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Edwina abrió su club aprovechando las fiestas del Día de la Independencia, cuando los hoteles y los restaurantes de D. F. rebosaban y en las calles todo era algarabía y emoción.

Esa noche los faros de los vehículos sangraban la avenida Juárez, costando dilucidar a dónde dirigían los pasos sus ocupantes, si a los Salones Capri —cabaré favorito de la clase alta ubicado en la entreplanta del hotel Regis— o a La Orgía Dorada, puesto que ambos distaban unos metros.

Su inauguración se publicitaba en las páginas de sociedad con abundancia y los Salones Capri anunciaban actuaciones de Pedro Vargas y la orquesta de Agustín Lara. Pero Edwina aseguraba tanta estrella en su club que a él terminaron acudiendo los hombres pudientes para comprobar la certeza del rumor. De madrugada no se oía otra cosa por las calles de la ciudad: en La Orgía Dorada uno jode a cualquier artista, a precio de ramera.

Había trabajado muy duro para cimentar su primer triunfo. Ella y un par de cirujanos, para quienes el reto de transformar unos rostros más o menos agraciados en imitaciones del celuloide fue un estímulo. Antes, la madame convenció a unas cuantas figurantes desencantadas de que su estrellato debía brillar en otros escenarios. Localizó a los mejores plásticos de México y acudió a sus consultas con un sobre repleto de fotografías como señuelo.

—¿Cree usted que podría parecerme a ella? ¿O mejor a esta otra?

—La estructura ósea de ambos rostros es menuda y sería una labor difícil, pero sus ojos se asemejan a una estrella llamada María Elena Marqués. Si a usted le extraemos las muelas del juicio y elevamos las cejas…

No necesitaba mayores aclaraciones. Así confirmaba que en ese «doctorcito» moraba un vanidoso doctor Frankenstein, subyugado por los experimentos con los que Hollywood embellecía a sus mujeres.

Estudiando fisonomías terminó asemejando cada una de las pupilas a una artista. Tras meses de injertos, rinoplastias, electrólisis en el nacimiento del cabello, arreglos de dentadura y demás, cualquier estudio cinematográfico hubiera envidiado el catálogo de La Orgía Dorada.

E igual que en Veracruz, adiestró bien a sus nuevas putas: clases de danza y música, de buenos modales, urbanidad y psicología, deporte en el gimnasio y en la cama. Aprendieron a maquillarse y a domar sus cabellos. A diario iban al cine para copiar la gestualidad de unas actrices cuyos ademanes mimetizaban de forma exquisita.

—Platiquen con sus admiradores. —La alemana se resistía a llamarles clientes a fin de suavizar el terreno a las primerizas—. No me agarren las prisas por ir al reservado. Antes les escuchan sus tristezas.

Allí estaban en su primera noche, aireando unos trajes en raso, seda o satén, Andrea Palma, Susana Guízar, Adriana Lamar, Vilma Vidal, Lupe Vélez o Isabela Corona, nombres inmortalizados por la gran pantalla que excitaban a los señores nada más pronunciarlos. En La Orgía Dorada no faltaban ni la americanizada Dolores del Río, que acababa de retornar a D. F., ni una actriz a quien Edwina había descubierto en su debut —El peñón de las ánimas— y en cuyos penetrantes ojos advirtió futuro como para rastrear también su doble. Se llamaba María Félix.

—Eres talentosa, güera —halagó Noel Cigarroa ese estreno. Se había trajeado en mil rayas y parecía alguien importante—. Ya era tiempo de que las viera así, parecen las de veras.

—De carne y hueso son, por tanto, tan reales como tú y yo.

—Cuentan que Dolores del Río anda hoy en el Regis.

—No tiene caso. Por lo pronto, la mía luce bien curiosita.

—¿La pruebo o me quedo en las mismas? —trató de encizañar.

Edwina, pendiente de que todo fuera a la perfección, dirigió un vistazo de reprobación al consentidor de sus negocios.

—¡Ah, saliste prejuiciosa! —dijo él carcajeándose—. Suerte que tus nalgas me tienen prendido. ¿Serás tú la única valiente de aventarse al ruedo conmigo?

—Sin pesos por medio, seguro —zanjó Edwina.

Mientras ellos polemizaban, la orquesta cambiaba de ritmos y los hombres, obnubilados, de pareja. Por supuesto, no eran tan ignorantes ni andaban tan borrachos como para creerse que ceñían a la original; pero la fidelidad de las copias resultaba tan alta que asumían felices el engaño de acostarse con una afamada actriz aun sin serlo.

La clientela de La Orgía Dorada no paró de engrosar en los días siguientes. Entre sus visitas había altos cargos políticos, prohombres de la judicatura y la empresa, que antes frecuentaban el cabaré Ciro’s o los salones Capri y ahora habían cambiado sus gustos de repente. Ningún español, por cierto. Puede que algún comerciante de la antigua colonia, pero desde luego no los refugiados. Ni aunque hubieran arraigado lo suficiente como para participar también de la vida lúdica de Ciudad de México.

Eran dos mundos. Una ciudad vitalista a pesar de la guerra y, dentro de ella, una isla llamada España escindida en dos mitades.

El entretenimiento de una de ellas gravitaba en torno al Casino Español. La otra se recreaba en las tertulias, testigos de una memoria que les vertebraba a modo de comunidad. En ellas encontraba su diversión Pablo hasta que la carta de Aurora volvió a ocupar la mitad de su cabeza y regresó a las andadas: a fabular sobre el tipo de vida que le hubiera gustado ofrecerle.

—¿La avenida Morelos queda cerca? —preguntó Aurora al taxista.

—Nomás a unas cuadras volteando en Reforma.

—¡¡Lléveme hasta allí!! —ordenó.

Así brotó el impulso, pues su primera intención había sido acudir al hotel Imperial donde se hospedaba Edwina. Y donde se alojaría ella.

El conductor callejeó por la colonia Guerrero, hasta entrar en una vía cuyo número 36 resultó como lo hubo descrito Pablo en sus misivas. Esas que llegaban a Puebla casi a diario. En ellas hablaba de un coqueto apartamento donde daba forma a unos guiones que, según informaba, había empezado a rodar. «Me han contratado en Empire Productions y me auguran un gran futuro. ¿Lo querrás compartir conmigo?». Aurora ignoraba qué le depararía el suyo, pero no cabía duda de que este paso les acercaba muchísimo.

«Planta 3.ª, puerta izquierda». Ahí se dirigió ella, maleta en mano. Subió las escaleras de dos en dos y su corazón desatado pulsó el timbre.

—Supongo que Pablo Aliaga no estará en casa —soltó a la mujer que abrió la puerta—. ¿Y el señor Morayta?

—No sé por quién pregunta usted —declaró ella un tanto desconfiada.

—¿No es esta su residencia?

—No, señorita, ¿qué caso tendría mentirle? Tengo años aquí y nunca oí esos nombres.

—Quizá me equivoqué de piso —dijo Aurora echando mano al bolso, en busca de una nota donde comprobar la dirección.

—¿Qué tal si prueba en el bajo? —sugirió la mujer—. Admiten huéspedes.

El bajo olía a humedad. Era una vivienda interior con escasos muebles en la que aletargaban media docena de hombres, mientras unas mujeres trataban de mantenerse activas para entrar en calor. Hacía frío y el lugar la estremeció.

—Adelante —anunció la patrona indicándole un cuarto en el que cabían dos catres, un par de sillas y un tablero adosado a la pared—. ¿Quiere guardar su maleta?

—¿Esta es su alcoba? —preguntó Aurora.

—¿No pregunta usted por Pablo y Miguel? —respondió la patrona.

—¿Viven aquí… con los demás?

La mujer se cruzó de brazos. Tuvo la impresión de que, siendo española, no formaba parte de ellos.

—Son refugiados —aclaró la mujer—. Su estancia no es una visita de cortesía.

—¿No trabajan? Lo digo porque los veo ociosos…

—¿Sabe cuánto les entrega su gobierno para que puedan subsistir? Un peso y medio al día. Las autoridades les restan las mantas, el plato y la cuchara. Cualquier medicina vale dos y si enfermaran, nadie les atendería porque no podrían costearse los diez que cobra el peor de los matasanos. Salvo que conocieran a algún compatriota médico que consintiera tratarles gratis —soltaba su cruda retahíla de tirón—. Por cierto, ellos sí encuentran trabajos, pero si estos pobres no buscan empleo es porque ni ropa tienen. Se intercambian los zapatos y los trajes, y abandonan la casa por turnos. Claro que usted los juzga «ociosos».

—Perdón, no imaginaba… —se disculpó Aurora.

—¿Va a dejar su maleta o no?

Salió del edificio avergonzada. Incapaz de precisar qué le turbaba más, si la mentira de Pablo ocultando la humildad en que vivía o su propia indolencia a la hora de valorar unas existencias míseras y desarraigadas.

Aurora tomó un taxi a las Lomas de Chapultepec. Necesitaba hablar con él. Preguntarle por qué no se había sincerado. Entendía que labrarse un futuro no representaba una tarea fácil y Pablo había logrado lo más difícil: abrirse paso. Por tanto, la alegría en sus sueldos llegaría tarde o temprano.

De camino se detuvo en el hotel, consignó su equipaje y escribió una nota a Edwina anunciándole su presencia. Un rato después el vehículo cruzaba los estudios Empire Productions, adentrándose en un universo paralelo al real.

—¿A poco es usted actriz, señorita? —interrogó el taxista.

—¡No! Yo solo… Oh, no…, ¿cómo cree?

Abonó el importe y trató de ubicarse en aquel laberinto de decorados.

«¿Los foros? Están al final», fue la respuesta de un operario a su pregunta. Tomó ese camino y reconoció en él algunos artilugios que, en proporciones distintas, había visto en el rodaje de Carne de fieras. Le sorprendió el contraste entre el envoltorio relumbrante del cine y aquellas tripas de cartón piedra. Superó los almacenes de vestuario y los camerinos; en cada estudio que encontraba preguntaba por Pablo, pero sus interlocutores se encogían sistemáticamente de hombros, asegurando que allí nadie conocía a nadie. Que los empleados entraban y salían, pues tal era la tónica del trabajo.

Empezaba a dudar si no habría sido una temeridad venir desde Puebla sin avisarle, cuando alguien golpeó su hombro.

—Perdón —se disculpó el chico anterior—. Ahorita recuerdo que en el foro 8 trabajan unos españoles. Nomás les dicen chichicuilotes, porque no cesan de hablar entre ellos.

Allá que se encaminó Aurora, convencida de que aquellos parlanchines no podían ser más que Pablo y Miguel Morayta. Ni siquiera sabía cuál era el título de la película que estaba dirigiendo, pero qué importaba cuando iba a reencontrarse con él. Hacía nueve meses que no se veían. Demasiados días desiertos de besos, seguidos unos de otros.

—Apúrese —susurraron nada más entrar—. De mirona no puede estar. ¿En qué escena sale usted?

Le hablaba una mujer madura, con gafas graduadas y el pelo recogido en un moño. Abrazaba un guion del que apenas apartaba la vista.

—No, yo… creo que… —Aurora nunca había balbuceado tanto.

—¿Qué tal si se mueve? —interrumpió la script—. Porque aprender a hablar le tomará más tiempo. ¡Híjole! ¿Y ustedes quieren ser actrices?

La mujer le cacheteó el trasero con los papeles y se esfumó en dirección al set. Aurora decidió acercarse hacia donde se dirigía ella, aprovechando que podía guarecerse entre los claroscuros de la nave. Los parámetros laterales eran negros y el techo, un entramado de rieles de donde pendían focos y otros ingenios cuya utilidad no supo descifrar. Al fondo distinguió la recreación de un salón de lujo, presidido por una imponente escalera. En lo alto, una mujer envuelta en lamé plateado se erguía rectilínea. A sus pies había un grupo de actores que simulaban disfrutar de una fiesta.

Are you right, miss Vélez[9]? gritó una voz desde la silla del director.

Bored of waiting!! Hollywood directors are faster… and smarter[10].

—Lupe, relájate —recriminó otra voz masculina—. Estás hermosísima.

—Déjense de pendejadas o tráiganme una tragadera. ¡Tengo hambre!

Could someone get me a coffee[11]?

—¿Que no oísteis? Un café al boss. Ahora, que para luego es tarde.

Los peones se movieron deprisa, pero uno de ellos entrampó sus pies entre el cableado eléctrico y cayó al suelo, arrastrando con él varias bandejas de copas de atrezo.

—¡Valientes pendejos! Para eso no os preciso —gruñó el productor—. ¿Dónde está el limpia?

Un joven entró cargando un cubo. El trabajador se estudió las palmas de las manos antes de empapar la mopa. Lo hacía de forma instintiva, sin pensar que le estaban esperando, interesado en comprobar si seguían creciendo las callosidades de las últimas semanas. Le desagradaban. Constituían el peaje de un trabajo manual que, por muy digno que fuera, él no merecía.

—¿Quieres baldear de una vez, españolito? —insistió el productor—. No sé en qué andarías en tu tierra, pero aquí eres peor que nada. ¡Aligera!

Aurora clavó sus ojos en el mechón de pelo que acababa de retirarse de la frente. Y en ese mono azul sobre un cuerpo que creía conocer bien. Ni siquiera sintió compasión cuando le humillaron, pues le pudo el escarnio de saberse estafada. ¿Cómo había tenido la desfachatez de inventarse las cartas donde detallaba su trabajo como director de cine, para ocultar que en verdad era un limpiador de pacotilla? ¿Por qué la había engañado? Qué sentido tenía cuando ella hubiera aceptado con dignidad todo empleo que él tuviera; no la conocía si pensaba que era preciso embaucarla mediante esas ínfulas infantiles. Pero lo infame fue darse cuenta de la de cosas en su vida que había estado a punto de sacrificar por quien no lo merecía.

De repente, se vio ridícula en mitad de aquel estudio y deseó salir de allí sin ser reconocida. Hacerse invisible.

—¿Se encuentra bien, señorita? —le preguntó un hombre en la entrada. Ella se limpiaba las lágrimas con los guantes.

—Algo mareada —se excusó ruborizada—. Discúlpeme, tengo prisa.

Había visto a Aurora nada más entrar y le había extrañado la sobriedad de su traje azul. Las aspirantes a actrices solían lucir ropa más llamativa, pero ella parecía una dama fuera de contexto. De espaldas la consideró bella; de frente, era imposible dejar de mirarla.

A pocos metros, el suelo había quedado impoluto. Mientras tiraba del cubo, Pablo apreció cierto olor a vainilla y le sacudió un escalofrío.

—¿Me dispensaría acercarle a algún sitio? —preguntó el mismo hombre en la puerta principal de los estudios.

—No se moleste, ya me las arreglo yo —rechazó Aurora.

—Aquí no alcanzan los transportes públicos —insistió él—. Créame, los automóviles llegan como las oportunidades y no repiten.

Ignoró por qué, pero su persistencia le arrancó una sonrisa y Aurora subió a su Pontiac blanco. Descendieron las Lomas serpenteando una ladera repleta de formidables mansiones de estilo californiano. Durante el viaje ella apenas habló, más que para apostillar las apreciaciones que realizaba quien se había presentado como Diego Espejel Briz.

—Nací en Monterrey —confesó el hombre—, pero me siento capitalino. ¿Cree que existe un palacio en todo México más lindo que el de Bellas Artes? Dé por seguro que no.

Era la primera vez que veía la ciudad desde las afueras y Aurora constató cuán distinta se mostraba respecto de su Veracruz. Aquí las mujeres no lucían la cadencia de la costa, ni las coloridas sedas del trópico. No había flores en sus cabezas, sino coquetos sombreros a juego con unos estructurados trajes sastre a los que paseaban imprimiéndoles aires masculinos. La capital había ido embebiendo la vocación igualitaria entre los sexos y estas mujeres ya no eran las abnegadas y sumisas del porfiriato; ahora buscaban equipararse a los hombres, no solo en su aspecto.

Aurora también saboreó durante el paseo en coche los contrastes de una sociedad consumista, que lo mismo ofertaba la última tecnología en sus escaparates como, en plena calle, pregonaban su mercancía los talabarteros, los zapateros remendones o los cilindreros. A pocos metros, los vendedores de tripas, café negro, alfajores de coco, buñuelos y aguas frescas de piña, chía o tamarindo congelaban las costumbres de comienzos de siglo.

—¿Le placería un café en Sanborns? —La voz profunda de su acompañante la sobresaltó—. Si no conoce el establecimiento de los azulejos, merece la pena.

A punto estuvo de aceptar, pero valoró la conveniencia de encerrarse en el hotel, darse un baño y recuperarse.

—Otra vez será —fue su respuesta, tan cortés como distante.

Diego Espejel Briz aparcó en la puerta del hotel Imperial, descendió y ceremoniosamente abrió la portezuela del auto. Entonces ella se dio cuenta de su estatura. Aventuró que sería de una edad parecida a la de Hugo; con bigote, labios carnosos y un cabello canoso, peinado hacia atrás. Sus ojos oscuros no tenían rasgos mestizos; parecía más europeo que mexicano. Corpulento, fornido y en conjunto elegante. Ahora comprendía que había compartido la intimidad del vehículo con un desconocido y eso le hizo ruborizarse.

—¿Me permite una cuestión? —indagó, y ella asintió—. ¿Qué estaba haciendo en Empire Productions?

—¡Ah, nada! En realidad… me equivoqué yendo allí.

—Pero la respuesta es sí.

—¿Cómo dice?

—¿Reconoció a la actriz de la escalera? —continuó Espejel—. Es Lupe Vélez. Todo Hollywood cae rendido a sus pies, aunque aquí apenas sea recordada por sus trabajos en el teatro. Se encuentra en los estudios porque rueda un film de la RKO, ya que América está desabastecida a causa de la guerra. Le parece bella, ¿verdad? Usted la aventaja.

—No le entiendo —se sinceró Aurora.

—Si acudió buscando una oportunidad…, nada me daría más gusto que ofrecérsela.

—Creo que se equivoca conmigo —replicó muy digna.

El hombre tomó la cartera del bolsillo interior de su chaqueta y extrajo una tarjeta que guardó entre las manos de Aurora, después de besarlas.

—Cada cual hace de su vida un papalote. ¿Por qué no suelta cuerda al suyo a ver hasta dónde llega, señorita…? No me ha dicho su nombre.

Aurora inspiró una bocanada de aire que la dejó exhausta y ella misma se sorprendió de lo que surgió después.

—Señorita Velier —susurró—. Vera Velier.