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—Mírela, apenas tiene tres meses aquí y ya hace su regalada gana. ¡Péinese, muchachita, no ve que hay visita!

En cuanto se bajó del tren, Edwina Schäfer se dirigió a la casona azul. Ni siquiera precisó las aclaraciones de Tula para saber que su amiga vivía. Ella ya lo sabía. Lo demás, la angustia sobre qué había sido de Hugo, llegó por añadidura.

—Déjela, Tula —atemperó—. Bastante desdicha es no pertenecer a nadie.

Se referían a la otra Aurora, muy inquieta aunque no abriera la boca porque mascaba la tragedia sin que nadie hablara de ella.

—¿Qué tal si se queda aquí en la noche, doña?

—«El muerto y el arrimado, a los tres días apestan». Tengo mi casa y allá que marcho. Mándame recado si sabes noticias.

Edwina permaneció encerrada en la casa de Clavijero, orando lo que no había aprendido nunca porque se reconocía agnóstica, hasta que Tula llamó a su puerta y le trasladó los detalles de la conversación telefónica que acababa de mantener con Aurora. Entonces, discretamente, regresó a Ciudad de México.

Aurora recorrió la península de Yucatán en un absurdo cortejo dentro de un enorme Buick negro. En el asiento trasero viajaban ella y los tres niños. Se sentía culpable por no haberse embarcado con ellos y ahora no pensaba dejarles solos un segundo. Junto al chófer iba el abogado, que aprovechaba cualquier momento para amonestarla.

—¿Ha pensado dónde quiere parar esta locura? —repetía él.

—En una isla. Le dije que mi hermano se halla en una isla.

¿Por qué esa convicción? Ni ella podía explicarla. Solo sabía que la imagen de una zapatilla dentro de otra, esa forma de almendra alargada, le inspiró nada más verla una isla. El calzado había estado separado del resto de su equipaje por una funda. Mar alrededor. En su interior halló la figurilla que correspondía a su hermano; pues eso buscaba: un atolón.

—Solo queda Cozumel. Vio que ni en Holbox ni en isla Mujeres dan crédito a sus suposiciones —descreyó el abogado—. Va a resultar usted tan cándida como las indias, con sus rituales y toda la cosa.

—La fe no es asunto del demonio, sino de Dios.

—¿Qué caso tiene arrastrar a estos niños en su afán? —dijo viendo que estaban dormidos—. Mejor ahórreles un disgusto y mándeles a casa.

—No puede ser más cargante, licenciado. Mi hermano está vivo.

—En el terreno de perseverar usted me saca ventaja, señorita Aurora.

Alcanzaron Puerto Morelos a través de un camino de arena paralelo al mar, que a cada tanto había que arrancar de la vía a palazos. En 1942 el pueblo lo formaban treinta casas, una tienda de abarrotes y apenas un centenar de almas tostadas por el sol y ebrias de Caribe. Allí cogerían el barco hasta la isla de Cozumel.

—El vapor no partirá hasta mañana —anunció contrariado el abogado—. ¿Qué nueva ocurrencia tiene?

—Páguele lo que pida, pero que encienda ya los motores.

El hombre comprendió la inutilidad de rebatirla. Mientras preparaban el barco, acomodaron a los hermanos en la única casa de huéspedes del pueblo y telefonearon a Veracruz, para informar a Tula de los pormenores en el caso de que la vuelta de Cozumel se demorara. «Su hermano está vivo, pero no sé qué vaya a encontrar. No es momento para remilgos», le aconsejó.

Era noche cerrada cuando desembarcaron en la isla por donde primero asomaba el sol en México. Una isla paradisiaca de aguas turquesas, pero poca vegetación, en cuya costa norte no crecían ni las palmeras, porque los vendavales del Caribe las decapitaban. Durmieron en una posada, frente al embarcadero, y en cuanto amaneció empezaron a preguntar por médicos, náufragos, submarinos alemanes y barcos en el lugar equivocado.

—El doctor Prados vive al final de Punta Norte, en dirección al faro. Se ubica frente a la isla de la Pasión. El doctorcito acude con su motocicleta a ver a los enfermos y siempre acoge alguno en su casa. Pregúntele a él, mija.

Esta fue la recomendación que le hicieron en el dispensario de San Miguel, uno de los escasos lugares habitados con apariencia de núcleo urbano.

—¿Cómo pretende ir allí si no hay camino? —protestó el abogado, que cada vez le resultaba a Aurora más cargante—. ¿Andando entre piedras?

—Hincada sobre nopales si fuera preciso —le respondió ufana.

Regateó con un mulero hasta acordar el precio por llevarlos hasta el lugar. Nada más ver la casa pintada de azul y blanco, adivinó a su hermano en ella. Era la voz de la sangre, sin más explicaciones racionales que buscar.

En silencio saltó del carro, golpeó la puerta y, en cuanto el médico abrió, lo echó a un lado buscando a Hugo. Lo encontró sobre la cama de una alcoba soleada. Más delgado, con sus rizos ya canosos adheridos al cráneo como pegamento y la mirada incrédula de andar en un sueño.

El licenciado había registrado cada uno de sus movimientos preguntándose si aquella chica no imprimía algo mágico a sus impulsos. Eran gestos que había advertido antes en algunos indígenas, depositarios de la sabiduría ancestral de sus antepasados. Pero Aurora era una simple española. O no tan simple.

—Apareció junto a un grupo en una balsa —se adelantó el médico, que no necesitó palabras para entender qué sucedía—. Los otros estaban bien, pero él… Había que operar a como diese lugar.

—Ahórrese excusas, doctor —respondió el abogado—. Usted le salvó la vida.

Aurora y Hugo se fundieron en un emocionado abrazo, como si hubieran cruzado el mundo para unirse. Con dulzura, palpó la sábana que ocultaba el abismo que existía junto a la única pierna de Hugo y le acarició los labios.

—Te quiero a trocitos, hermano —dijo entre lágrimas—. Si están todos es una bendición, pero si me llegas por partes te amaré igual.

—No volveré a ser el mismo hombre.

—Ni yo la misma mujer. Qué bueno que aprendimos algo de esto.

Aurora se enhebró a él y no hablaron más.

Una semana después se habían instalado en Veracruz tras un tedioso viaje. Pero descubrieron que el rumbo tomado por el país no recomendaba seguir en la ciudad.

Oficialmente, México estaba en guerra desde el día 21. Antes las aguas del Golfo se habían infestado de submarinos alemanes que derribaban buques un día tras otro. Es verdad que se trataba de mercantes, pero la sangría en la flota de Petróleos Mexicanos resultó tan inclemente que el gobierno se vio forzado a salvaguardarla; por ello acondicionó el puerto, creando una base naval en San Juan de Ulúa; un muelle para la Armada y un edificio como calafateo, en el muro norte. Tanta obra hizo invivible Veracruz, convertida además en un objetivo bélico prioritario.

En todo ese tiempo, Aurora apenas pensó en otro hombre que no fuese Hugo. Curaba sus heridas, leía sus textos. Realizaba las llamadas que él requería para sostener los negocios familiares. Y le observaba languidecer mientras entreveía por la ventana esos negativos cambios sin pisar la calle. Mediado el mes de julio, ella volvió a tomar las riendas de la familia.

—Hugo, nos trasladamos a Puebla —determinó.

—Creí que no querrías volver nunca a esa casa. Para ti era una prisión.

—¿Mayor prisión que un lugar tomado por el ejército? No lo creo.

—De allí salió un hombre completo y regresa un lisiado —se quejó con gran amargura.

—Aquello que falta lo llenaremos de amor. —Se sentó en el suelo y acarició el muñón de su rodilla izquierda—. ¿Te duele?

—A veces me resiento de lo que no existe. ¿Cómo puedo sentirla, me estaré volviendo loco?

—Serán impresiones tuyas. —Aurora tomó sus manos—. Un día tendremos que hablar, ¿no? De mi carta, de todo lo que recuerdas del accidente. De lo que supone no haber recuperado las cenizas de Berta.

Algún día, pensó Hugo. Pero no ese. El ataque al Nordlys había mandado al infierno un trozo de él. Había arrastrado al fondo del océano la urna con el único vestigio material de su mujer. Fue en ella en lo primero que pensó al escuchar el zumbido de los torpedos emergiendo del agua. Antes que en sus hijos. Recreó su rostro cuando aquella plancha de acero llovió del cielo y le destrozó la pierna. Ahora no sabía dónde llorarla: no había mármoles bajo los que estuvieran sus restos; ni lápida ni tumba.

Pero no desmenuzó el dolor que maceraba dentro y se fue cosificando como una víscera más.

Aurora encontró Puebla envuelta en una nube de polvo amarillo que secaba la garganta. Apreció la casa más pequeña y la ciudad menos activa, entre otras cosas porque la guerra y el calor habían avinagrado el carácter a los poblanos, que apenas salían de sus verdeados patios.

Empleó semanas en la intendencia doméstica y una vez concluida abordó la emocional. Necesitaba explicarle a Pablo qué había sucedido aquellos meses y empezó a escribir una carta larguísima. La respuesta de Pablo no se hizo rogar. Como si los 129 kilómetros que separaban ambas ciudades los hubiera recorrido con el pensamiento, llegó un escrito donde retrataba su trabajo mediante una exaltación tan ambiciosa como vacua. Junto a la firma, Pablo dejó entrever también bastante añoranza. «Me falta el olor a vainilla de tu cuello, los ríos de tu pelo surcando el mar de tu espalda, tu labio superior mordiéndome la boca…».

Aun sintiéndolas, estas florituras se debían a sus progresos en el lenguaje a fuerza de llenar páginas de guiones que, de momento, solo guardaba en una caja bajo su cama. Esta clase de romanticismos los administró en varias de sus cartas y terminaron prendiendo donde él deseaba.

Mediado el mes de octubre, México había superado la perturbación de sus fiestas, y Edwina ya había inaugurado con gran éxito La Orgía Dorada. Era el momento de tomar la decisión.

—Hugo, me marcho unos días a la capital —planteó Aurora resuelta.