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Aurora no volvió a hablar de la agresión. Con nadie. Se blindó, como hacía cuando la acosaban sus tormentos de niña y la inquietante presencia del Baúl de los Secretos.
Decidió no mantener ninguna conversación escabrosa: ni con su hermano, en el sentido de aclarar la amistad entre ella y la madame, ni con Edwina, cuyas indagaciones ella derivaba a otros incómodos hermetismos.
—¿Acaso me cuentas tú por qué no has vuelto a pintar? —devolvía Aurora sus ataques—. ¿O qué guardas en tus baúles?
—Perdí la inspiración, ya te lo he dicho. —Edwina se quitaba las preguntas de encima—. Eso pertenece a otra época.
—¿Y por qué no cuelgas tus cuadros antiguos?
—Me avergüenzo de ellos.
—Por lo menos enséñamelos. Están en los baúles, ¿verdad?
Edwina callaba sobre aquel equipaje tan sinuoso, como en su día lo fuera el Baúl de los Secretos de Aurora. Ella aún lo conservaba a modo de talismán, e incluso guardaba en él algunas joyas de su madre que usaba en ocasiones señaladas. Ya no había remordimientos ni misterios en torno a él.
Tampoco a Pablo dio excesivos detalles. ¿Para qué hablar de eso en lugar de cómo su proyecto de convertirla en actriz le quitaba el sueño? Que su insomnio tenía su nombre.
Llegó la Navidad de 1941 sin que nadie se diera cuenta.
—¡Conferencia de España! —gritó Tula el día 25 de diciembre anunciando la llamada de Atilano.
Por el auricular pasó la familia al completo. Hugo y Tirso contentos de hablar con su abuelo; el pequeño Juanito, un tanto aturdido porque no entendía por qué debía decir «te quiero» a una voz; y Hugo entristecido por saber que su padre estaba completamente solo.
—Venid, hijo —rogaba a la desesperada—. Esto está tranquilo; empobrecido el país, pero seguro y en orden. Además, tengo amigos en el Régimen.
—Hay días en que me levanto con esa convicción y otros… Me pregunto qué autoridad tengo para arrancar a mis hijos de donde son felices.
—España es su tierra y dinero no les va a faltar. Con la herencia de tu madre podríais comprar otra casa. Mejor que la que teníais.
—¿Y los negocios? ¿Qué hago con La Continental, que cada vez tiene más encargos?
—Un buen administrador y te quitas problemas.
De pronto la línea se silenció unos segundos.
—¿Padre? ¿Sigue ahí, padre? —preguntó golpeando el aparato—. ¿Operadora?
—No me queda tiempo —habló Atilano tan bajito que parecía la ultratumba—. No quiero morirme como tu madre. Menos aún solo.
La frase dejó tan deshecho a Hugo que le pasó el teléfono a su hermana sin mediar palabra.
—¡Feliz Navidad, Atilano! —dijo ella acopiando la poca alegría que encontró. Intercambió alguna frase más de cortesía y colgó.
Era infructuoso cualquier esfuerzo por llamar al anciano de otro modo. Aunque ahora sabía quién era su padre, en su corazón no había espacio para el afecto que él anhelaba.
Además, aquellos eran unos días turbios no solo porque se sintieran más las ausencias, sino porque una parte de Hugo andaba lejos. Junto a otra familia que había crecido sin su presencia.
Aurora no preguntaba. Pero no ignoraba que él se ocupaba de esa hija de la que casi nunca hablaban. Puede que fuese un simple sostén económico o un lazo emocional, que liaba cada vez que sus responsabilidades le abocaban a viajar a Puebla; algo que sucedía periódicamente en su agenda.
No obstante, desde el instante en que había ganado el pulso y se habían ido a Veracruz, Aurora tomó la resolución de no interferir. Bastantes tensiones había vivido con Isela mientras residieron en Puebla.
—¿Qué te ha dicho? —indagó Hugo cuando Aurora colgó.
—¿Qué quieres que diga? Está desolado.
—Acaba de quedarse viudo.
—Viudo lo estaba hace mucho tiempo —resolvió ella.
—Todos los días me pregunto qué hacemos aquí. —Asió su brazo y la condujo hacia el despacho—. ¿Me enciendes un habano?
Aurora mordisqueó la punta del cigarro y, presumida, saboreó el humo al expulsarlo. Después sirvió dos vasitos de tequila añejo y se sentó a los pies de Hugo. Él hundía los dedos en su melena.
—¡Deja, me vas a despeinar! —protestó.
—¿Te importa? Si no vas a salir, ¿o acaso vas a dejarme hoy también?
—¡Vaya! Hasta ahora eso no te había importunado.
—¿Que hicieras tu vida? —Hugo apuró el licor de un trago—. Mmm, que me ocultaras cosas, sí. ¿Tu amiga tiene familia?
—No. Quizá en Alemania. Nunca habla de ello.
—¿Hoy está sola? —sondeó él.
—Ella siempre está rodeada de gente, pero… Si la cuestión es si deberíamos haberla invitado al almuerzo… ¡Le habría encantado!
A Hugo le gustaba acariciar ese cabello rebelde, distinto a como recordaba el de su mujer. Alzó el rostro femenino, irguiendo su barbilla.
—¿Te recuerda a Berta? —preguntó.
—¿Edwina? No, son…, era, ella era muy distinta.
—¿Y a tu madre?
Pretendía sonar como una frase más, pero no lo fue. En su día, abordaron el vínculo fraternal con las pocas estrategias que tenían a mano y, sobre todo, evitando los reproches. Ni uno ni otra, tras aquella primera catarsis, se echaron en cara nada relativo a su padre, ni a la actitud ambigua de Zita. Ni a la adúltera de Antonia. De ahí que entre los dos quedaran aspectos por esclarecer.
Pero sobre todo uno. Una sombra inquietante que atormentaba a Hugo, por más que nunca la insinuara: sus dudas en torno a la autoría del disparo que acabó con la vida de Vicente, el guardés. No había vuelto a sacar el tema con Aurora porque, quizá, ella ignoraba la respuesta. Casi estaba seguro.
Por otra parte, Atilano no se merecía un interrogatorio así a su edad. Quién sabe, rumiaba Hugo, a lo mejor su padre se llevaría a la tumba el secreto y los dos hermanos nunca sabrían quién lo hizo. Tal vez descubrirlo les hubiera condenado a odiar a quien no debían.
Él no escarbaba y ella acataba el silencio.
—A veces no la recuerdo bien. Es como si no hubiera existido —confesó Aurora—. Otras, en cambio, me miro al espejo y la veo a ella…
—¡Tú eres más guapa! —interrumpió Hugo sirviéndose otro tequila—. Tú eres la mujer… más hermosa que he conocido.
Recostó su cabeza en las rodillas de su hermano y las besó. La tela del traje olía a humo.
—¿Crees que mi forma de ser es la suya? Me obsesiona que pudiera hacer las mismas cosas o dejarme arrollar por las mismas pasiones.
—No debería preocuparte. Incluso aunque los seres humanos fuéramos clónicos, las circunstancias que vivimos hacen que nos comportemos de un modo diferente. Si ella hubiera sido feliz con Vicente, quizá nunca habría sucedido nada entre…
—¡Y yo no existiría! —dijo golpeándole cariñosamente con los puños.
—Languidecería de pena entonces —apuntó Hugo en un suspiro.
—¡Mientes! Mientes en todo, hermanito. Esas cosas pasan incluso si se está muy enamorado. Me lo explicaste un día, ¿te acuerdas?
—Algunos hombres somos muy imperfectos. Sí, demasiado.
—¿Algunos o todos? Creo que la tentación es más fuerte para vosotros —apostilló Aurora pensando en él.
—A lo mejor el motivo es que el pecado no tiene idéntica penitencia.
—Edwina dice que el baño de asiento os borra la memoria —apuntó ella, mientras acariciaba su barba—. Sois infieles con putas o vírgenes, al poco os laváis y ya no sabéis ni su nombre.
—¿Esas son las cosas de las que habláis la alemana y tú?
—Y muchas más que te sonrojarían. ¡Ja, ja, ja! Tienes que afeitarte, antes estabas mejor.
—¿Cuándo es antes? —interrogó él clavándole la mirada.
Aurora bajó la cabeza y se abrazó a sus piernas.
—Antes de tanta tristeza, Hugo.
Permanecieron en silencio, el uno junto al otro, reflexionando sobre los mismos temas. Hugo había mencionado una «penitencia», adscrita a la mácula de la infidelidad, y tras este eufemismo encubría a su hija.
Desliz, lacra, fallo, error, flaqueza. Eso era una niña rebelde con quien Aurora compartía nombre y sangre.
—¿Por qué no volvemos? Quiero llevar las cenizas de Berta. —Era la primera vez que manifestaba este deseo, y con tal vehemencia que Aurora no supo qué objetar—. Por favor, no me obligues a elegir entre México y España. No puedo perderte.