36
Pasaron enero, febrero, marzo y alumbró abril. Durante este tiempo Edwina había ido y venido de la costa al interior, tejiendo su nuevo proyecto. No había sentido remordimientos al suscribir su decisión, quizá precipitada. En absoluto. Cuando debía elegir, sabía cómo hacerlo; a pesar de los sacrificios.
Aurora fue coleccionando las cartas que esbozaban los pasos de Pablo por la capital, mientras él trataba de encajar en ella. La ciudad era cosmopolita, mestiza y elitista. «Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos», oyó decir a alguien al poco de llegar. En verdad Ciudad de México se encaraba al norte, más que al cielo: cocktail party, lunch, ladies bar, drive-in, sombreros de fieltro Stetson y Kensington popularizados por los astros de Hollywood, Pepsi-Cola, Kelvinator, Palmolive, Seven-up.
Pablo no había visto antes una ciudad de aquel tamaño, desaforándose en cada barrio y creando en el rebose otro nuevo, presa de un cambio tan incesante que los capitalinos debían renovar sus mapas con frecuencia, porque no la reconocían en el transcurso de unos meses.
Una estatua de Cristóbal Colón, gemela a la barcelonesa, fue lo primero que vieron Pablo y Miguel al salir de la estación del F. C. Mexicano, en la plazuela de Buenavista. «El recibimiento del descubridor», dijeron a dúo, y animosos se encaminaron hacia la calle Morelos, donde tenían apalabrado un cuarto. A la mañana siguiente ya pateaban los santuarios cinematográficos del Distrito Federal.
Aurora volvió a ver a Edwina en uno de los viajes de la alemana a Veracruz. La joven le hizo saber cómo la había echado de menos y cuánto necesitaba contarle todo lo que había sucedido desde la última Nochevieja.
—No te eduqué para esto —clamó Edwina tras conocer el curso del flirteo—. Por lo menos no le veas más.
—Creí que tú me entenderías —lamentó Aurora.
—¡Híjole, capaz que ahorita andes de encargo!
—Le pusimos cuidado. ¿Crees que no tengo cabeza?
—¡Ninguna! Te avisé: «No hagas cosas buenas que parezcan malas». Y por el contrario pecaste contra el catecismo enterito. ¿Qué dice tu hermano?
—¡No lo sabe!
—Mejor. Estaría todo el tiempo con el Jesús en la boca. ¿Ahora qué?
—Hugo quiere volver. Cuando Atilano telefonea se muestra débil. Y Pablo me pide que vaya con él a la capital. No sé, Edwina, estoy hecha un lío.
La alemana recogía papeles en su despacho de La Orgía Dorada, dándole la espalda. Se volvió hacia ella y le habló con mucha dureza.
—Regrésate a España, niña. Yo ya tengo mis planes.
Los planes de Edwina habían empezado a tomar forma el 1 de enero de 1942, cuando los vecinos la arrancaron de la cama contándole el ultraje a su burdel. Actuó rápido: denunció el ataque a la policía, se ocupó de sus meretrices y dispuso lo necesario para viajar a la capital lo antes posible.
Una vez allí, citó en una habitación del hotel Imperial —sito en la avenida de Reforma— a la única persona capaz de salvarle el pellejo de nuevo.
—¿Siempre recibes así, güera? —dijo el hombre al encontrarla en ropa interior—. Siquiera no salgas, podrían apresarte.
El recién llegado era muy alto y sus espaldas se perfilaban con un traje bien armado. Tenía el rostro comido de viruela, una fila de hormigas, a modo de bigote, roía su labio superior y sus piernas parecían pedestales. Se quitó el sombrero, atusándose el cabello con un peine que apareció y desapareció de sus manos como si fuera un ilusionista.
—¿Prendiste contigo las esposas? —respondió ella sirviendo champán.
—En Gobernación no las preciso y aquí tampoco. ¿No piensas besarme?
—Esperaba que lo hicieras tú, Noel Cigarroa.
¿Para qué aguardar una nueva insinuación, si llevaba rumiando las ganas de montarla desde la lectura de su nota, donde le conminaba a visitarla con celeridad? El otrora comisario jefe de Veracruz y ahora gerifalte del gobierno agotó de un trago la bebida para después arrancarle la ropa, como si fuese una tara de la que debía librarse. Lo cumplió con tal arrebato que los tirantes de la combinación acabaron desperdigados por el suelo.
Casi cuarenta años de hembra y aún le excitaba hasta rabiar. No importaba que sus muslos hubieran perdido firmeza y asomaran los primeros estragos de la edad en su rostro. Edwina aumentaba su provocación a medida que bebía champán; se acariciaba el vientre y entreabría las piernas complacida del efecto que causaba en la bragadura masculina.
—Voltéate —le pidió Noel, y girándose le mostró el trasero que él gustaba de cachetear cuando la sentía atornillada al pene, a horcajadas, mientras voleaba las tetas delante de sus narices.
Los orgasmos de Edwina eran estruendosos; aguantaba tantos asaltos como Charro Aguayo, uno de los luchadores favoritos del mexicano. Este solía «resoplar de mala madre» entre las cuerdas del ring del Coliseo, mientras Bobby Bonales, «la maravilla moreliana», le retorcía el pescuezo y, aunque el público lo diera por perdido, volvía a resurgir por enésima vez. Sexo y lucha juntos, perfecto. Además, Edwina también era hedonista. Porque Noel odiaba la gazmoñería de esas mujeres que ahogaban entre suspiros el placer, mientras se mordisqueaban los puños, después de haber tenido que embestirlas hasta la extenuación. «Hasta que la picha se arruga como cacahuete y ni ganas quedan de correrse», hubiera sostenido él.
—Aún estás rica, choncha. ¡Qué buena nalgada! —exclamó.
—Se me hace que no te joden bien en la capital, Cigarroa.
—Poco y a destiempo. Sirve otra copa, anda. ¿Piensas quedarte mucho?
—Depende de ti —dijo pasándole el champán—. ¿Una manta?
—Los machos no tenemos frío. Si andas de paso, ¿por qué trajiste el baúl?
—Necesito tu ayuda y preguntando no me la das —concilió ella.
—Larga entonces —le pidió el hombre—. ¿Para qué soy bueno, güera?
—Noel, si no me voy de Veracruz, me van a correr.
Edwina le resumió sus avatares con las mafias chinas, sumando en el relato un mal trago tras otro. Y después le anunció el propósito de trasladar su imperio al Distrito Federal.
—Al mal paso, mejor darle prisa: preciso un local libre de cargas y permisos en regla. En el baúl tengo cómo costearlo de sobra. Pero lo más importante es tu protección.
—¿Pretendes que legalice tus vicios, así nomás?
—Quiero levantar un negocio próspero que deje plata, mucha plata. Pero a ti no te cobraré. Tendrás a mis furcias de grapa.
—¡Mujer del demonio, cuanto milagrito ocurre te lo quieres colgar! —exclamó riendo a mandíbula batiente—. ¿Podré joderte cuando quiera? Hecho, pues.
Y rubricaron el acuerdo practicando lo que mejor sabían hacer.
En abril, la amenaza de una inminente entrada de México en la guerra tomó la forma de un denso nubarrón, que ni desaguaba ni se movía un centímetro del país. Calma chicha a la espera de una tempestad.
«Que si México se siente muy cerca de Europa, que si es más anglófono que francófono, que si lo es el D. F. por sostener cierta comprensión hacia su vecino del norte», comadreos que se hilvanaban a diario en las cafeterías, entre titulares de periódico y noticias radiofónicas. En todo caso, era habitual achacar los males del mundo a los alemanes.
Aurora se mantenía ajena a la política, absorta como estaba en las cartas que enviaba y recibía de Pablo en días alternos. Aquella mañana, con el mar y el cielo tan azules que parecían haberse disuelto uno en el otro, y antes de volver a casa, se detuvo en el mercado. Allí adquirió un manojo de cilantro y guanábanas, anotando mentalmente los próximos menús: botanas de bacalao, picadillo de carne de res, ceviche de sierra con pico de gallo, ejotes, moronga, caldo de jaiba…
—Llévalo a la cocina —ordenó a Tula, quien la asaltó al llegar, descompuesta, mientras ella le tendía sus compras—. ¿Se puede saber qué te pasa?
—Nos cayó la fregada, niña —cuchicheó arrastrándola del brazo—. Entró a la casa y ya ni modo. Anda esperándola.
Sin ganas de misterios, Aurora avanzó por el zaguán hacia el patio, donde la aguardaban una madre y su hija.
—Supuse que usted sabía como yo que las visitas se anuncian —le increpó—. ¿Qué quiere, Isela?
—Ahí nomás la tienen —dijo la mexicana señalando a la niña.