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—¿Qué estás diciendo? —preguntó Hugo con los ojos desorbitados. Su hermana hablaba ese idioma en el que se dicen las cosas que nadie quiere escuchar.

—Me quedo. Sería inútil explicarte ahora el motivo, por eso… toma —dijo tendiéndole un sobre—. Léela cuando estés calmado. Sé que si no lo hiciera me arrepentiría siempre.

Hugo no sabía cómo reaccionar y Aurora aprovechó su desconcierto para despedirse de él y de los niños.

—Es el segundo toque de sirena, tenéis que marcharos —anunció llorando sin parar—. Créeme, no ha sido fácil.

Mientras arrastraba a sus hijos al buque, Hugo pareció despertarse de una borrachera. Entonces desanudó su garganta y le advirtió.

—Espero que sea lo más importante de tu vida —expuso muy herido—. Más aún que nosotros. De lo contrario, lo entenderé una frivolidad y no te perdonaré nunca.

—Tú te habrías sacrificado por Berta. Hay alguien que…

—¡Ni la menciones! —frenó él—. Está por ver que la persona por quien hieres impunemente a los tuyos le llegue a la suela de los zapatos.

La realidad fue más hiriente que cualquiera de los escenarios que Aurora había imaginado durante la noche: hubiera preferido una escena, la exasperación de sentirse abandonado gritándolo a los cuatro vientos. En cambio, su hermano le dio la espalda y desapareció entre los pasajeros, sin volver la cabeza.

Aquel hombre formaba parte de ella y ahora, tarde, se daba cuenta de que su amor por Hugo no era solo de sangre y parentesco.

—¿No quiere sentarse tantito? —sugirió una mujer a su vera—. No tiene buena cara, mija.

—¿Quién la tiene en una despedida? —adujo ella.

Se quedó anclada al suelo, mientras observaba las maniobras de zarpado del Nordlys hasta que se transformó en una miniatura colgada del horizonte. Dentro imaginaba a Hugo leyendo la carta en la que le hablaba de Pablo, de su voluntad de estar con él y de los avances del joven en D. F.: en su nota aseguraba que había escrito un guion, a punto de ser financiado por unos estudios cinematográficos, y cuyo papel protagonista interpretaría ella.

… en cuanto te conozcan les fascinarás, estoy convencido. No te sientas insegura: hay maestros de voz y actuación costeados por los productores que harían de ti una estrella en menos de lo que imaginas. Pero claro, si emprendes el viaje a España tendrían que buscar a otra y nosotros esperar un nuevo proyecto… No soy quién para decirte que no vayas, pero «unos meses» es demasiado tiempo para esta industria.

Valora lo que dejas, Vera. Entierra a Aurora de una vez. Sé que te resistes, pero tu futuro es una pantalla y el mío moldearte. Ninguna mujer puede negarse al Olimpo, preciosa.

Hay algo más. Cuesta hablarlo por carta, pero me reconcome desde que he llegado y te lo propongo, o exploto. Nunca he tenido nada tan claro como el hecho de pasar mi vida contigo. Envejecer juntos, formar una familia y esas cosas que se dicen cuando uno encuentra la mujer de su vida. ¿Tú querrías? ¿Estarías dispuesta?…

Demasiados caramelos como para no probarlos.

Aurora perdió la cuenta del tiempo que se mantuvo en el muelle. Salvo los estibadores, se había quedado vacío y el sol empezaba a ser cargante.

Ya de vuelta, dos medias de croché le hicieron frenar en seco. Miró unas piernas balanceándose en un caucho gigante y echó a correr hacia ellas.

—¡¿Qué haces tú aquí, maldita niña?! —Su grito reverberó en todo Veracruz—. ¡Por Dios Santo, estarán locos en el barco preguntándose dónde andas!

Casi todos los estudios cinematográficos se distribuían a un lado y otro de la Calzada de Tlalpan, al sur de Ciudad de México; una carretera congestionada, que los autobuses lineaban con paradas de sugerentes nombres. Hacia la izquierda el camino llevaba al vivero de la capital, Xochimilco, un pulmón verde que suministraba flores a los mexicanos, y a su derecha, los terrenos pedregosos de la vega del río Churubusco albergaban la colonia Country Club. Por entonces todavía en construcción, en torno a un campo de golf donde se solazaban los más pudientes, y en cuyo proyecto incluso se dispuso un hotel para alojar a los artistas. Durante días, Pablo y Miguel recorrieron unas naves en penumbra hasta que se encendían los focos y, entonces, el olor a celofán quemado y a la madera recién cortada de los decorados los retraía a otro tiempo. A aquel en el que se creyeron invencibles y genios. Como si el exilio fuera solo el paréntesis de un rodaje, cuyo curso volvía a retomarse.

Disciplinados, guardaban silencio tras el «cinco y acción», y una vez filmada la toma, pedían un empleo a todo el que les salía al paso. Cierto que solo en el mejor de los casos consiguieron algunas jornadas barriendo y acarreando utillaje, pero su ambición no dejaba de crecer al constatar lo mucho que podían ofrecer al séptimo arte.

—Caer en la nostalgia sería un error —argumentaba Morayta—. Al público no le interesan nuestras cuitas en la pantalla. La utopía de volver a España para restaurar la libertad y la justicia hay que dejarla aquí, en charla de café.

Habían empezado a frecuentar el café Tupinamba, donde les dijeron que se juntaban los españoles para hablar de toros y fútbol, y más tarde se unieron a esas tertulias donde se entregaban los compatriotas a una retórica cargada de aspavientos y palabras malsonantes, que afeaban los propios mexicanos. Tenían lugar en cafés como La Parroquia, en la calle Venustiano Carranza, infestada de compatriotas, El Papagayo o El Campoamor.

—Aunque quisiéramos hacer política no podríamos —apostillaba Pablo, a quien le costaba abdicar de la ideología—. Os recuerdo que hemos firmado nuestro compromiso para no inmiscuirnos.

Aludía de este modo al documento que obligaba a los españoles a alejarse de la política mexicana, no militando en partidos ni lanzando soflamas.

—¡Deja, no contamines más! —chasqueaba la lengua Miguel—. El objetivo es trabajar en lo nuestro, en vez de ser peones. El exilio no puede convertirse en una enfermedad. Hay que rebelarse y salir adelante.

Pero, a veces, era una patología crónica que les inundaba de desesperanza. Un bucle melancólico sin cura. Cuando el exilio se enquistaba, más que la condición de un individuo se convertía en su forma de vida y no pertenecía ni al país de acogida, ni a esa nación que solo prevalecía como mito en su memoria. Entonces se convertían en fantasmas que acudían a la oficina o llevaban a sus hijos al colegio Madrid, en la vaga ambición de que ellos sí regresarían. ¿Pero a dónde? Si la tierra de la que salieron no existía.

Sin embargo, Pablo y Miguel estaban llenos de expectativas y muy alejados de este desarraigo. Disfrutaban del rico intercambio en unas tertulias en las que participaban intelectuales y gentes del cine que, con ingenio y tozudez, se abrían paso en la industria mexicana.

—Mirad, aquel de las gafas —señaló una mañana Salvador Bartolozzi—. ¿No es el general Miaja?

—A fe que sí —confirmaría su esposa—. Quién le iba a decir que después del sitio de Madrid podría tomarse una cerveza como si tal cosa.

Bartolozzi era un insigne ilustrador a quien acompañaba su mujer, la actriz y escritora Magda Donato, pareja con la que coincidieron los amigos en el Quanza y cuya historia sería por sí sola un guion cinematográfico. México les favorecía: habían logrado que la Dirección de Bellas Artes estrenara su obra de teatro infantil Pinocho en el país de los cuentos, con enorme éxito y notable crítica. Y ahora maduraban trasladarla al cine. Ese domingo 9 de mayo compartían cenáculo junto a, además de Pablo y Miguel, Carlos Velo, biólogo y aplaudido documentalista; el escenógrafo Manuel Fontanals; Eduardo Ugarte, escritor y fundador con García Lorca del grupo teatral La Barraca, y los actores Luis Alcoriza, Pepita Meliá y su hijo Pepe Cibrián.

Alcoriza les aventajaba. Había llegado años antes con la compañía teatral familiar y, aunque fue imposible sostenerla, había participado ya en dos películas.

—El problema en España —decía con vehemencia este último— es que ningún productor mueve el culo con la ambición de B. Mayer o Zanuck. ¡Todos querían ser unos paniaguados del Estado!

—Estábamos como para filmar «comedietas» —replicaba Morayta.

—Además, los actores nos hemos acostumbrado a sobreactuar y eso, aquí, no funciona —insistía Alcoriza.

—El problema es que, actores cinematográficos, España ha dado pocos —contestó Magda Donato.

—¿Qué dices? —interrumpió él—. No estoy de acuerdo.

—Si me dejaras terminar, Luis. Muchos éxitos de taquilla eran musicales y esto abocaba a contratar cantantes que recitaran sus frases de «memorieta». ¿Qué son si no Estrellita Castro o la misma Pastora?

«O Tina de Jarque», pensó Pablo, pero no abrió la boca. Estaba harto de que le reprocharan su obsesión por Carne de fieras. ¿Y qué, si había sido la única película comercial en la que había participado y llevaba cada uno de sus fotogramas grabado a sangre en su memoria? Entre ellos se escondía el secreto de la desaparición de esos rollos del metraje sobre los que siempre especulaba. Se atrincheraba en alguna de sus escenas. Seguro que en un plano inadvertido al ojo poco curtido en descifrar enigmas.

Recordaba bien las secuencias que faltaban. Unas recogían la infidelidad de Aurora —personaje interpretado por Tina— a su marido, en el decorado que hacía las veces de casa familiar; otras se rodaron en la Playa de Madrid, y en ellas la actriz aparecía en traje de baño. Pero lo peor era no contar con su baile en el cabaré. El productor se había empeñado hasta las cejas para rodar un número musical que emulara a los americanos y, sin aquellas cintas, los contoneos de Tina de Jarque a lo Carmen Miranda pasarían al limbo donde se desterraban los celuloides desechados.

Jamás olvidaría la fecha en que se ejecutaron las tomas, porque la misma madrugada del 27 de agosto se produjo el primer bombardeo sobre Madrid. Escondido dentro del suburbano, rodeado de hombres y mujeres en pijama que amortiguaban el sollozo de sus hijos o las ganas de orinar, el hecho de recrear el exuberante cuerpo de Tina, tras haberla visto bailar durante toda la mañana, le resultaba obsceno. Pero era el único modo de evadirse de ese averno que ensordecía sus tímpanos. Horas antes, la canzonetista se había obcecado en encandilar braguetas con su traje caribeño. Lo hacía sin mayor esfuerzo. «Vas a saber cuánto te quiero, zalamero, cuando me dejes hablar», cantaba afinando su aflautada voz. Después de aquel día, la actriz había cambiado. Empezó a retrasarse. A faltar. A llegar con unas ojeras indisimulables, incluso bajo el maquillaje.

«Eso es que zorrea mucho», criticaban sus compañeros, desquiciados por su falta de rigor. «Colabora con los rebeldes y es un polvorín que ande cerca», vaticinaba el sindicalista director Armand Guerra, de premonitorio nombre. «Menuda vaga me he echado en suerte», lamentó el productor, resignado a perder hasta la camisa con ese dislate de película llamada Carne de fieras.

—¿Dónde andas, muchacho? —inquirió Miguel Morayta zarandeándole—. ¡Te has quedado traspuesto! Nosotros no podemos imitar el cine de charros, es como si vinieran los mexicanos a contarnos el asesinato de Canalejas. ¿A que no, Pablo?

Negó con la cabeza, sin saber de qué hablaban.