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—Nomás acabes el jugo nos marchamos —propuso Edwina a Aurora—. Y haz de rogona, que yo soltaré la lana.

—¿Para aliviarme el mal de amores?

Aquella madrugada, cuando leyó la nota que Aurora le había dejado, aporreó la puerta de su habitación. Aún no había tenido ocasión de ojear sus últimas cartas, porque se le acumulaba el trabajo en La Orgía Dorada, de modo que encontrársela resultó un regalo. No obstante, Aurora estaba deshecha y tuvo que relatar el motivo de su desilusión para que Edwina la entendiera. «Te advertí que ese muerto de hambre no era para ti. ¡Olvídate de él!», repetía mientras la joven se quedaba dormida en su regazo.

Dejaron el hotel rumbo a El Palacio de Hierro, unos grandes almacenes de la capital, porque la vida también se sustentaba de retazos frívolos, como elegir un par de zapatos o unas medias de la mejor seda.

—¡Tiene un enorme escote en la espalda! —exclamó Aurora al descubrir el traje que traía Edwina entre las manos—. Me daría vergüenza usarlo.

—Salir desnuda a la calle y que no volteen a mirarte. Eso sí es vergüenza.

Durante el día hablaron y rieron; Edwina tenía la virtud de darle la vuelta a todo como un calcetín. Aurora no sabía dónde había acopiado las fuerzas para enfrentarse a los últimos avatares sin tenerla cerca, y supo que ya no podría apartarse de ella a no ser por obligación y por poco tiempo. Cerca de las primeras tiendas que pisaron se levantaban, magníficos, los edificios de la competencia: el Centro Mercantil —una soberbia construcción art nouveau, cuyas cristaleras Tiffany eran referente del centro histórico— y el Puerto de Veracruz. Y hasta ellos acudieron también, aprovechando que al bolsillo de Edwina se le había abierto un agujero por el que se escurrían sus ahorros con ligereza.

En aquellos templos uno encontraba cualquier cosa que imaginara, desde aspiradores supersónicos, batidoras, picadoras de carne y cojines eléctricos, hasta perfumes franceses y ropa de importación. Después de mucho mirar, compraron una línea de maquillaje Max Factor y lencería fina, ya que la alemana se había empeñado en transformar a Aurora en una mujer hecha y derecha. «Se le va largando el españolito de la cabeza, como hay Dios», rumiaba para sus adentros. Por último, adquirieron obsequios para los niños y un sombrero elegantísimo, con el que Hugo mitigara las frías madrugadas de Puebla.

—Apenas sale de casa —lamentó Aurora—. Le abochorna ser cojo.

—Todo se va a componer, mija. Por lo pronto, habrá que buscar una pierna postiza —dijo Edwina tratando de apaciguarla.

—¿Tú crees que aceptará usarla?

—¿Pues qué caso tiene trinar de rabia? Vamos a almorzar y ahí platicamos.

Así fue. Dentro del bar La Ópera aderezaron su compromiso de localizar la mejor ortopedia de D. F. con unos tamales y un plato de caracoles en salsa de chipotle para chuparse los dedos.

Seguidas por un propio que cargaba decenas de paquetes, aparecieron en el hall del Imperial entrada la tarde. Orgullosa Edwina y bastante apaciguada Aurora, porque su amiga había sido capaz de adormecer el mal recuerdo de Pablo.

Nada más entrar, le reconoció. Estaba pagando la consumición, mientras se colgaba la gabardina del brazo. No dejaba de ser caprichosa la coincidencia, pero puesto que no le apetecía saludarle, Aurora se encaminó al ascensor.

—Llegué a pensar que usted había sido un espectro —dijo tras darle alcance.

—¡Ah! ¡Es usted, qué sorpresa! —declaró falsamente Aurora.

—La misma que manifestaron aquí en la mañana cuando solicité el número de habitación de la señorita Velier.

—Oh, yo… siento…

—Aquí entre nos —dijo acariciándole el antebrazo—. Puede llamarse como se le dé su regalada gana si acepta cenar conmigo.

La alemana los observaba y, aunque se moría por acercarse, decidió dejarla hacer.

—La recogeré a las siete y media —oyó zanjar al mexicano, según se dirigía a un botones chasqueando los dedos. Entonces cruzaron la consigna una decena de centros florales—. Una lástima que se marchitaran, ¿no cree? ¿Sería tan amable de indicarles su habitación, señorita Velier?

Con igual ironía Diego Espejel Briz le besó la mano y la saludó rozando el ala del sombrero.

—¿¿Dijo Velier?? —preguntó Edwina anonadada.

—En efecto. Olvidé decirte algo ayer —se excusó Aurora muy sonrojada.

—Platícamelo de volada, niña.

—No sé qué tanto te vaya a gustar.

—Seguro que nada —sentenció Edwina.

Mientras las dos amigas desgranaban los detalles del encuentro con Diego Espejel la tarde anterior, Pablo no daba una a derechas.

Se sentía incapaz de capitanear tanto sus pensamientos como sus manos. La resulta de este caos fue una de sus peores jornadas en Empire Productions, y eso que su única responsabilidad era mantener el suelo limpio de pisadas cuyo reflejo, de producirse, arruinaba la toma en cuestión.

«O espabilas o el patrón te va a correr, bajándote del cerro a tamborazos», le alertaban sus compañeros. Pero él no tenía más cabeza que para Aurora.

Allí se había metido su olor a vainilla veinticuatro horas antes. Agazapado en algún escondrijo fue tomando carta de naturaleza, hasta que el aroma le golpeó en plena mandíbula. Sucedió al abrir la puerta del bajo de Morelos.

Pablo había cogido la llave que guardaban en una escuálida planta, junto a la entrada, para no molestar con sus idas y venidas a los de dentro, y al cruzar el umbral entendió que no andaba fantaseando.

—¿Quién ha venido? —preguntó a la patrona, que espulgaba lentejas.

—¿Te refieres a la chica, muchacho? No dijo cómo se llamaba.

Ni falta hacía. Enseguida dedujo que Aurora había estado en el mugriento cuarto que compartía con Miguel Morayta.

—¿Se lo ha mostrado? —insistió Pablo.

—¿Qué iba a hacer? —replicó ella—. Pensé que venía a hospedarse. Aunque debería haberme dado cuenta de que nadie con su ropa viviría aquí.

—¿Y qué dijo?

—Nada, se marchó.

—¿Dónde?

—¡Qué sé yo!

—¿No dejó una nota? —preguntaba nervioso—. ¿Una dirección?

—¿Te crees que somos todos como tú? —zanjó la mujer, y echó la legumbre a la olla—. ¡Rellenando folios que a saber a qué basura irán a parar!

Después de esto, Pablo carecía de fuerzas para asearse y menos para ingerir bocado. Borracho de vainilla, aguardó a que Miguel Morayta volviera para desahogarse con él. Por suerte, a este le crecían los proyectos y, tal y como aseguraba a su pupilo, pronto tiraría de él en alguno de ellos.

—A ver quién te asegura que fuera ella —le dijo al conocer sus sospechas.

—Lo sé —habló Pablo con rotundidad.

—Será un pálpito, pero no una certeza. Los enamorados veis al otro en todas partes.

—Era ella. Ya sabe que la he engañado.

—¡No haberlo hecho, mequetrefe! Se puede ser más estúpido, pero entonces no hubieras nacido. ¡Bah! Si te quiere le dará lo mismo que pases el mocho o que andes con una claqueta entre las manos.

Los días siguientes Pablo apenas pudo dormir y, al terminar su tarea en los estudios, se dirigía sistemáticamente al café Tupinamba a desglosar la vida con otros refugiados para borrar el recuerdo de Aurora, según resucitaba el de España. Lo hacía gritando en la tertulia hasta desgañitarse. Hasta quedar afónico de tanto clamar por una patria que ya ni conocía.

No solía hablar con Morayta de esas cosas, porque sentía que su amigo se iba alejando, al tiempo que enraizaba en México. Lo contrario a él.

Bien es cierto que cuando contemplaba lejano el reagrupamiento familiar y la posibilidad de labrarse un porvenir aún oscuro, también Morayta tuvo la tentación de huir. Incluso pensó en incorporarse a la milicia guatemalteca, a través de un contacto del Ejército de la República que había alcanzado un elevado escalafón en el país. Sin embargo, una caprichosa baraka le hizo desistir. Fue al principio de la primavera.

—Tendrás que soportarme por algo más de tiempo —le confirmó a Pablo al regresar de la embajada, donde había ido en busca de visado—. Mi contacto en Guatemala ha muerto ajusticiado al promover un golpe de Estado.

—Extraños amigos los tuyos —valoró Pablo.

—Ya sabes: colegas hasta en el infierno.

Poco después, Miguel cuajó su primer trabajo como supervisor general en Dulce madre mía, un rodaje de escaso dinero en el que no pudo contar con Pablo. Por suerte para este, llegó su colaboración con Juan Orol, y ya no se sintió tan solo en aquel México que le parecía demasiado grande.

—Esta noche vamos a Ambassadeurs a cenar, Pablo —le sorprendió al llegar del trabajo—. ¡A ver si te quitas esa cara de una vez!

Salvador Bartolozzi y Magda Donato los estaban esperando.

Los artistas se habían conocido en 1914, cuando Salvador festejaba el parto del tercero de sus hijos. Veinte años se llevaban y, por entonces, el ilustrador estaba casado. Era uno de los pinceles más reconocidos del país, creador de personajes inolvidables, en especial, para el público infantil.

Al principio, aquel hombre de aspecto severo ignoraba cómo catalogar el sentimiento inspirado por esa joven —casi adolescente— rebelde, entusiasta, delgada y guapa a rabiar. Le gustaba, sí. Pero solo pensarlo se le hacía un sacrilegio. Una emoción contra natura.

Magda pertenecía a una acomodada familia judía que le había reportado la más exquisita educación. Su nombre auténtico era Carmen Eva Nelken, hermana menor de Margarita —una de las primeras diputadas a Cortes— y a quien la madre de ambas, por cierto, solía ponderar en demérito de Magda. Esto la apremió a adoptar un seudónimo que la distanciara de su terca sombra. Siempre tuvo una existencia bohemia, aderezada por su talento prodigioso para el humor y el absurdo: participaba en compañías teatrales de vanguardia, ejercía como ideóloga militante feminista, además de firmar unos reportajes novedosísimos y muy provocadores en El Imparcial. La unión entre ella y Bartolozzi propició una de las parejas más creativas en la España de preguerra.

Esa noche estaban sentados en Ambassadeurs, cogiéndose las manos como adolescentes. Como si acabaran de conocerse.

—Deja ese mohín en la puerta, Pablito —advirtió Bartolozzi levantando la copa—. Hoy es día de alegrías porque nuestro Pinocho camina a buen ritmo.

Le costaba mucho hablar. En las últimas semanas le habían aparecido unas llagas en la lengua y, por más que se esforzara en vocalizar, sus palabras no sonaban todo lo fluidas que él hubiera deseado.

Magda le limpió un hilillo de baba. Después besó su mejilla. Se negaba a mencionar los miedos que le despertaba su dolencia. Por otra parte, el gran éxito que estaba alcanzando la película basada en el dibujo de Pinocho, creado por Bartolozzi en 1924, era tal que no deseaba empañar su triunfo. Él estaba pletórico y cargado de planes. No sospechaba que un cáncer en la boca le roía la salud.

—Deberíamos desarrollarlo en dibujos animados —anotó decidido.

—Walt Disney ya hizo una película sobre Pinocho hace un par de años —dijo Magda Donato—. Claro que el tuyo es inmejorable.

Ella también trabajaba a buen ritmo: había asumido el guion de la película, escribía en La Mañana una sección infantil y su retorno a los escenarios como actriz la tenía muy ilusionada.

—¿Qué le pasa a Romeo? —increpó a Pablo—. ¿Mal de amores?

Bastante avergonzado, pero espoleado por los tequilas, Pablo le relató sus tribulaciones. Solo una mujer podía entender lo que turbaba a otra.

—El engaño y la mentira son viles y rebajan a quien los practica —sentenció ella—. Sea hombre o mujer.

—¿Y?

—¿Se puede ser más patán, Miguel, que este protegido tuyo?