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Frontera hispano-lusa. Madrugada del 3 de octubre de 1936

—¡Mal rayo les parta! Quieren abrirlo todo —advirtió Hugo al chófer, después de golpear la ventanilla.

Aurora se despertó sobresaltada al oírle, desvió la mirada hacia su regazo y comprobó que los dos niños seguían dormidos. «Angelitos —se dijo para sí—, soportando este viaje eterno».

—Baje usted y vaya desembalando —ordenó Hugo—. Vosotros ni os mováis.

¿Vosotros? ¿Acaso no había visto que sus hijos estaban desfallecidos y que solo ella le prestaba atención? Cerró los ojos y movió el cuello de derecha a izquierda para destensar los músculos.

Debería estar acostumbrada a sus desplantes, pero en el fondo le seguían doliendo. A veces había tratado de ponerles fecha, de identificar entre sus recuerdos el momento en que Hugo dejó de ser su compañero de juegos, su cómplice, su continuo referente, la añorada presencia de cada verano, para convertirse en el hombre circunspecto frente al que balbuceaba sin remedio. Durante un tiempo incluso culpó a Berta, esa mujer luminosa con quien se vio obligada a compartirlo desde que se presentó en Valdelomar por primera vez. Pero no era así, porque Berta siempre le mostró un afecto impagable. Más que eso: la esposa de Hugo se había ocupado de ella desde que su madre desapareció.

—¿Quieres tocarla? —preguntó a Aurora—. A veces se mueve.

Transcurrían los primeros días de junio de 1929 y Berta encaraba su primer embarazo, con infinitas molestias y gran paciencia. Se había trasladado a Casa Gialla, huyendo del asfixiante calor de la capital, mientras Hugo iba y venía de Madrid, amoldándose mal a los horarios del despacho. Aurora la observaba fascinada. Por un lado, odiaba a aquella «mujer entripada» que monopolizaba los afectos de Hugo, pero, por otro, quería a lo que crecía allí dentro, porque las caricias de Berta así se lo transmitían.

—Ven, no te dé apuro —reiteró ella.

Acercó sus dedos trémulos a la tripa a tiempo de apreciar una patada, y los retiró asustada de inmediato por si le causaba algún daño al bebé. Lejos de ignorarlo, Berta tomó su mano y aprisionándola entre las suyas la hizo recorrer la fina seda de su vestido. «Si es niño, se llamará Hugo. Si, en cambio, fuese una niña… Zita, como su abuela».

Aurora rogó que lo que estuviera por venir se tratase de un varón. Uno con los ojos azules y el pelo ensortijado de su padre. Listo y fuerte como él.

Aquel año se precipitaron muchas cosas. Fue el año en el que su vida se descarriló en un parpadeo hasta dejarla sin habla durante semanas. Pero desde la aciaga noche de San Juan, siempre estuvo Berta. Más cerca de ella que nadie, hasta proponerle a Hugo su firme determinación.

—Aurora vendrá con nosotros a Madrid —anunció por entonces—. Me será de gran ayuda para el cuidado del bebé.

—¿Qué estupidez estás diciendo, Berta? Esa niña no ha salido del campo jamás —protestó Hugo—. Además, es una simple mocosa. No tiene ni idea de cómo cuidar a un recién nacido.

Por extraño que pareciera, a Hugo le incomodaba su cercanía. No podía explicar el porqué, simplemente, no quería toparse con ella cada vez que entrara en su casa. Ahora era un hombre adulto y no podía consentir las familiaridades de antaño; Berta debía entenderlo, y la niña también.

—Yo misma la enseñaré —resolvió su mujer.

No hubo más que discutir.

Así, Aurora fue la niñera de los dos hijos del matrimonio. El mayor, Hugo, contaba siete años y Tirso cinco, en el preciso momento en que empezaban a revolverse dentro del automóvil que los trasladaba a Portugal.

—¿También se van a quedar con eso? —oyó gritar a Hugo.

—Schhh. —Aurora acunó con un susurro a los niños, mientras balanceaba su cuerpo en el asiento hacia delante—. No pasa nada, seguid durmiendo.

Le sobresaltó descubrir el contenido de los baúles diseminado por el suelo. Los policías del control habían revuelto las maletas sin ningún escrúpulo, y habían hecho acopio de varias bandejas de plata, los lienzos de unos cuadros y una vajilla completa —parecía obvio dónde acabaría esa parte del equipaje—, al tiempo que requisaban a Hugo su reloj de muñeca. Él aceptó a regañadientes, pero solo porque su esposa había salido del coche y, en un aparte, le estaba convenciendo.

Le dio la sensación de que estaba más cansada de lo normal. De hecho, Aurora la había notado muy abstraída desde que abandonaran Madrid a la carrera.

Normal. Menudo drama embalar una vida entre cuatro cajas y baúles con la precipitación de una cuenta atrás, cuyo cronómetro corría como la mecha de un polvorín.

Hugo era cabezota, no obstante, Berta sabía cómo doblegar su obstinación solo con mirarle. Ojalá ella algún día pudiera ejercer tal seducción en un hombre, porque el paradigma del amor residía en el modo en que esa pareja asumía como propios los deseos del otro.

Qué enrevesada madeja de sentimientos le inspiraba Hugo. Admiración e inseguridad mezcladas. A fuerza de observarle, de escrutar su atildado comportamiento, Aurora había discernido lo que significaba ser abogado y capitanear uno de los bufetes más influyentes de Madrid. Dolores de cabeza, lapsos y abstracciones, donde difícilmente se podía adivinar qué le turbaba. Comunicaciones telefónicas a deshora y a larga distancia, desde cualquiera de los negocios que el apellido Vigil de Quiñones respaldaba en México.

Hugo lidiaba contra todo esto, sosteniendo siempre ese aspecto de guerrero curtido en mil batallas que había heredado de su padre, Atilano. Por ello le admiraba tanto.

Tras frotarse los ojos enrojecidos, Aurora trató de calcular la hora. Habrían superado de largo las doce de la noche.

«¡Así que aquella barrera custodiada por policías era el linde geográfico entre la paz y la guerra! La frontera entre el infierno y otra cosa aún por definir».

Sentía vértigo cada vez que pensaba en lo vivido apenas un mes atrás.

Nunca olvidaría el último viernes de julio de 1936. El calor abrasaba el país y, a ella, la inquietud inspirada por las malas noticias no la dejaba dormir.

—Haz la maleta y llévate todo —ordenó Berta tras abrir la puerta de su cuarto de golpe.

Tumbada sobre la cama, aún vestida, fantaseaba sobre su cumpleaños. Faltaban pocos días. Y, aunque el polvorín en que Madrid se había transformado se colara a diario a través de las ventanas, Aurora no permitiría que le arruinase la feliz fecha. Cumplir quince años era algo mágico.

—¿Todo? —preguntó irguiéndose de golpe. Berta la estaba asustando—. ¿Por qué? ¿No es como otro verano más?

Cuando la canícula condenaba la capital, los Vigil de Quiñones acudían al amparo de Casa Gialla. Al frescor de sus noches. Al verde horizonte del lago artificial que abrazaba la mansión.

Pero Aurora detestaba aquella casa. Sus espaciosas alcobas abarrotadas de retratos, cuyos ojos inertes la espiaban compadeciéndose de ella. El suelo de madera, gruñendo en un lamento bajo cada una de sus pisadas. El aroma a alcanfor de los armarios. Esa escalera larguísima que, en el pasado, había subido y bajado engarzada a la mano de su madre. Y esa zona innombrable.

Cómo aborrecía el monstruoso torreón.

—No sé cuándo vamos a regresar —habló Berta con voz grave—. Pero nos iremos el lunes a primera hora.

¿El día de su cumpleaños? ¿Y la merienda que prepararía la cocinera? ¿Y los dibujos que los niños se afanaban en colorear como regalo para ella?

La mujer se había sentado al borde de la cama, mientras sacaba un pañuelo de su bolsillo. Secándose un invisible sudor, Aurora la notó más desvaída que de costumbre. Y eso que ella, con su cabello castaño cortado a la altura de la nuca y unos trajes rectilíneos tan a la moda, casi siempre lo estaba.

—Todo es todo, Aurora —advirtió en un tono casi amenazante.

Entonces dirigió la mirada al altillo del armario. Distinguió varios bultos y, tras reconocerlos, posó su atención en una sombra sobre la pared. Después señaló hacia allí con la barbilla, mientras resolvía la conversación.

—Hasta lo que no quieres ver ni tocar.

No había que decir nada más, de sobra sabía a lo que Berta se refería. No se trataba de un eufemismo, sino de la descarnada realidad.

—Algún día tendrás que abrirlo —lanzó desde el umbral antes de marcharse—. Pero este no parece el mejor momento.

Qué empeño el de Berta por remover lo estancado.