba hablar del ataque. De Berta. De Atilano y España. En suma, volver a desempolvar el pasado. El cercano y ese otro, disipado en el tiempo. Así que determinó colmar su discurso con las locuras de Edwina, sus salidas y entradas, y la que había realizado junto a un caballero que «conoció por casualidad en el hall del hotel».

—¿Dices que es propietario de un estudio cinematográfico? —se atragantó Hugo al oírlo—. ¿Y para qué quería invitarte a cenar?

—¡No sé, es amigo de Edwina! —mintió Aurora—. Ella conoce a tanta gente.

Y no le contó más. Omitió a propósito su prueba de cámara. Qué necesidad había de discutir con Hugo si, además, carecía de trascendencia.

Pero la tarde en que se había enfundado el traje negro que le hacía parecer una mujer enigmática, llena de recovecos, y había pronunciado con convicción unas frases aprendidas de memoria, alguien, aparte del equipo, escuchó su audición. Mientras ella copaba su confianza, él se fue achicando hasta transformarse en una sombra entre los forillos. Esforzado en guardar silencio, vomitó bilis en el cubo de agua sucia, colérico por no haber sido él quien modelara ese proyecto de actriz que era Aurora. Porque no eran sus ojos quienes la escrutaban tras la Kodak 16 mm que captaba su alma.

«Dirígete al estudio y haz lo que manden, compadre», le ordenaron, y Pablo Aliaga, cubo en ristre, cumplía su trabajo: agazapado, esperaba el momento en que Aurora terminara su prueba para limpiar las pisadas de una diosa.

Todos los Santos respetaron el culto a la carne; pero pocos días tardaron los capitalinos en volver a honrarla en La Orgía Dorada.

—Trajeron esto, doña —avisó el portero a Edwina, antes de abrir el primer sábado después de la fiesta.

Un gigante de dos metros, vestido como los pachucos que abarrotaban los salones populares, depositó una sombrerera negra entre sus brazos. A ella le inspiraba simpatía ese niño grande que cada noche, en el acceso del club, guardaba la compostura, pero era incapaz de frenar unos pies que se le iban a la sala. «Los bailes, para tu día libre», le reprendía la madame como a un chaval enredador. Al portero de La Orgía Dorada le fascinaba el danzón.

—¿Qué es? —inquirió Edwina.

—Qué sé yo, patrona. Un hombre lo sacó de un auto y acá está.

El paquete que recibió esa desapacible tarde de noviembre traía una cama de hebras de sisal desmenuzadas y un par de adefesios yaciendo encima.

El primero de los dos mediría unos treinta centímetros. Estaba arrodillado. Tenía los tobillos y las muñecas anudadas a la espalda y sus orificios —ojos, boca, oídos, sexo— estaban trepanados por unos pinchos de hierro oxidado. El corazón, también. El otro esperpento, de mayor tamaño, representaba a unos siameses que compartían un cuerpo de tela de saco a la altura de los hombros. Edwina evaluó el atuendo: vio que estaba a punto de romperse y se sostenía por unos alfileres bonis, unidos entre sí con una cuerda. Igual que jíbaros, a los cráneos les cubría una piel consumida y arrugada; sobre ella, el cadáver de lo que algún día fuera cabello. Las cuencas de los ojos y la boca estaban vacíos.

Asqueada, cerró la caja y se dirigió al piso superior, donde las meretrices ultimaban sus arreglos. Palmeando las convocó a su despacho.

—¿Alguien puede aclararme el significado de esto? —las interrogó.

Acto seguido alzó la tapa. Las que alcanzaban a ver los muñecos se taparon la boca horrorizadas. Las demás estiraron el cuello, pero se les revolvieron las tripas tras ver el interior. Un par llegaron a desplomarse.

—¡Híjole! —porfió Edwina—. Para esta representación no las necesitaba.

—Aquí tenemos respeto a los fantasmas —protestó una airada.

—A mí los fantasmas me hacen los mandados.

Las putas de una gran metrópoli carecían de costumbres incivilizadas como las de campo, por ello casi ninguna entendió aquel mensaje. Solo una, que había nacido en un pueblecito de la sierra de Oaxaca, interpretó enseguida qué eran esos espantajos. Se trataba de vudú.

—Me brinca que alguien la busca, doñita —presagió.

—¿Así nomás? ¿Asustando? —declaró, quejosa, Edwina.

—Permiso —apuntó la meretriz, cogiendo entre sus manos la figura bicéfala. La puta deslizó sus dedos por los cráneos, tiernamente, mientras sus esmaltadas uñas tanteaban la cavidad ocular. A primera vista esos terroríficos muñecos eran idénticos, por lo que, a su juicio, quien fuese buscaba hermanarse con Edwina. Después introdujo la mano bajo la vestimenta. Resultaba difícil hurgar dentro, pero fue abriendo las capas de la tela, rasgándolas cuando se hacía preciso. Su interior mostraba lo que parecía un trozo de columna vertebral de un animal y, pegados a él, dos objetos: uno consistía en una astilla de madera atada con mínimos cordones de sisal que recordaba toscamente a un arma, en concreto a un rifle. El segundo era una cosa panzuda, que la de Oaxaca no supo interpretar.

—¿Y eso? —interrogó Edwina sin atreverse a tocarlo—. ¿Otra arma?

—Ni modo, doña —respondió—. ¿Ustedes qué ven ahí?

Sus compañeras empezaron a especular lo que podría representar «eso» que escondía el infame muñeco de vudú. Hasta que una furcia tuvo una iluminación. «¡Parece un ukelele!», exclamó.

—¡Sííí! Entonces creo que sé quién le hace el envío —anunció satisfecha la pueblerina.

—¿Que no me ves que estoy de la patada? —le increpó la madame—. ¡Habla!

—Tiene su oficio y se le ofrece compartir la mercadería.

Edwina se afianzó en la silla, mientras la puta le explicaba que otra persona quería repartirse el negocio del vicio con ella. Claro que no concebía un nuevo duelo como el que padeció en Veracruz contra los chinos, pero tampoco estaba dispuesta a claudicar.

—¿Y el segundo muñeco? —Edwina se refería a la figura perforada.

—Ahí anda el aviso, patrona —alertó la de Oaxaca—. Es una amenaza.

Si Pablo pretendía amarrar a Aurora, dejarse abatir no parecía el modo.

Un día le duró el desconsuelo. Después, y como si descubrirla alejada fuese un certero revulsivo, reclamó a su superior una oportunidad, exponiéndole que él no había venido a este nuevo mundo a lustrar suelos. El mexicano se quedó pensativo.

—¿A poco prefieres pasarles el texto a las actrices? —dijo el hombre—. Ya vi cómo te miran; más vale que capeen a uno que ande «buenote». El gringo necesita un achichincle, ¿quieres tú?

Así le propuso trabajar junto al director de la película que protagonizaba Lupe Vélez.

—¡Pues te me vas largando al foro, órale!

Pablo corrió por las calles de Empire Productions agradeciendo al cielo la carambola, aunque el recuerdo de Aurora no dejara de dolerle.

El año 1942 se saldaría en positivo para el grupo de refugiados españoles que urdían con el joven lazos de amistad. Miguel Morayta había alcanzado materializar uno de los sueños: la creación de una Ciudad Cinematográfica donde rodar en una veintena de estudios simultáneamente. Poco había hablado del proyecto hasta el momento. Le asustaba que pudiera truncarse, al igual que la llegada de su familia, convertida más en presagio que en realidad. Pero puesto que los planes del «joven director de películas», como le calificaban en la prensa, se recogían en ella, ya podía jactarse de impulsar más de ciento cincuenta cintas al año en un complejo que aglutinaría todas las tareas de la producción.

—Seis millones de pesos, a construir en tres etapas —anunció Miguel.

Esa noche se habían citado en el piso de Insurgentes Sur, donde residía Miguel desde que plantara a Pablo y el bajo de Morelos, algunos pasajeros del Quanza que, mientras en el barco hubieron soñado con la posibilidad de filmar cine como una forma de resistencia, ahora suscribían el simple afán de entretener, pues la ideología se marchitaba sin remisión.

Entre ellos estaban Magda Donato y Salvador Bartolozzi, cada vez más castigado por el cáncer, aunque tratase de no despertar compasión; otro superviviente de Argèles-sur-Mer, el pintor e ilustrador Josep Renau, que diseñaba los carteles de estreno; la actriz mexicana Isabela Corona, a quien Morayta deseaba en el papel de bella madre superiora en Caminito alegre, puesto que, resuelto el trámite de la financiación, iniciaría en breve su rodaje. Y también Manuel Fontanals, feliz porque no hacía ni una semana desde que recibiera la propuesta del director Emilio «Indio» Fernández para rubricar los decorados de María Candelaria, su nueva gran producción protagonizada por Dolores del Río.

La vida de este último mudó tras una larga espera. Siempre hablaba de ello. En realidad lo contaba como si fuesen retazos de una ficción alumbrada por los dedos del autor. De su amigo ausente. Quizá porque así amortiguaba la angustia que supuso mirar largamente el reloj aquel 19 de agosto de 1936. Entonces los ojos de Fontanals saltaban de la hora que marcaba a su mesa de trabajo, donde había desperdigado las cartulinas con la escenografía de una nueva obra de teatro. «Es incluso mejor que Bodas de sangre y que La zapatera prodigiosa. ¡Ya verás, Federico! Te va a entusiasmar. ¿Vienes a casa mañana?». Pero García Lorca nunca apareció para valorarlas.

Con la muerte del poeta llegó para él un invierno prematuro. Y una certeza. La de que su país no sería el mismo jamás.

A los pocos días, Fontanals emprendió viaje a Buenos Aires de gira con una compañía de teatro, como tantas otras veces. Sus aplaudidos decorados de siempre, donde se reinventaba el art nouveau y el art déco. Pero esta vez estaba determinado a no regresar. Eso sí, antes de embarcarse, borró cualquier rastro suyo en España. Los papeles y las cartas, sus dibujos, esos libros anotados en los márgenes hasta no distinguir sus letras, las fotografías. Mapas de lo que fue, consumidos como cenizas.

Fontanals estuvo recorriendo América en un particular exilio artístico hasta que en 1938 recibió una llamada desde México. Le proponían reformar el restaurante del hotel Reforma e ideó para el bar Ciro’s la barra circular más grande del mundo. Ya nunca dejaría esa tierra. Allí le adoraban.

En su ingenio, llegaba a los rodajes con una lámpara que traía de su propia casa o realizaba fondos pintando de colores los envases de vidrio vacíos. O ideaba paisajes corpóreos sobre un ciclorama que resultaban más reales que la misma calle. De la escasez siempre alumbraba virtud.

Comparado con estos talentos, Pablo se juzgaba un aprendiz de nada.

Esa velada, con la Navidad encima, todos empezaron a ventilar la nostalgia de los suyos. De hecho, quedaban más a menudo para «apapacharse», tal y como aludían los mexicanos a la necesidad de sentir el tacto de una piel amiga. Aunque también se juntaban para saber qué se fraguaba en la oficialidad del régimen y qué en su clandestinidad.

—¡Escucha esto, que te va a gustar! —Morayta llamó la atención de Pablo—. Creo que el productor de Carne de fieras quiere estrenarla y busca a quien sea capaz de tapar, fotograma a fotograma, el pecho de la francesa.

—¿Qué tontería dices? —exclamó él—. Eso es imposible, faltan…

—¡Sí, ya sé! —interrumpió Miguel burlándose—. Tres rollos. Nos lo sabemos, chico. La cuestión es que no hay dinero que pague ese trabajo de chinos y la censura no permite exhibir una cinta con desnudos. Y menos hablando del divorcio con tanta ligereza.

—¡Qué mujer de rompe y rasga era Tina de Jarque! —apostilló Fontanals.

—Pero, según contaban, una arpía —apuntó Magda Donato—. No se amilanaba ante nada con tal de conseguir lo que quería. ¿Es verdad que era amante del general Asín-Badiola, Pablo?

—Eso decían —afirmó Pablo—. E incluso que fue espía y terminó liada con uno de la FAI.

—Mirad, ese tipo de personas no las entiendo —aseveró Magda—. Uno siempre se posiciona en un bando aunque se suba a un escenario. ¿Era tan frívola?

Pablo visualizó a la mujerona vestida de blanco, con los volantes de su traje caribeño al viento, tras repetir por quinta vez la toma musical de la película.

«¿Cansada?», le había preguntado él acercándole un vaso de agua. Recordaba que ella le miró como quien observa a una cucaracha, a un insecto al que se podría aplastar o perdonar la vida. «¿Yo? —contestó ella—. No. Me gusta mi guerra. Es esta, no la de ahí fuera. Las plumas y las lentejuelas son mi uniforme. Y en este cuerpo, que no se agota nunca, reside mi única arma».

—No le interesaba la política —resumió Pablo—. Solo era una superviviente.