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El 15 de mayo fue un día radiante después de que la tormenta vomitara su hiel sobre Veracruz, sembrando las calles de balsas y arriando los sótanos y las plantas bajas. Allí siempre llovía a traición. Para cuando Aurora salió del baño arreglada, el licenciado llevaba rato cumplimentando diligencias. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para sostener la taza de café entre sus manos, porque la visión del abogado sentado en el sillón donde su hermano pasaba horas la sacudió como un calambrazo.

—Mejor no hable —dijo ella— y míreme a los ojos. Así sabré si miente.

—No sería caso mentir. Las cuentas claras dan amistades largas. El nombre de don Hugo no está en la lista de los finados. Tampoco los niños.

—¡Válgame Dios! —Y se desmoronó sobre el tresillo.

—Pero aún no puede aventar campanas, hay desaparecidos.

—¿A qué se refiere?

—No se mortifique antes de tiempo. Salgo para Mérida y le platico al llegar —disipó el abogado.

—Voy con usted.

—Ubíquese. Ni crea que la dejaré acompañarme, señorita Aurora.

—No se moleste, licenciado. Es la vida la que manda, ni usted ni yo. Encargo el coche y partimos sin demora.

Aurora fue a su alcoba para coger un par de trajes y sus productos de aseo, antes de descender ansiosa las escaleras. En la entrada de carruajes la asaltó Tula, introduciendo el hatillo que velaba entre sus manos dentro de la bolsa de viaje.

—¿Qué es esto? —preguntó aturdida—. No te hagas la disimulada, es otro de tus embrujos.

—Todo se va a componer —susurró Tula—. Ahorita me sale de dentro.

—¡Calla, no quiero oír tus brujerías! Cuida de la niña, ni siquiera sé si se ha enterado de algo. Pobre, no tiene ni madre ni padre cerca.

—Ella es bien difícil, pero atenderá a razones. No me tiene mala voluntad.

Al fondo silbaban las letanías de las indias implorando ante «su Virgencita rechula» por el bien de esa familia. Falta hacía.

Mérida era una hermosa ciudad colonial cuyos edificios del centro histórico atesoraban en sus estructuras el siglo XVI, donde tuvo lugar su fundación. Corazón administrativo de Yucatán, hasta allí habían remitido a los heridos. Llegaron la mañana del 16 de mayo y se dirigieron sin dilación al hospital O’Horán. El abogado pidió a Aurora que le dejara indagar por su cuenta, «las emociones no son buenas en estas circunstancias», argumentó, y la joven se avino. Le vio desaparecer tras la fachada del sanatorio e inspiró varias veces porque le faltaba el aire.

—Perdón por la demora —anunció él pasado un rato—. Traigo esperanzadoras noticias: en la capilla han reunido a unos niños sin filiación conocida. Entre ellos pueden hallarse sus sobrinos.

No hablaron más. Aurora entró en el hospital y recorrió unas galerías llenas de olor a desinfectante, hasta que sus pasos confluyeron en la capilla. Había varios grupos diseminados en los bancos y otros enredados bajo las mantas, cerca del altar o junto al confesionario. A pesar de la temperatura exterior, dentro hacía frío. La luz era tenue y grisácea.

Aurora serpenteó entre los bancos, levantó más de una barbilla, acarició los apelmazados cabellos de varios chavales; pero en ninguno reconoció rasgos queridos. Apreciaba el sabor de las lágrimas en la boca.

Descorazonada, se paró frente al altar. Se trataba de un modesto retablo en pan de oro y madera, con dos imágenes de igual importancia: una de san Judas Tadeo y otra de la Virgen de Guadalupe. Dudó a quién rezar primero. El santo representaba una devoción universal, pero a la vez muy madrileña, a cuya iglesia en la calle Atocha había acudido acompañada de otras chicas del servicio. «Pídele imposibles, que te los cumplirá», sostenían entonces ellas. En cambio, la Virgen era la patrona de esta tierra y encarnaba una fe superlativa. Savia que corría por los campos de México. La sangre de su gente.

Ante la duda los imploró mezclando las plegarias, segura de que Dios sería benevolente con estas licencias.

El tacto de unos dedos en su pantorrilla la sobresaltó.

—Tía Aurora, ¿eres tú? —Así hablaron esas manos.

—¡Sí, Juanito, soy yo, mi vida!

Aurora levantó la manta que cubría aquella vocecita, y bajo ella encontró a los tres hermanos. Solo el pequeño estaba despierto, porque Hugo y Tirso, agotados, habían desfallecido. Empezó a gritar sus nombres, sin importarle el silencio rogado en el templo, y entre besos y caricias los arrastró fuera de allí.

Al atardecer, los niños estaban aseados y se habían hartado de molletes y salsa de jitomate en la habitación de la posada donde se hospedarían esa noche. Aurora constató que casi no recordaban el suceso porque el trauma les había borrado su recuerdo. Mejor. Sí preguntaban por su padre y ella no se cansaba de decirles que aparecería muy pronto. Estaba segura.

—Usted y los pequeños deberían regresar —concluyó el abogado después de confesar que no había rastro de Hugo en el hospital O’Horán—. La búsqueda puede llevarme días.

—¡Ni lo sueñe! Habrá otros sanatorios, consultorios de pueblo, qué sé yo.

El hombre agachó la cabeza limpiándose con disimulo unos restos de saliva resecos acumulados en las comisuras de la boca. Notaba la lengua inflamada.

—Es el único nosocomio en millas a la redonda —confesó él.

La cercanía a la costa había permitido salvar al setenta por ciento del pasaje, pero la lista de náufragos sin aparecer era una lanza en el corazón. Trataba de hacerle partícipe de la estadística, pero ella se resistía a escucharle.

—No le creo. ¿Acaso no hay más médicos en todo Yucatán? Si a una mujer se le complica el parto, ¿cuántas millas debería recorrer para ser atendida? ¿Doscientas? ¿Doscientas cincuenta?

—A poco no quiere entender.

—¡Sí quiero, licenciado! Voy a buscar a mi hermano debajo de las piedras, porque hasta que no vea su cadáver pensaré que sigue vivo.

En silencio el abogado abrió un cuaderno y con una pluma trazó un dibujo del lugar en donde se hallaban. Después deslizó una línea entre Mérida y la orilla opuesta de la península.

—Esto es playa del Carmen —señaló a Aurora—. Pueblitos de pescadores y sin plata. Volaron el barco una vez sorteado el cabo que le indico.

—No sé qué pretende.

—¿Cómo cree? Usted que es tan lista, ve que no hay donde esconderse.

—Pueblo a pueblo hasta sacarlo de la última casa, ¿me oyó? —Ella lo había vocalizado como si él no compartiera su idioma—. Así lo buscaré.

—¡Bien brava, querida! —El abogado guardó el cuaderno—. «Solo quien lleva el cajón sabe lo que pesa el muerto».

—Los muertos ni mentarlos —le increpó Aurora.

—Cómo no. Me comunicaré con varias personas, luego le informo.

Aurora se quedó sola. Sus sobrinos dormían plácidamente y ella empezó a deshacer el equipaje. En el fondo de la bolsa de viaje encontró el envoltorio de arpillera. Quizá no habría debido tocarlo, pero cuando lo separaba de la enagua en la que se había enganchado se abrió. En su interior había tres muñecos quitapenas intactos. Faltaba uno, el que su intuición le decía que reproducía a Hugo.

Aurora vació la bolsa, sacudió la ropa, abrió y cerró los botes cosméticos, pero allí no estaba. Había desaparecido. Entonces la lanzó contra la pared.

Lloraba a pesar de negarse a admitir la eficacia de la magia, pero el miedo la podía. Abatida, se descalzó y deslió el lazo de una bolsita de raso donde guardaba sus zapatillas. Al meter el pie en la chinela notó algo dentro: era el muñeco que faltaba. ¿Cómo había ido a parar allí si estuvo atada durante el trayecto y el calzado encajado uno sobre otro?

Tomó la figura con manos temblorosas y comprobó que el muñeco estaba mutilado. Entonces, de repente, sintió lo más parecido a una revelación. Sin lógica alguna, Aurora dedujo dónde estaba Hugo y qué le había sucedido.