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Aurora e Isela no se habían vuelto a ver desde que se marcharon de Puebla. Tras la muerte de Berta, y considerando el estado de desconsuelo en el que cayó Hugo, fue ella quien asumió las decisiones de la familia. En todas se topaba con un muro de hormigón llamado Isela. Hasta que decidió trasladarse a Veracruz. «Este lugar trae mucho dolor. Es nuestra casa, pero no dejaremos de ver a Berta en cada rincón»: así quebró la voluntad de Hugo. E Isela supo que se mudaban cuando descubrió el equipaje.

La mañana en que Isela apareció arrastrando a su hija no vestía uno de sus trajes de china poblana, sino un dos piezas gris de corte masculino. Llevaba el pelo atado en una trenza, que corría espalda abajo, y gastaba unas medias muy tupidas, dándole el conjunto la apariencia de una adusta institutriz.

La niña se había quedado traspuesta. Isela la zarandeó enérgicamente y la empujó al frente. Siguieron unos segundos incomodísimos donde Aurora pedía una aclaración, pero la mexicana no parecía dispuesta a dársela.

—¿Qué significa esto? —arrancó la joven al fin.

—¿Que no ve? —soltó desafiante—. Le traigo la hija al padre.

Aurora buscó alrededor algún rastro de su hermano. Un gesto, una mirada suya, la frase que confirmara lo que acababa de oír, segura de que él estaba al tanto de la maniobra de Isela. Lo único que vio fue su sombra tras la jamba de la puerta del despacho.

—¡Hugo! —gritó ella—. ¿Puedes venir, por favor?

Sin embargo, la única respuesta fue el sonido de la puerta cerrándose.

—No le place tejer chambrita —apuntó Isela mordaz—. Le advertí la última vez que hay más vida y quería vivirla. Pero con una escuincla de diez años no.

—Usted se ha vuelto loca, ¿pretende abandonar a su hija? ¿Cómo podría una madre tener la conciencia tranquila?

—¡Igualita conciencia obliga al padre y él hace su regalada gana!

—Los hijos pertenecen a las madres, los hombres hacen lo que pueden —argumentó Aurora.

—¿Ahorita tú repelando por esto? Mejor que nadie sabes lo malo que es no tener padre.

—Si viene a insultar, ya sabe dónde está la puerta —repuso Aurora.

—Eso lo dejo para ustedes. Con el dinero que se cargan, dan lecciones que mejor no aprender nunca.

Isela empujó con el pie una maleta de cartón recomida por las esquinas y la dejó al lado de la pequeña. La niña guardaba silencio, abriendo los ojos azules, y enredándose los bucles del pelo entre los dedos.

—No es taradita porque no hable, tan solo rarita —apuntó irónica—. A poco lo fue usted, ¿no?

Dicho esto, la mexicana se dirigió a la salida. En su abstracción, Aurora no había advertido la presencia de sus sobrinos en el piso superior. Tampoco es que entendieran todo lo sucedido en el patio, pero sí tradujeron la escena a su manera, adivinando que la muchacha había llegado para quedarse. Por su parte, el servicio también había atendido la conversación a través de los resquicios de las puertas y las ventanas entreabiertas, con mayor morbo que el desatado por las radionovelas.

—No se enoje conmigo —rogó Isela en el vestíbulo—. «El que más temprano se moja, más tiempo tiene para secarse». A mí se me acaba, si no lo gasto como quiero. Marcho al norte, a Sonora. Él sabe dónde encontrarme.

Sus taconeos sonaron con un eco que se rompió de pronto por el timbre del teléfono.

—¿Es que nadie piensa cogerlo? —gritó Aurora, para terminar contestando ella—. ¿Bueno?

—¿Aurora, eres tú? —desde lejos, llegó la voz de Atilano—. Qué alegría oírte, ¿estás contenta? ¿Habéis recibido los billetes? ¿Qué dicen mis nietos? ¿No se alegran de volver a casa? El Nordlys es un buen barco, ya veréis.

Preguntas a las que respondía con monosílabos, ansiosa por terminar.

—La línea está mal, no le oigo —mintió—. Además es muy pronto para usted, le comunicamos nosotros en unas horas. —Y colgó.

Lo que bullía en su cabeza solo lo podría atemperar Hugo, por lo que entró agitada en su despacho.

—Estoy esperando tu explicación —espetó—. Mejor dicho: tus explicaciones.

Casi nunca se las había dado. Tampoco ella se las había reclamado. Para ser exactos, la única vez que habían hablado de Isela fue una tarde mientras esperaban a que el médico saliera de la habitación de Berta. Sucedió en 1937. Frente a la puerta cegada del dormitorio, desgranaron las razones de una infidelidad cuyas consecuencias dolían demasiado a ambos.

—Si no le hubieran absorbido tanto los niños, no habría pasado —soltó Hugo de repente—. Si no me hubiera descuidado, yo no habría tenido celos de mis propios hijos.

—¿Qué tontería acabas de decir? —reprendió ella—. Ni en broma lo repitas.

—¡Es cierto! Tú no imaginas lo que es sentir tan lejos al ser que más quieres —arguyó entonces—. Cuando telefoneaba nunca parecía disponible para mí. Atendía cualquiera menos ella, ¿acaso no lo recuerdas?

—Ni sé de qué tiempo hablas —reconoció Aurora su olvido.

—Fue nada más nacer Tirso. Berta convaleciente, preocupada por su bebé. El revoltoso de Hugo haciendo de las suyas y yo… —Aurora comprendió enseguida que su hermano necesitaba desahogarse—. Yo era un ser transparente a quien nadie consultaba. Me embarqué para ocuparme de los negocios, que es lo que mejor sé hacer. Y aquí andaba ella.

—¡Pobre Hugo! Todos te echamos en sus brazos. ¿No es así?

¿Cómo podía explicar el cúmulo de sentimientos que hubo de afrontar años atrás, sin lastimar el honor de su mujer? La realidad era que entre Isela y él, trabajadora y patrón, se gestó una alianza al hilo de su «destierro» que siempre se había resistido a calificar.

—¿Te enamoraste? —sondeó Aurora con reservas. Quería y no quería saber—. ¿Lo hiciste aunque también lo estuvieras de Berta?

Hugo nunca despejó esa duda. ¿Para qué? Tal y como habían evolucionado los acontecimientos, carecía de importancia. No obstante, alguna vez llegó a sospechar que sí. Que los hombres eran capaces de escindir su corazón en dos sin poder dirimir entre las mitades, aunque fuese por poco tiempo.

Por otra parte, Hugo también omitió cualquier mención a ella. Sus continuas referencias a Aurora en las charlas con la mexicana, a una infancia cuyos detalles devanaba con gesto de felicidad. Lo que hizo pensar a Isela que la niñera de sus hijos era alguien muy especial para él.

—Regréseme con bien y salúdeme a la niñita de mi parte. —Así le despidió y el abogado tomó a broma el comentario. No entendía por qué había aludido a Aurora.

Semanas después, y por carta, le hizo saber que «andaba de encargo, ya que los dioses organizan la vida de los fieles a su antojo, y puesto que nomás pronostican la concepción de una niña, Aurora se llamará». Tembló al leerlo. «Nunca he sido de remilgos, siempre he hecho lo que se me da la gana —concluía Isela—. Y no le quiero atrapar a como de lugar. Aquí quedan una mujer con su hija para cuando sea menester quererlas».

Aurora se había situado frente a Hugo en jarras, esperando sus respuestas.

—Me había amenazado varias veces, pero no creí que lo fuera a cumplir —se justificó él—. Isela es impulsiva y cabezota. Ya ves, ha dejado el trabajo en La Continental por otro en Hermosillo que a saber cómo le irá.

—¿Qué nos importa dónde vaya a emplearse? —gritó ella—. Ha dejado ahí a la niña igual que un fardo. La veías, ¿verdad? Estos años has seguido con ella.

—Era la encargada de la factoría y…

—¿Por eso teníais que acostaros? ¿En la misma casa donde murió Berta?

Llevaba tiempo sospechándolo, pero no había querido reprocharle antes su conducta.

—No, al principio no. —Hugo sostuvo su cabeza entre las manos—. Estaba solo e Isela…, ella siempre sabe dar a un hombre lo que necesita cuando deja de sentirse… Mierda, ¿es tan difícil entenderlo?

—¿Qué buscaba?, di. ¿Casarse?

—¡No! Me pedía un cariño que yo no podía darle en la medida que deseaba. También le obsesiona que la niña no tenga lo mismo que sus hermanos.

—Pues bien te habrás ocupado de su educación, o de la ropa que lleva. ¡Qué sé yo, porque ni me cuentes!

Se cruzó de brazos y recorrió el despacho. Todo alrededor era su hermano: sus papeles, los libros, el tabaco habano.

—¿La quieres? —inquirió.

—¿A quién? —se sobresaltó Hugo.

—A la niña.

—Me inspira… ternura. Compasión.

—Lo mismo despertaba yo en Atilano. —Habló tan bajo que él no la oyó.

—¿Qué has dicho? —preguntó Hugo.

—Una tontería —respondió.

De espaldas a Hugo, dedujo que a los hombres les esclavizan sus pulsiones, por tanto, no tenía caso seguir irritándole con algo que le causaba bastante dolor. A partir de ahí Aurora trató de contemporizar.

—Creció la familia, pues. —Y aparcó el asunto. Pero quedaba otro—. ¿Cuándo me ibas a decir que tenías unos billetes para embarcarnos rumbo a España?

—¿Cómo lo sabes?

—Atilano acaba de anunciármelo. Lo has hecho sin contar conmigo.

—¡Mentira, tú no querías escuchar! —protestó Hugo—. Padre lo ha gestionado porque se daba cuenta de que no hacía más que alargar la decisión.

—¿En qué fecha?

—El 14 de mayo. Será una temporada, para que los niños vean a su abuelo. Regresaremos en cuanto tú lo digas. Además se lo debo a ellas, a Berta y a mi madre.

Como si ahora los muertos tuvieran que decidir el destino de los vivos, pensó ella.

—¿Y si yo no fuera? Te llevas a esa criatura contigo, a ver si la domas.

Solo tuvo que sostener su mirada unos segundos para deducir que no debía hacerlo. Que esa involución al pasado tenían que realizarla juntos, entre otras cosas porque sería la forma más eficaz de poner límite a su estancia.

—Vete buscando un billete para tu hija, anda —zanjó besándole en la frente.

Al salir del despacho vio que la niña seguía en el mismo lugar. Como una columna de escayola o cualquiera de las macetas del patio, quietecita, mirándose el dobladillo del vestido tratando de encontrar oro en él. Ni siquiera podía ser tachada de estorbo. Estaba como podía no estarlo, vegetando. De la manera en que un tiesto adorna una esquina u otra.

Si el 13 de mayo no hubiera recibido aquella carta, todo habría sido distinto. La víspera del viaje fue una jornada de nervios, carreras, maletas y bártulos abriéndose y cerrándose.

—Al final del verano habremos vuelto, y pienso correrte si la casa está en mal estado —amenazó Aurora sarcástica.

—Venga parlotear, cuidando hijos que no son suyos y ahora… la chamaca.

—No te mortifiques por lo que no te concierne, Tula.

Los niños, exultantes, apenas comieron. La recién llegada gastó un humor de perros. Ni siquiera abrió la boca, dilapidando el esfuerzo de Aurora, que, los días anteriores, había sacado de ella alguna palabra unida a la siguiente, hasta pronunciar frases enteras.

Hugo firmó numerosos documentos con los administradores de sus empresas. Y ella leyó y releyó lo que Pablo le había escrito contestando a su nota, donde le anunciaba el viaje a España.

El Nordlys era un buque noruego fletado por Inglaterra. Uno de los que, tras la invasión alemana, había encontrado asilo en los astilleros británicos. Servía a la familia porque pararía en Lisboa antes de concluir su viaje en Southampton. A las 6.30 de la mañana, cruzaban la dársena mientras los chóferes facturaban el equipaje. Todo menos un baúl.

Aurora había estado a punto de hacerlo varias veces: mientras degustaba el café; antes de vestir el traje de hombreras marcadas y amplias solapas que la modista había cosido para la ocasión, copiándolo de una revista francesa; en el coche. Pero lo anunció en la misma fila del embarque.

—Hugo, yo no voy con vosotros.