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Desde la cama de Hugo las horas avanzaban en horizontal, se movían lentas y pesadas. Aurora no recordaba más que borrones de un mal sueño: ella corriendo hacia ningún sitio, derribando al paso consolas y lámparas; Tula apelando al santoral entre gritos. Una llamada de teléfono sin respuesta. Luego otras carentes de noticias. Saltos al vacío de oficina en oficina, de una institución a otra, hasta despuntar un poco de luz en medio de aquel abismo. «Los heridos están siendo evacuados a Mérida. Los muertos andarán en la morgue».

Tampoco sabría decir cómo había llegado al dormitorio de Hugo, pero no quería estar en otro sitio de la casa. Vestía su pijama, el último, y tanto olía a él que sus brazos formaban un ovillo y cobijando la cabeza se imaginaba en su regazo. Sobre la mesilla humeaba un habano y, junto a la descalzadora, una botella vacía del tequila favorito de su hermano. Entonces le sobrevino otra arcada y volvió a vomitar.

Edwina pasó el jueves 14 de mayo supervisando obras en La Orgía Dorada. Le obsesionaba tanto que su burdel no lo pareciera que el lujo asomaba en cada rincón de aquel cabaré situado en la avenida Juárez, al lado del hotel Regis. Constaba de dos plantas y una gran fachada a la calle, donde los neones anunciaban un mundo de placer.

Respondía a lo que se esperaba de toda sala de fiestas: bellos ambientes a un lado y a otro de un majestuoso escenario para orquestas y la pista de baile a sus pies. En el segundo piso se repartían los reservados de los clientes. Para acceder a ellos se debía tomar un ascensor, camuflado tras una de las barras, y cuyas puertas de espejos deberían franquearse doblemente, siempre tras ser autorizado por alguien de confianza. De esa forma sus dos públicos —el virtuoso y el lascivo— cohabitarían sin problemas.

A media tarde recibió la visita de un Noel Cigarroa circunspecto.

—¿Me vas a platicar qué tienes? —solicitó ella.

—Anoche hundieron un petrolero y hoy otro; el presidente se ha clavado en la guerra y allí vamos. Haz de cuenta que no te dije nada.

—Esas cosas no se pueden esconder.

—¡Eres alemana! Nomás lo dices y riegas el tepache —le puso sobre aviso—. Ándate a lo tuyo, que esta noche duermo contigo.

Edwina siguió eligiendo detalles para completar la decoración, comiéndose las ganas de maldecir porque sus espaldas no sobrellevarían otra guerra. Solo entrada la noche cayó en la cuenta del día que era.

Se había sentado frente al espejo de la consola que usaba como tocador y se cepillaba el pelo. Noel la observaba tumbado sobre la cama.

—¿Qué tal si me lo corto? —habló distraída, como si estuviera sola.

—Las buenas hembras gastan melena —respondió él.

—Pues hubo un tiempo que lo llevé corto y de mi color.

—¿Acaso no eres güera? —preguntó con sorna—. Usted es un fraude, pues.

—En verdad que realmente lo soy —sarcástica—. ¿Qué día es hoy, Noel?

—14 de mayo.

Lo había olvidado, por más que ella se lo repitiera la última vez —«Marcho a España y quisiera abrazarte antes»—. A esas horas Aurora andaría lejos y probablemente no le perdonaría no haberla despedido. ¿Dónde tenía la cabeza? El club le estaba comiendo la moral. De pronto, entre la nostalgia de su amiga se abrió paso una tremenda inquietud.

—¿Cómo se llamaba? —investigó nerviosa.

—¿Qué cosa?

—¡El barco! El que me has dicho que han torpedeado… ¿Era de pasajeros?

Refunfuñando, y sin entender tantísima agitación, Noel Cigarroa rescató un papel arrugado del bolsillo de su pantalón.

—Un barco inglés y porteaba un pasaje de 732 personas. El Nordlys.

El cepillo se deslizó de sus manos y cayó al suelo, y, tras él, sus potingues de belleza al ser golpeados de un manotazo.

—¿Te volviste loca?

—Sujétame, Noel, si no quieres que vaya yo también al suelo.

—¿Qué tienes, mujer? —inquirió él irguiéndose de un salto para abrazarla—. Estás helada.

—No preguntes, ahora no… Ahora móntame como un animal, hasta hartarte. De lo contrario, arrancaré a llorar y no habrá modo de pararme.

Morayta había empezado a trabajar en la adaptación de un texto teatral de temática religiosa llamado Caminito alegre, lleno de entusiasmo.

Por su parte, Pablo parecía ocuparse en muchas cosas, pero no avanzaba en ninguna. Salvo en la carta que había escrito a Aurora a la desesperada en el intento de abortar su vuelta a España. No sabía si había dado resultado o no, por ello andaba tan nervioso.

—Encuentra una buena historia y haz un guion de ella —aconsejaba Miguel, viéndole perder el tiempo—. Tienes ingenio y los estudios andan necesitados de autores.

Este no parecía mayor problema, pues lo difícil era hallar un productor sin mentalidad pequeñoburguesa que arriesgara su dinero. Años atrás hubiera resultado impensable —pues se dependía solo de recursos estatales para financiarse—, pero como lo malo entraña doble faz, la guerra, por suerte, había sembrado de esperanzas los campos del empeño cinematográfico.

En sus ratos libres seguían sumando conocidos a sus tertulias dominicales, que les abrirían más de una puerta.

—Ustedes los españoles yerran —comentó un día un guionista del país—. No existe un «cine mexicano», sino algunas cintas copiando a los americanos.

—¡Jorge Negrete vestido de charro! —exclamó Morayta—. Esa es la personalidad de vuestro cine.

—Ni modo, compadre. Hollywood produce un western y nosotros subimos a Pedro Infante a caballo. Melodramas, y aquí los imita Juan Orol que da risa. —El nuevo amigo se echó una mano a la frente, recordando algo—. Miren, ahí hallarían trabajo: el gallego retornó de Cuba y amenaza con nueva película. Vayan a ver qué se cuece por Aspa Films.

A la mañana siguiente, Pablo esperaba en la antesala del despacho de Orol a ser atendido. Seguir sin noticias de Aurora le carcomía; pero la búsqueda de un empleo se había convertido en lo prioritario.

—¿Usted por qué papel viene? —inquirió una señorita con una carpeta llena de garabatos en las manos.

—Por ninguno. Yo… —dudó qué decir y pensó que la humildad le añadiría un plus—. Trabajo en lo que sea.

—Pues es bien reguapo, podría ser actor. ¿Su nombre?

—Pablo Aliaga. Dígale al señor Orol que soy español, igual que él.

—¡Ándale, cómo no! —sonrió coqueta—. Pero el patrón cada día es de un sitio, depende de por dónde soplen los pesos.

La chica se marchó y él quedó sitiado por la fauna que le había estremecido al llegar: hembras garbosas colocándose las medias mientras retocaban su peinado en el reflejo del cristal; galanes trajeados que fumaban continuamente; viejas con boas enhebradas al cuello —de las de inclemente veneno—; perros amaestrados; jovencitas de sonrisa perenne y restos de carmín entre los dientes. Todos esperaban una oportunidad en 35 milímetros.

—Párese, españolito, el señor Orol quiere hablarle —contó la secretaria a su vuelta—. ¡Es un suertudo, eh! ¿Por qué no telefonea luego y me invita a un refresco?

Pablo tuvo que esquivar sus pechos para acceder al despacho cuya puerta se acababa de abrir. Era su imaginación o la chica se había desabotonado la blusa hasta asomar la blonda del sostén.

—Son bravas las mexicanas, ¿eh? —anunció una voz quebrada desde detrás de una mesa que rebosaba papeles—. ¿Ha estado usted en Cuba? Pinche, qué mujeres. Para perder la cabeza una tras otra. ¿De dónde es usted?

—Madrileño.

—Ya no existe —respondió Juan Orol—. En realidad nada existe allá.

Pablo observó atentamente a aquel individuo. Se preguntó si respondía a un genio o un patán. Un actor de método o un mercachifle.

Le resultó flaco en extremo, menudo de complexión y rondando cuarenta años. Tenía el rostro anguloso, labios finos, ojos diminutos pero muy vivos y unas orejas grandes. Cómicamente grandes. El conjunto derramaba histrionismo desde todos sus ángulos.

De haberle conocido mejor, hubiera comprobado cómo en su longeva vida Orol manipulaba las informaciones acerca de sí mismo, de modo que era difícil enjuiciarle merecidamente. Respecto a su trabajo, tan pronto los críticos le emparedaban sin piedad que su público le aplaudía o denostaba en función de su última creación. Juan Orol fue rico y pobre varias veces. Conquistador y despechado. Pero el cine le inspiraba tal pasión que era lo único que no estaba dispuesto a dejar nunca.

—¿Qué sabe hacer? —preguntó a un Pablo ansioso por trabajar.

—Lo que me manden.

—Empiece por traerme el café. Me gusta bien caliente…, como ellas.

Igual que un abanico de cartas, desplegó ante él una serie de fotografías de mujeres a cual más exuberante.

—¿Quién le agrada, muchacho? Mire que además de dirigirla he de besarla —sonrió abriendo los labios—. Los pendejos que esperan fuera vienen a por el papel estelar, pero ese me lo guardo yo.

—¿Así, sin verlas actuar? —balbuceó Pablo.

—Si alguien del público se para a oír tantito si habla y cómo lo hace en lugar de ver sus tetas, es un agachón —arguyó con mucha prepotencia—. Yo fabrico películas para espectadores hombres, no me interesa la opinión de un acomplejado puto.

—Sí, señor —respondió Pablo intimidado y posando el dedo sobre una de las fotos—. Pues la mejor es esta.

—Buena elección, por algo duerme conmigo. ¡Quítese la cara de susto! Soy de esa clase de hombres a los que les complace que sus hembras gusten. Se llama María Antonieta Pons y la traje de Cuba. No sabe actuar, pero para qué, si cuando sacude las caderas tiembla el mundo. Hemos rodado en La Habana Siboney y la voy a convertir en toditita una estrella. ¿Quiere ser mi asistente? Pocos pesos y mucho trabajo, verá si le conviene.

Le convino. Claro que le convino.