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Aunque El Dictamen no estuviera en la calle el 1 de enero, los correveidiles vocearon la noticia del ataque al burdel mejor que el periódico.

Mediada la mañana, toda Veracruz se estremecía tras conocer una violencia impropia en ella. Menos Aurora. Ella tenía otras cosas de que ocuparse.

La noche anterior había pisado el cielo. Así que amar era eso: hacerse líquida en un punto incierto de su sexo y, a partir de ahí, licuarse entera.

Cuando la pareja quiso darse cuenta, la marea había subido y la inminencia del agua les alertó del tiempo que había transcurrido. Demasiado.

—¡Dios mío, Hugo debe de estar buscándome! —exclamó histérica, después de haberse dormido sobre el pecho de Pablo—. ¿Qué hora será?

Aurora llegaría al Siboney pasadas las tres de la madrugada; con el pelo enmarañado y, en sus ojos, signos inequívocos de haber sentido la pasión.

—¿De dónde vienes? —preguntó su hermano desencajado—. Te he buscado por todas partes. Pero… ¿te has mirado a un espejo?

—Fui a pasear por la playa y hacía viento.

—¿Con quién? —siguió él.

—Unos amigos, no los conoces. Venga, no pongas esa cara de susto. Es una noche de fiesta.

Hugo prefirió no insistir. Algunas verdades duelen más que la ignorancia y él conocía bien las debilidades de la carne. Qué miedo le daba perderla. Por eso, durante la vuelta a la casona azul, fue cimentando la idea de volver a España. Se lo debía a los muertos y a los vivos.

Los días siguientes, Aurora no tuvo otro afán que ver a Pablo cada vez que se escabullía de la inquisidora mirada de Tula. La india la observaba con más celo que nunca, y ella estaba convencida de que su hermano tenía algo que ver. «¿Por qué sale tantito a la calle? No me cuenta, niña. ¿Acaso me perdió la confianza? ¿No será por ese chavo que anda de mirón?». Por suerte, la ventura se alió con la pareja, que pudo coincidir, si no todo lo anhelado, sí lo suficiente como para comerse a besos por las esquinas.

—¿Cuándo vendrás a la capital? —le preguntó Pablo en su última cita.

—Aún no lo he decidido. No presiones.

Era miércoles, el día antes de que Pablo se marchase, y ella salía de la botica Cosmopolita, a donde acudió con la excusa de unos recados. A su espalda, una fachada decorada con varios reclamos médicos. Al frente, un futuro incierto.

—Quiero que me acompañes a un sitio —anunció Pablo tomando su mano.

Sin rechistar trotaron por el viejo Veracruz hasta desembocar en el callejón del Cristo. El número nueve resultó una deslucida casa de dos plantas y balcones cerrados. Las llaves que sacó Pablo del bolsillo franquearon varias puertas, hasta converger en una umbría habitación de la planta baja.

—La he alquilado dos horas —declaró él nervioso.

De repente Aurora se sintió sucia, igual que aquel cuarto.

—Debías haberme consultado —protestó incómoda.

—Lo siento, no quería herirte, solo que… es un infierno separarme de ti.

Aurora eligió una silla y se sentó con las piernas muy juntas. Sus manos formaban un nudo sobre sus rodillas. Parecía una señorita fuera de lugar. Vestía un traje de lino beis primorosamente planchado y Pablo, en cambio, llevaba una camisa remendada en las axilas, lo que denotaba su escasez de recursos.

—No sé si eres consciente del paso que he dado —arrancó ella a hablar.

—Perfectamente, amor mío.

Pablo se arrodilló, abrazándole las piernas.

—Entonces, ¿por qué me tratas como a una cualquiera?

—No tenemos por qué hacer nada si no quieres —interrumpió—. Simplemente hablemos, estemos juntos.

—¡Ay, Pablo! Hay cierta actitud en los hombres… —dijo Aurora acariciándole la cabeza—. No sé explicarlo, quizá no os deis cuenta o bien suceda por egoísmo, por no pararos a pensar en la otra persona.

—¡Pero si yo no dejo de pensar en ti! —se quejó él.

—¡Bah! No lo comprenderías —sonrió ella con tristeza—. Creo que hablamos dos lenguajes.

—Pues yo creo que tú das mil vueltas a algo sencillo: no sabemos cuánto tiempo estaremos sin vernos. ¿Es tan difícil concebir que necesito tu piel?

Aurora tomó sus manos y las dirigió a su escote tras abrir varios botones.

—Ya la tienes, ¿y bien? A lo mejor yo prefería pasear por el puerto.

—¡Así no la quiero! —rechazó él.

Entonces la joven recordó una vivencia del pasado que ahora resultaba clarividente. Pensó en lo que había escrito Pablo en la bola de plata, en lo que de verdad era su gran deseo que él, durante aquel segundo encuentro en Valdelomar, había tratado de regatear. Él le había confesado que nada sería más importante que tener a alguien como ella entre sus brazos, pero cuando, movida por la curiosidad, durante los grises días en Portugal, se animó a deshacer sus capas, se topó con las reales ambiciones de Pablo: «Triunfar como director de cine».

Aurora se miraba las manos enredadas y prefirió no hablar de ello. Era su último día juntos, no podía estropearlo por una niñería, y le besó sin más.

—Pablo, ¿y si no encuentras trabajo? ¿Y si aquella película disparatada fuese la única en tu vida? —De este modo se escapó uno de los temores de Aurora.

Estaban sobre la cama. Las piernas y las manos cosidas.

—¡Qué bobada! —aplacó él—. Miguel Morayta es un genio y me apoyará. ¡Ya verás, preciosa! Además, algún día Carne de fieras será una realidad gracias a mí.

—No te entiendo.

—Aún me duele hablar de ella —confesó Pablo llevándose los dedos de la joven a la boca para besarlos uno a uno—. Nunca te lo he dicho, pero era una película maldita. Desde el principio. ¿A quién se le ocurriría rodar dos días antes de empezar una guerra?

—¿Quién iba a saber eso, Pablo?

—Supongo que nadie, pero hay que ser muy temerario para mezclar en la misma película a un director afiliado a la CNT, a una francesa que practica el desnudismo y a una colaboradora de los golpistas. Porque eso resultó ser Tina de Jarque. ¿Te acuerdas? ¿La canzonetista de la barca?

—¿Nunca se estrenó por motivos políticos?

Pablo se enderezó sobre la cama, apoyándose en los codos. Miró a Aurora con tal gravedad que esta se preocupó.

—No, es mucho peor que eso —dijo—. Cuando nos dispusimos a montarla, y yo estuve todo el tiempo junto al ayudante de dirección, faltaban tres rollos del metraje. No estaban en el despacho del director, donde se custodiaba el material. ¿Entiendes qué significa eso?

—Sí, que el equipo era negligente y con la confusión de la guerra se…

—¡No! —interrumpió nervioso—. Yo era la persona responsable. Inventarié cada cinta, anoté cada toma. Las válidas y las que no. Personalmente, dejé las cintas acumuladas una encima de otra dentro del Cine Doré. Alguien las sustrajo de allí.

—¿Para qué? —preguntó extrañada—. ¿Valían algo?

—Para que esa película nunca viera la luz. Para que nos olvidáramos de algo que aparecía en ella. Estaba claro, el hurto no era casual.

—Pero ¿no se podía entender la historia con el resto de las cintas?

—Los rollos recogían momentos cruciales, cuya desaparición complicaba el montaje hasta hacerlo inviable. Está claro, quien se las llevó sabía lo que hacía. Y por qué. El productor guardó un copión incompleto, obcecado en que se trataba de una vendetta política culpabilizando a Guerra, al director. Pero algo me dice que no es eso lo que hay detrás. Algún día lo demostraré.

—¿Él robó las cintas de su propia película? ¿Qué interés tendría en que no se viera nunca?

—Según el productor, extorsionarle para lograr el abono que le adeudaba. Pero te aseguro que el director no tenía más hueco en su mente que para la revolución.

—Igual que tú —recriminó ella.

De repente se hizo un crudo silencio entre los dos. La frase fue una mota de polvo suspendida en un haz de luz.

—Se hace tarde —murmuró la joven, y se levantó de golpe.

—Espera, Aurora. —Pablo tiró de ella, tumbándola de nuevo en la cama—. Lo que hago es también por ti, no tengas duda. Algún día dirigiré una película. Grandiosa. De las que encogen el corazón desde el principio. Y tú serás mi estrella. Dalo por hecho. Algún día también cerraré el círculo de Carne de fieras; encontraré esos rollos y montaré el film tal y como lo concibió su guionista. Se lo debo a mis compañeros. A todos aquellos que soñaron un buen día que España podía ser Hollywood y se lo creyeron.

—Que así sea, Pablo Aliaga —susurró Aurora guardándose las lágrimas. De nuevo volvió a pensar en esa ridícula bola plateada, que años atrás él depositó entre sus manos—. Debemos irnos ya.

Pablo y Aurora procuraron decirse adiós sin dramas. Prometiéndose cartas diarias y alguna llamada, si los pesos lo permitían. Sin acordar la fecha de su siguiente encuentro, pero seguros de que no solo se produciría, sino que cambiaría sus destinos.

Al día siguiente, cuando Aurora imaginó lejos a Pablo y comprendió que había mantenido a Edwina fuera de su vida hasta ese momento, decidió que había llegado la hora de confesarse. Y se encaminó a Clavijeros.

—La doña no se halla —le aclaró una criada—. Salió de viaje.

—¿A dónde? —interrogó pasmada.

—No sé si platicarle. Le tengo harto miedo a la patrona.

—¡No seas necia! Edwina es como mi hermana.

—Pos fue a la capital, niña.

—¿Cuándo?

—Nomás el día después de la achicalada.

—¿El día después? —se asombró, cayendo en que había pasado por alto la agresión china—. ¿Y qué hace allí?

—¡Ay, no sé! La doña no da pasos sin huarache y porteó un baúl con ella.

—¿Dices uno de sus baúles? ¿De los que guarda en el altillo? —Conocer esto fue lo peor. Ella nunca movía su equipaje. Salvo que se hubiera marchado para no volver.

De repente se sintió abatida y dejó La Orgía Dorada sin mediar palabra. No era su inesperada marcha. Ni siquiera la partida de Pablo hacia el D. F. El motivo de su tristeza procedía de la intuición de que las cosas alrededor no iban por el camino de siempre. La cómoda rutina en la que estaba instalada se había hecho añicos.

Su pesadumbre procedía de una inquietante certeza: pronto, ella misma tendría que tomar decisiones sobre su vida. Y nada sería igual que antes.