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Veracruz se había convertido en una enorme piñata rebosante de dulces.

Desde mediados de diciembre, las calles se llenaban de «posadas» o paradas vecinales, donde las jarochas rezaban el rosario, pidiendo a los santitos el mejor de los años. Mientras, sus hombres bebían ponches y entonaban villancicos, encendiendo luces de bengala, y los niños zurraban a los siete picos de las piñatas. Los siete pecados capitales, como los picos de las piñatas, hubiera transgredido Pablo con tal de tener a Aurora donde él deseaba. Entre sus brazos. Sometiendo sus labios a su boca.

—El pañuelo tiene que estar más apretado —jugaba ella—. Ven aquí, anda.

—¿Y ahora qué hago?

—¡Golpea con fuerza! El palo simboliza tu fe ciega en Dios.

—Creer en eso es de papanatas, quítame la venda de los ojos.

—Nooo —le negó, mientras le hacía girar sobre sí mismo—. Debes destruir el mal. México está lleno de simbolismo, respira y absórbelo.

—Estas cosas tan ridículas no se hacen en España —protestaba él.

—¡Porque no saben vivir! Debemos aprender de aquellos a los que una vez enseñamos. Es lo que toca, Pablo.

Casi a diario la pareja se fundió en la algarabía navideña que arrebataba las calles: comió, cantó, bailó —bien ella, torpemente él— y exhortó al deseo. De hecho, la primera noche en que enredaron sus pies a ritmo de danzón, Pablo recorrió varias veces la espalda femenina de nuca a nalgas. «Estate quieto», rogaba ella con nula convicción. La segunda, apoyaron sus rostros en esa deliciosa sima que era el cuello del otro. Y la tercera, se besaron.

Sobre sus cabezas pendían decenas de culebrillas de hilos de heno, faroles y un cielo bendecido por los fuegos artificiales. Entre ellos la nada.

Ni un suspiro hubiera cabido entre dos cuerpos que llevaban media vida buscándose.

Puede que los primeros besos de amantes nazcan a escondidas, náufragos a la deriva en confusos callejones al amparo de chismosos; sin embargo, ellos los hicieron públicos mientras tecleaban las marimbas al fondo. El saldo fue un encaje maestro que los niños aplaudieron y envidiaron las señoras.

—No he dejado de pensar en ti estos años —le confesó sin soltar su cintura—. Qué caprichoso es el destino.

—Embustero —contestó ella—. Y atiende al paso, así no aprenderás nunca.

—¡Ven conmigo, preciosa!

—Ya estoy contigo.

—Al Distrito Federal. Vamos, Vera —pronunció según mordisqueaba el lóbulo de su oreja—, cumplamos el sueño juntos.

—Es tu sueño, no el mío.

—Pero cuando dos se quieren lo comparten todo.

—¿Cómo? —Aurora apretó sus antebrazos contra su pecho—. ¿Esto es amor, engreído embrión de director cinematográfico?

—El más grande.

Aquello sonó como una declaración en regla. «Naranjas y limas, limas y limones, más linda es la Virgen que todas las flores», un grupo de niños los rodeó, ofreciéndoles una rama.

—Decid a este señor tan serio quiénes sois, y después, el aguinaldo.

—Manuelito, Dieguito, Camilo —se presentaron ellos como en el colegio.

—Es una tradición colonial —aclaró Aurora, mientras les entregaba unas monedas—. Esto que ves es una rama de flor de maguey y naranjas secas; ten cuidado, que dentro hay velas. ¡Huy, ahora vuelvo! —exclamó, porque un mulato verbenero la invitaba a bailar.

Pablo la estuvo mirando mientras bailaba, pero ocupaba su cabeza en idear cómo convencerla para que se fuera con él a Ciudad de México. «Cuando acabe Navidad, a la capital. Sin dilación, las oportunidades las pintan calvas», así de resolutivo se había manifestado Miguel Morayta, después de enviar una carta a unos compatriotas. Gente del espectáculo que había llegado con ellos en el Quanza.

—Les he pedido que nos allanen el camino, Pablo —trasladó la decisión muy esperanzado—. Tomamos los 300 pesos que nos da el gobierno mexicano y, aunque no sirvan para mucho, por lo menos sobrevivimos hasta que salga algo. ¿Contento?

—¿Donde comen dos, comen tres? —se interesó Pablo.

—¡Buf! Hasta que no me establezca, mi familia no vendrá y para entonces tú volarás solo. O… ¿Estás urdiendo algo? ¡Ni se te ocurra, insensato!

—¡Ahh! ¡Está rechula! —loaba la india—. Las demás van a trinar de rabia.

—No se trata de eso, sino de tener un fin de año bonito.

—¿Cómo cree? Usted no puede hacer cuenta como que no es hermosa. A ver, ya se me puede voltear.

Aurora se miró en el espejo y un escalofrío le hizo frotarse los brazos.

—Igualita que las artistas —dejó caer Tula emocionada.

—¿Y ahora por qué lloras, tonta?

—No sé qué tanto vaya a vivir y… me gustaría verla casada, niña.

—¡Pues no te quedan años! —exclamó ella.

—Pocos me restan. Enero y febrero, el desviejadero.

Aurora estrenaba un vestido largo de raso y chiflón azul, de vaporosa falda drapeada en la cintura; sus hombros y la espalda se entreveían a través de la tela. En el escote había prendido un broche cuajado de aguamarinas, que hubo pertenecido a Berta, y Tula le había recogido la melena. Parecía una estrella de cine.

Hugo la esperaba ya. Se despidieron de los niños y subieron al coche.

—Dime que eres un poquito feliz —dijo tomando a su hermano del brazo, según apoyaba la cabeza en su hombro.

—Llevando al lado a la mujer más bella de México, ¿quién no?

Enfilaron el puerto y de ahí la carretera que, paralela a la playa, desembocaba en el municipio porteño Boca del Río y, a cuyo margen, los balnearios sembraban la arena de sueños tropicales. La lengua de costa de doce kilómetros hasta el pueblo de pescadores formaba la región de sotavento. Desde final del XIX había cotizado al alza entre los veraneantes, que acudían en busca de cangrejos, camarones y exotismo.

Una línea de tranvías pintados de rabiosos colores unía los dos puntos en un ir y venir rugidor. Esa noche circulaban llenos de viajeros vestidos con trajes oscuros y suaves sedas. Después de 1920, año en que la fiebre amarilla asoló la ciudad, Veracruz quedó libre de plagas y empezaron a proliferar los clubes a la orilla del mar. Aquella noche, Aurora y Hugo iban al Siboney, en Playa Sur, el más chic de todo Veracruz.

En realidad, no era un club frecuentado por españoles, pero justo por eso les gustaba. Aquella noche preferían evitar a sus nostálgicos compatriotas, convocados en La Lonja Mercantil y el Casino Español.

—¿Se puede saber a dónde vamos? —sondeó Pablo intrigado.

—No, muchacho. Será mi regalo —comentó Morayta.

En otro punto de la ciudad, una pareja atajaba las calles del centro hasta dar con un callejón bastante escondido.

—¿Qué sitio es este? —preguntó el joven.

—El mejor.

—El mejor, ¿qué?

—¡Tú entra y calla!

Y de un empellón coló a Pablo Aliaga en La Orgía Dorada.

Quien pensara que la última noche del año el burdel no estaría lleno hasta la bandera estaba muy equivocado. Edwina había decorado el salón exigiendo al público etiqueta para disfrutar no solo de la carne de sus pupilas, que en lugar de desnudarse se vistieron cual señoras, sino de un baile animado por dos grupos soneros: Los Pregoneros del Recuerdo y el Quinteto Mocambo.

Morayta pisaba por primera vez un local así. Pero le compensaba creer que podría arrancar a Aurora del nudo de las obsesiones de Pablo. En cambio, él estaba celoso, imaginándola en un club tan selecto como el Siboney.

—Dos coñacs —pidió Miguel—. ¡Alegra esa cara, hombre, mira qué chica!

—Con mucho gusto y fina voluntad —respondió la camarera.

—Anda, ¿por qué no sacas a bailar a alguna mientras me doy un garbeo?

—Estas músicas no las entiendo —se quejó él.

—Pues que te lleven ellas. El baile es como el amor: no importa quién mande mientras se haga. ¡Ahora vuelvo!

Miguel se limpió los goterones de sudor, mientras buscaba al responsable del garito. Una joven excesivamente maquillada le condujo a un cuarto algo apartado, de cuyo interior escapaban los reflejos de un flexo. «La doña le aguarda», dijo.

—¿Gusta sentarse? —preguntó Edwina nada más abrir—. ¿Qué se le ofrece?

—A ver por dónde empiezo, porque estas cosas no sé cómo se hacen.

—Querrá joder, como todos.

El hombre se sonrojó todavía más. Entre balbuceo y balbuceo urdió la historia de Pablo y su pasión hacia una joven que lastraba sus decisiones, y su determinación de quitársela de la cabeza. Miguel creyó advertir una sonrisa de complacencia en la madame.

—¿Cómo dice que se llama? —preguntó Edwina.

—Pablo Aliaga. Por favor, elíjame usted entre sus chicas una que le sorba el seso… y lo otro. Seguro que así la olvida —arguyó, muerto de pudor—. En España decimos que una mancha de mora con otra verde se quita.

—¿Una puta para desdeñar a una virgen? Mal trueque.

—¡Sin que se note que lo es, claro! Tiene que enamorarle. Yo le pago lo que me diga. Y si no me llega, lo adeudo y se lo…

—No fío coños —atajó Edwina.

La alemana abandonó su butaca. Cómo le gustaba el juego. Minutos antes los había espiado al entrar en el burdel, igual de perdidos que dos seminaristas. Había advertido el modo en que el tiempo y el dolor habían ajado el rostro de Pablo. Suerte que era una buena fisonomista, de lo contrario a lo mejor no le hubiese reconocido. Por supuesto, seguía teniendo ese atractivo canalla que había desequilibrado a Aurora y a alguna otra, imaginaba.

Edwina miró el reloj y vio que quedaban cincuenta minutos para despedir el año, por lo que no había mucho margen para el cortejo.

—Quiero platicar con él —le dijo a Morayta.

—¡Entonces advertirá el engaño!

Edwina corría el riesgo de que la identificara, pero su afán era proteger a Aurora y eso implicaba no dejar un solo cabo suelto.

—Si no me lo trae, yo me quedo en las mismas y usted con la preocupación. Aproveche, invita la casa.

Este fue argumento suficiente para que Morayta saliera en busca de Pablo. «¿Han visto a un joven español, alto y bien parecido? Lleva un traje rayado». Preguntó hasta la extenuación a hombres con esmoquin y putas engalanadas, sin encontrar pista alguna sobre su compañero, al que parecía habérselo tragado la tierra. Pablo Aliaga había desaparecido.

Lejos de allí, él se apretaba el cinto, no fuera a perder el pantalón, y lo hacía moviéndose a duras penas porque se sentía como sardina en lata.

—¡Órale, compadre! —le anunció el conductor—. Esta es la suya, lo que busca anda tras esa barda.

En un minuto había bajado del tranvía, cruzado la carretera, saltado la valla y pegado su cara a un ventanal del Siboney.