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—¿Qué ha pasado? —preguntó Edwina, despertándose con un diabólico dolor en el brazo izquierdo—. ¿Acaso llegó la guerra a Veracruz?

Estaba reciente el drama de Pearl Harbor y, aunque el México que miraba al Caribe fuera una balsa, la orilla del Pacífico se estremecía considerando lo cercana que anduvo la barbarie cometida por los japoneses. El escenario bélico sobrevolaba sus cabezas a diario.

Edwina estaba embotada y le costaba moverse de cintura para arriba.

—No se incorpore, todavía andará mareada por los calmantes —recomendó el médico—. ¡Le han dado una buena! Tiene contusiones en todo el cuerpo y el brazo roto. Se lo hemos enyesado. ¡Se han cebado con usted!

El médico del sanatorio de la Beneficencia Española acercó una silla al cabezal. E hizo un ademán a la enfermera rogando intimidad.

—Me he visto en la obligación de avisar a la policía —confesó él sin rodeos—. Todos saben quién es usted y en qué negocios anda.

—¿Los frecuenta usted? —escupió ella.

—Voy a ignorar su comentario, señora.

—¡Vaya, un españolito digno!

—Solo quería informarla de que hay unos gendarmes esperándola. Por mi parte he cumplido. —Empujó la silla hacia atrás con las pantorrillas.

Pero Edwina le agarró de la bata y le impidió que se levantara.

—¿Dónde está? —preguntó vehemente.

—¿Dónde está quién?

—Aurora, la joven que venía conmigo.

—En otra sala. Han tenido que aplicarle un narcótico, estaba histérica.

—¿Qué le han hecho esos desgraciados? —bramó ella.

—Se han salvado porque aparecieron unos marineros suecos en el mercado y las defendieron. Pero la chica llegó con el vestido hecho harapos.

El médico rebajó su dureza y suavizó el tono.

—Ándese con tiento porque la próxima a lo peor no es un aviso. Una mujer no debería…

—¿Es de los que advierte a las mujeres qué debemos hacer y qué no? Para maestros ya está la escuela.

—Ni lo pretendo, pero no sé si le hemos dañado los hombres o ese país suyo que ha metido al mundo en un desvarío de muerte y destrucción.

Mientras el médico la amonestaba, Edwina deslizaba los dedos por su torso hasta dar con una abertura en el uniforme. Él simuló no apreciarlos.

—¿Me invita a uno? —pidió la alemana extrayendo la cajetilla del bolsillo.

Como embrujado encendió un pitillo y se lo puso en los labios.

—En cualquier caso, quizá debería pedir ayuda —murmuró el médico.

El humo reconfortó a Edwina. Al expulsarlo hizo una voluta perfecta.

—No se empeñe, doctor. Hay maderas que no agarran el barniz.

Aurora abrió los ojos con la sensación de tener engomados los párpados.

Al principio no reconocía el lugar. Tampoco el olor. Al rato, identificó el aroma dulzón de los hospitales, y se dio cuenta de que estaba en la cama de una clínica. Intentaba recordar cómo había llegado allí, sin embargo, su mente no discurría con la agilidad de siempre. Se sentía deslavazada, igual que una marioneta de trapo a la que hubieran soltado los hilos y nadie pudiera izar sus extremidades.

Entonces, instantáneas de una mancilla, se abrieron paso entre sus cercanos recuerdos los rostros de sus agresores; el hedor de sus pieles, el sabor acre de su saliva al querer besarla. El tacto de sus dedos aprisionando su sexo a través de la ropa interior. No reprimió unos vómitos y el amargor de la bilis cayó sobre la misma colcha que la cubría.

Ahora descifraba la atrocidad que había estado a un paso de padecer. No en vano conocía el obsceno camino que, fuera de control, podían emprender los impulsos masculinos. Edwina se los había pormenorizado sin tapujos, pues su amiga se había otorgado la responsabilidad de educarla en materias en las que casi nadie solía instruir.

—¿Ves esto? —dibujó un día en una de esas cuartillas en las que no pintaba ya paisajes ni retratos—. Es el glande del pene.

—¡Qué asquerosidad! —profirió Aurora.

—Pues les encanta que besemos ahí.

—¿Donde orinan? —se asombró, con una mueca de asco—. ¿Con la boca?

—¿Y con qué si no, bobalicona? Verás, hay más. Es mejor que el Manual de Carreño.

Edwina aludía en aquella ocasión al tratado de urbanidad gracias al cual las mexicanas aprendían buenas costumbres. Habló de él mientras abría uno de los libros de su despacho.

—Mira —indicó—. Este dibujo es más provechoso.

Así gastaba tardes, descubriéndole textos preñados de ilustraciones eróticas que había adquirido, según ella, en sus viajes. Un atajo para acercarla a un arte que, eso sí, Aurora solo debía emplear en un amor sacralizado.

La verdad es que Edwina aplicaba la pedagogía al grueso de sus mujeres, a las que adoctrinaba en la sabiduría amorosa a fin de obtener las enjundiosas propinas que se granjeaban las meretrices. Muchas de ellas terminaban enloqueciendo a los clientes, quienes no tenían otro camino que desposarlas para sofocar su enganche.

«Capaz si ahora que la tienen dentro, la buscan fuera», así les bendecía la madame.

Como Edwina echaba imaginación al negocio, entre sus proveedores había jarochos heterodoxos. Es decir, un abanico de profesiones que sorprendería al más beato: desde el cerero de la catedral hasta las costureras más ilustres de Veracruz; pasando por cocineros, ilustradores, o carpinteros que nunca habrían imaginado tener que construir unas banquetas tan enrevesadas, ni para usos tan impúdicos. Lo primero que hizo antes de inaugurar La Orgía Dorada fue amasar un buen número de falos en todas las formas y tamaños. El cerero recibió el encargo estupefacto.

—Mil novenas le rezaría a la Virgen por no haberla oído —repetía sin cesar.

—Elija el precio y yo, la fecha de la entrega —resolvía ella—. No vayamos a discutir en casa del Señor.

Acordaron los detalles y el artesano se puso manos a la obra, hasta que cien reproducciones fálicas —con sus pieles, venas y orificios— terminaron en las lenguas de las putas, que hubieron de lamerlas como sabrosas golosinas.

—Del perineo al prepucio sin paradas ni para respirar —ordenaba Edwina en una de esas clases que impartía con disciplina castrense.

—¿Hay que andar tan abajo, doña? —preguntaba a veces alguna al aproximar la lengua al resquicio rectal.

—¡No busques ruido al chicharrón y chupa, mija! Ya te agradecerá el cliente tu oficio.

Una vez las furcias dominaban la felación, entendía que podían pasar al resto del cuerpo. Así, en cueros, se hacían unas a otras lo que deberían practicar después con privacidad y empeño. En este caso, y para facilitar su comprensión, Edwina les mostraba unos cuadros previamente bordados por minuciosas recamadoras, con la quintaesencia del Kama-sutra.

—Esta postura se llama La sirena voladora —detallaba ella—. Además de estimular el clítoris, endurece las cachas. —Después colocaba a las mujeres sobre una de esas butacas construidas ad hoc por los ebanistas de Veracruz—. Esta otra es La tarántula y enerva los brazos, además de la verga.

—¿Qué caso tiene El barco de vela si entre nos no podemos chingar?

—Trae, que no es momento para remilgos ni para andar apretadita —decía a la puta que salía respondona.

Ella les ataba un velón a la cintura y arreglaba el problema.

Con todo lo peor del catálogo de Edwina, estuvieron a punto de violentarla los repugnantes chinos. Presa de este miedo andaba Aurora, cuando comenzaron a surtirle efecto los sedantes y se fue quedando dormida.