40

40

Mientras Edwina no se hubo establecido definitivamente en la capital, Noel Cigarroa la ayudaba en sus gestiones, además de calentar su cama.

Llevaba dos años en Gobernación y era alguien allá donde se administraba el poder, a pesar de no haber renunciado a sus hechuras de sabueso policía. De modo que practicaba una dualidad, frecuentando los altos despachos y los bajos fondos por igual; además de aparentar ser un abnegado esposo de cara a la galería. A Edwina le halagaba que, tras haber reptado por clubes llenos de cabareteras, concluyera que sus nalgas eran las mejores.

Edwina poseía olfato para los negocios. Tenía desarrollado el instinto para observar, radiografiar y prescribir con acierto; por ello, enseguida dedujo que el D. F. no participaba del puritanismo del resto de la república y que su negocio debía tener un enfoque distinto al de Veracruz.

—Dime tú por qué pagar lo que tienes gratis —manifestaba ella.

—Por andar enviciado, güera.

—¡Encoñada anda media ciudad, Noel! —Y recurría a un ejemplo—: Cualquier mujer que atienda como dependienta en El Palacio de Hierro puede estar manteniendo un idilio con su jefe, aunque sea casada. Lo hacen a diario y nadie se asusta. ¿Por qué este iba a soltar plata por joder? Uno abona lo que no puede alcanzar. Pues eso he de ofertar yo: imposibles.

Sus furcias se consideraban elitistas para Veracruz, pero la ciudad de México era otra cosa. Por ello, aún con pena, regresó al puerto y se desprendió de ellas. «Ahorita toca andar vuestro camino», les anunció, y puesto que ellas habían ahorrado lo suyo, en pocas semanas estaban regentando negocios variados: desde una bonetería a un taller mecánico. Aunque las que quisieron continuar en el oficio también lo hicieron. «El de Clavijero no, porque es mi casa, pero disponed de uno de los burdeles. Los demás los vendo…». Fue una madame muy generosa.

Lo curioso es que las putas terminaron revolucionando la materia sindical y crearon una cooperativa del sexo en el club de la calle Benito Juárez. La Librería lo llamaron. No hubo chino en el estado, por facineroso que fuese, capaz de entrar a palos donde un grupo de «señoritas» leía en voz alta a sus clientes, eso sí…, en cueros, claro está. Nada sorprendía más a un hombre que una ramera instruida.

De vuelta en la capital, cuando encontró su nueva ubicación y comenzó con la decoración, la alemana ultimó el plan para conseguir que el suyo fuera el mejor club de la ciudad. Ofertaría el universo cinematográfico.

—Las convertirás en putas nomás cuando las corran de los estudios —dedujo Noel—. Entonces serán meras fracasadas.

—A quien cuenta con un «no» y le ofreces un «sí» nunca lo es. Me doy mis buenas mañas para convencerlas.

Esas eran sus mujeres imposibles, las estrellas de cine con cuyos cuerpos soñaban todos los hombres de México. Quién no querría acostarse con Lupita Tobar, Andrea Palma, Vilma Vidal o Adriana Lamar. En La Orgía Dorada podrían materializar su fantasía.

Las dos Auroras corrieron hasta la oficina de la Dirección General de Correos y Telégrafos para cablegrafiar al barco y tranquilizar a Hugo, notificándole que la pequeña no andaba perdida.

—¡Diantre de ratón! —exclamó Tula al verlas aparecer—. ¿Qué hace ella aquí?

Tula la esperaba a ella, pues le había confesado su intención, pero no contaba con la escaramuza de la niña. Ahora suponía un lastre para Aurora si, como pretendía, quería viajar a la capital.

—¡Híjole, chamaquita, es usted más terca que una mula! —porfió Tula.

—¿Qué es ese jaleo en el despacho? —inquirió Aurora extrañada.

—¡Ay, doñita! Yo no quería asustarla, pero esas peladas no callan…

A través de la ventana que daba luz al gabinete, observó a las indias azuzar sus trapos contra muebles, cuadros y paredes. Se habían atado las faldas y el huipil como si hicieran una enérgica limpieza general.

—En la mañana temprano entró un zopilote, negro como el diablo.

—Todos los zopilotes son negros, Tula.

—Este más —exhortó la criada—. Se metió en el despacho y ya ni modo.

—No lo veo —dijo Aurora oteando a través de los cristales.

—Óigalo enredar. Nos trae de un ala encontrarlo. Pero mejor no entre, esas cosas malas hay que dejarlas su curso.

—No digas tonterías.

Aurora giró el pomo de la puerta y, de pronto, la envolvió un sonoro aleteo. Miró alrededor. El pájaro había dejado huellas de sangre en las paredes al golpearse contra ellas en su intento de huir; no obstante, le llamó la atención que no hubiera plumas por el suelo. Quizá ya las habían recogido.

Una de las indias llevaba una vela blanca entre las manos y la paseaba de un lado a otro, recitando una retahíla casi inaudible.

—¿Qué está haciendo? —preguntó.

—Mejor ya vámonos, niña. —Tula tiraba de ella hacia el exterior del cuarto—. «Cada chango a su mecate».

Por un momento creyó que el pájaro se había esfumado sin verle salir; pero en minutos volvió a agitarse con tal fuerza que en vez de uno parecía una bandada de cuervos dentro de la habitación.

—¿Ustedes no lo oyen detrás de la librería? —curioseó Aurora.

—Pos a mí se me hace que no tiene cómo entrar —replicó una india—. Mire lo bien pegadito que anda.

—Jálenlo y córranlo lejos, mijas —resolvió Tula.

Transcurrió la mañana mientras las criadas aligeraban la estantería, dejando su esqueleto desnudo y los libros apilados sobre el suelo. Pero ninguna vio al pajarraco. Llegó la hora del almuerzo, y Aurora y la pequeña tomaron chilaquiles y después cocinaron acitrón, embadurnándose con piloncillo. El zopilote seguía sin aparecer. Hasta que, entrada la tarde, la joven encargó a Tula ir en busca del ebanista.

—No está, niña —anunció a su vuelta—. Marchó a Querétaro a cuidar a un primo enfermo.

—Pues trae otro, el que sea —ordenó ella.

Había oído antes esa excusa. Cuando escaseaba el trabajo en México, y en Estados Unidos pedían mano de obra porque la guerra se llevaba a sus hombres, los emigrantes apelaban a la salud de un familiar para no reconocer que se marchaban en busca de un mundo mejor.

Tula volvió con tres artesanos al anochecer. Fuera, una tormenta que nadie entendía de dónde había brotado bañaba la ciudad.

—Ahorita no se le oye, ¿no habrá volado? —preguntaron a coro.

—Aguarden nomás —dijo Tula palmeando—. ¡Apúrate, bicho del chamuco!

Un estruendo de alas batiéndose contra la madera les hizo brincar antes de ponerse a desmontar el mueble.

—Mala noche para trabajar —condescendió Aurora con los obreros.

—Peor fue la de ayer para los del barco —apuntó uno de ellos.

—¿Qué barco?

—El que destriparon los alemanes —aclaró el empleado—. Un petrolero, doña. Lo anunció la radio y ahí andaba el presidente platicando. Se está poniendo feo el pleito.

Aurora les dejó con la palabra en la boca; se fue a buscar un receptor y se encerró en un cuarto del piso superior, porque algo inexplicable le llevaba a estar sola. Había alcanzado a oír las últimas palabras del presidente Ávila Camacho: «… si para el próximo miércoles 21, México no ha recibido del país responsable de la agresión una satisfacción completa… adoptará inmediatamente las medidas que exige el honor nacional».

Una semana de plazo. Le sudaron las manos, no tanto por la incertidumbre de una nueva guerra planeando sobre su vida, como por la ansiedad ante un suceso que trató de componer con retales. Un petrolero torpedeado. ¿Sería una provocación aislada o una ofensiva planificada en etapas?

Mientras buscaba alguna otra emisora donde aclarar sus dudas, Tula cruzó el umbral. La india estaba pálida.

—Desmontaron el mueble y no aparece pájaro ni pluma —aseguró—. Nos va a llevar la fregada, niña. Esto es obra del demonio.

Fue decirlo y una lengua de hielo entró en el cuarto. Las dos se miraron aterradas, intuyendo la noticia antes de oírla. Junto al hundimiento del Potrero del Llano, la noche del 13 de mayo cerca de Miami, dejando 14 mexicanos en sus aguas, a primera hora de la tarde del presente, frente a la costa de Yucatán, el submarino alemán U-129 había atacado a un buque de bandera inglesa partiéndolo en dos.

Era el Nordlys.