39

39

Madrid, España. 16 de agosto de 1936

Ignoraba qué hora era. Echó un vistazo al reloj de su muñeca, el Cartier con el que alguno de sus amantes había premiado una de sus fogosas citas, pero se había parado.

Cruzó la avenida y vio la placa con el nombre de la calle. Había estado dando vueltas a la misma manzana sin darse cuenta. Se sentía exhausta. En su apresurada huida había perdido el tacón de uno de sus zapatos, y ahora, a salvo junto al portal de su casa, se apoyó en la pared y tiró del otro hasta que lo arrancó. ¿Qué sentido tenía andar coja? ¡Cómo le gustaban aquellos zapatos rojos! No eran fáciles de encontrar. Tampoco su ropa, que solían pespuntear las mejores modistas de Madrid. Qué ridículo lamentarse por un calzado arruinado cuando había visto cómo los ahorros de su vida se iban por un sumidero, como el hombre que hasta ayer se acostaba con ella y le aseguraba protección. «Ya no más, general. Ya no voy a sentir tus manos sudorosas rastreándome la piel entre las medias. No voy a paladear tu lengua de lija nunca más, cabrón. Hijo de perra. Malnacido. Vas a pagar con sangre cada una de las lágrimas que me has hecho derramar hoy. Lo harán tus hijos. O la santurrona que duerme contigo y a quien no habrás visto desnuda jamás. Todos sois iguales. Meapilas de misa diaria, pero con la polla tiesa en cuanto veis a una hembra en condiciones. Yo te maldigo, Fernando Asín-Badiola. Te juro por mis vivos y mis muertos que no pararé hasta vengarme».

Había anochecido cuando Tina de Jarque alcanzó el edificio donde residía. Antes de penetrar en el portal, su desvencijada imagen quedó reflejada en el escaparate de una tienda aledaña. Debido a las restricciones había poca luz, pero suficiente para reconocer su derrota. Se vio avejentada. Entonces se acarició la cabeza. No solo había desechado unos zapatos, sino que había perdido el sombrero y no se había dado ni cuenta.

No le extrañaba. Ni siquiera recordaba la dirección que tomaron sus pasos, cuando descubrió el cartel a la entrada de su terreno. «Esto es propiedad del pueblo», habían pintarrajeado en un trozo de madera, sin más refrendo que unas iniciales a mano. Correspondían a las de la CNT. Tuvo un mal presentimiento en cuanto oyó la voz de aquella mujer cantando coplas y se ocultó tras unos troncos. Se encontraba en Arturo Soria, no en el lodazal de Las Injurias. Allí no se organizaban hogueras en pleno verano, ni berreaban a gritos los niños. Al contrario, los cachorros burgueses saludaban cortésmente mientras rodaban sus aros o lanzaban sus diábolos.

Todo había sucedido muy rápido. Una camioneta bloqueaba el acceso a su bucólica finca, sembrada de frutales y en la que criaba animales de granja. Era su garantía para una vejez desahogada. Vio cómo una tropa de chavales azuzaba a las gallinas, mientras unas mujeres asaban piezas de carne en la lumbre. Los máuseres y carabinas apoyadas en la valla de ladrillo. Su valla. Y lo peor, el frenazo que chirriaba, una y otra vez, en su mente. Igual que un coche derrapando dentro de un circuito sin principio ni fin.

En cuclillas, escondida entre las acacias, Tina de Jarque había identificado la figura de un militar bajito y regordete que salía de un vehículo oficial. No resultó difícil reconocer en esos rasgos la figura de su influyente amante, convertido de repente en un traidor. El general con quien había mantenido relaciones más o menos periódicas en el último año. Con quien se había dejado ver no solo en el teatro de La Zarzuela, donde actuaba cada noche, sino en restaurantes y cafeterías de moda.

—¿Qué van a pensar de un hombre tan respetable como tú en mi compañía? —Buscaba su explícito beneplácito y quería oírselo.

—Que me he vuelto loco por los mejores muslos de Madrid —respondía él ufano—. Óyeme bien: mientras tú estés conmigo, a ti no te va a pasar nada.

—¿Por qué dices eso? Me inquietas.

Sin embargo, nunca dio otra explicación que colarle la mano por debajo del vestido y arrancarle las ligas. Hasta que, en la madrugada del 18 de julio, Tina descubrió en qué «negocios» andaba aquel general. Desde entonces, su protección se volvió muy valiosa. Aunque no resultara gratis.

—Piénsalo como una canonjía. Con poco por tu parte, consigues mucho.

Se lo había planteado igual que una transacción comercial. Quid pro quo. Al fin y al cabo, la historia de la humanidad se reducía a un toma y daca permanente. El general Asín-Badiola se había comprometido a que nadie tocaría la inversión donde Tina había depositado su capital, si ella rastreaba las informaciones que le indicasen. En concreto le estaba proponiendo que trabajara para él como espía y Tina dedujo que podría saldar la experiencia incluso de un modo positivo.

Tina había nacido en Barcelona, en 1904. Entre putas y chulos de un barrio donde el arte corría por las cañerías, puesto que todos allí habían ejercido algún oficio teatral. Constantina de Jarque Santiago era hija de notables figuras del circo, de quienes había aprendido, bien en España o Alemania —donde fue educada—, a encajar las dentelladas del destino como una equilibrista. Vivir no era más que un ejercicio pendular constante.

A sus treinta y tres años había arrastrado tantos trajes, lentejuelas y plumas, tal cantidad de partituras por el mundo que con sus pericias hubiera podido escribir varias semblanzas. Canzonetista, modelo, bailarina, actriz de cine y de espectáculos sicalípticos. A juicio de algunos, representaba la mujer más sensual del «artisteo». Otros la veían como la diosa del deseo. La Venus Morena. De hecho, así la calificó el diario Abc, en 1928, tras elogiar con profusión la revista que protagonizaba en el Price. Durante su estreno había embrujado tanto a Alfonso XIII como a Primo de Rivera, demostrando que ella se pasaba la política por la entrepierna.

Qué le impedía a esta funambulista, cuya alma andaba entre el proscenio y la platea, añadir una labor más a su haber. La de afanada «informadora».

—Quiero que conozcas a alguien —le sugirió el general, cuando Tina aceptó el trato.

Tras un surrealista recorrido por Madrid a bordo de un coche camuflado, desembocó en un piso del barrio de Atocha donde la aguardaba su amante. Allí le presentó a un alemán que, en adelante, sería su contacto.

—Tú y yo debemos estar un tiempo sin vernos —explicó el militar—. Es Bertram Fiedler, un reputado industrial. Sus negocios le han llevado a instalarse en España. Pero, por encima de todo, es un fiel colega capaz de ayudarnos en lo que sea preciso. ¿Verdad?

El alemán le causó buena impresión y le despertó simpatía su esfuerzo por expresarse en castellano.

Haben Sie den Abend genossen[6]? dijo en su idioma.

Ja, ich habe einen wunderbaren Gastgeber[7] —respondió Tina de Jarque—. ¿Le gusta la música, señor «violinista»[8]?

—Siempre supe que os llevaríais bien —concluyó satisfecho el general.

Fue la última vez que Tina y el general Asín-Badiola estuvieron juntos. Hasta aquella tarde en que había descubierto su felonía.

No entendía el motivo. Ella no significaba nada. Su finca carecía de valor, aparte del bienestar que implicara para su futuro.

De repente se dio cuenta de que si la descubrían su vida habría resultado inútil y salió corriendo para escapar.

Según reparaba en su aspecto, además de su ruina, descubrió el rastro de un moretón en el cuello. La sombra de unos labios ultrajando su piel morena. «Estúpida —se dijo—. ¿Cómo te has dejado marcar de ese modo?».

Ella nunca se descuidaba. Siempre guardaba la reserva necesaria para que ningún hombre recelara de que existiera algún otro. Qué fatalidad; además se negaba a pronunciar quién lo había provocado, dos noches atrás.

Acababa de concluir su número estrella, el de «Los bombones», y dejó el escenario deseando evaporarse. No toleraba más ese titánico esfuerzo por aparentar convivencia con los nuevos garantes del teatro. Desde que fuese colectivizado por la CNT, cobraba lo mismo que un tramoyista —175 pesetas a la semana—. Humillante. Tina de Jarque era una estrella, no una operaria que ensamblaba cables mientras comía pipas.

Entró en el camerino. Atrancó el cerrojo y se deslizó a lo largo de la pared, hasta derrumbarse sobre el suelo de terrazo.

En aquella postura, observaba a su alrededor a través de otro ángulo y todo le mostraba ahora su cara oculta. Los bajos de los vestidos, que pendían de un perchero móvil, estaban ennegrecidos y sus dobladillos reclamaban a gritos unas nuevas puntadas. A algunos zapatos debería reponerles las tapas y los desportillados muebles necesitaban una mano de pintura. Esto exhibía el artificio del espectáculo. Su crudeza envuelta en papel de celofán.

De pronto llamaron a la puerta.

—¿Quién es? —preguntó desganada, pues no esperaba visitas.

—Alguien a quien pareces haber olvidado —respondió una voz masculina.

En el pasillo de artistas, un hombre apretaba su sombrero contra el pecho sujetando un enorme ramo de rosas.

—Dime que te alegras de verme —enunció a modo de saludo, al abrirse paso entre la hoja de madera—. ¿Así recibes a los viejos amigos?

—¿Qué haces aquí? Estoy cansada y no tengo ganas de monsergas.

Era la última persona con quien Tina quería encontrarse. Una mácula en su biografía. Uno de los capítulos más aciagos de ella. Alguien por quien hubo sentido esa clase de borrachera que pudiera ser calificada de amor, minutos antes de convertirse en agua sucia de alcantarilla. Ni siquiera le llamaba por su nombre, para ella era solo J.

—¡Menuda gentuza os manda ahora! —dijo él quitándose la chaqueta.

—Si has venido a hablar de política, ya te puedes ir.

—¡No! He venido a olerte. —Y le echó la mano en la cintura—. Como los perros a sus hembras. Estoy aquí porque me despierto a media noche pensando en tu boca. Bésame, Tina. Lo estás deseando tanto como yo.

—¡Vete a la mierda! Gritaré si sigues por ese camino.

No lo hizo. Por lo menos no como aventuraba. Los dedos de J. desabrocharon los corchetes del traje con pericia de amante rápido, de los que deben satisfacer en poco tiempo para regresar pronto. En unos minutos le había quitado la ropa interior y deslizaba sus dedos por el pubis, para libarlo después. Y en otros pocos, bramaba como un animal, mientras ella encajaba sus febriles embestidas derrengada en el respaldo de una butaca.

Siempre le sucedía igual. Había algo en Tina, puede que fuese su piel o la saliva o su sexo, capaz de despertar esa bestia aletargada en cada hombre. Algunas mujeres aplacan y otras encabritan. Ella estaba entre estas últimas.

—Lo siento —reconoció él según se abotonaba la bragueta—, pero es que me enloqueces. No tomes estos arrebatos en cuenta, los hombres somos así.

Tina se negó a responder. Él, con el nudo de la corbata aún sin rehacer y la chaqueta en una mano, abrió la puerta del camerino, pero la volvió a cerrar.

—Si alguna vez me necesitas, si te sientes en peligro, llámame —le ofreció—. Tengo buenos amigos y vienen tiempos para no andarse con melindres.

—Da por sentado que esto me lo cobraré algún día —aseguró ella escupiendo los restos de su sabor en el suelo.

Dentro del portal, la artista se sacudió el polvo del vestido y se encaminó al ascensor a tientas porque no funcionaba la luz del descansillo.

—Si gritas, te reviento la tapa de los sesos —amenazó una voz masculina a su oído.

Tina sintió el frío del metal presionándole la sien y el sabor de la sangre en los dedos que amordazaban su boca.