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—A ver, Tula. Muéstrame qué prepararon —dijo Aurora interesándose por el menú.

Segundos antes había irrumpido en la cocina, donde flotaba un penetrante olor a comino y cilantro. La joven tomó una ramita de epazote y se la llevó a la boca.

—¡No jale eso! —protestó la india, dándole un manotazo para que soltara el hierbajo—. ¿A poco tiene mal la panza? Siquiera no se lo trague.

—Si lo pusiste en la comida, qué más dará —ironizó ella.

—¡Es una consentida! Mire, todito está bien sabroso: cochinita pibil, pan de cazón, cabrito y unas capirotadas —fue citando Tula, mientras colocaba las piezas de comida en fuentes—. Nomás para que sepan los de su tierra a qué sabe el dulce de verdad.

—¿Y la tortilla de patata que te encargué?

—¡Ay, niña! Al voltearla se nos cayó el huevo a la lumbre.

—Lástima —lamentó Aurora—. Cuando estás tan lejos se aprecia más lo propio.

Sugerir España sin llegar a mencionarla liberó en ella un poso de nostalgia. La contrariaba ese sentimiento. Durante años había hecho esfuerzos para reforzar su voluntad y lo había logrado. La clave consistía en prescindir del equipaje inútil. De las rémoras que arrastraba de un escenario a otro, de un capítulo de su vida al siguiente. Aunque no significaba que sus recuerdos no deambularan por ahí; a veces incluso trepaban a su cabeza como manojos de dedos largos y huesudos, helando a su paso.

Aurora abandonó la cocina y cruzó el patio llamando a Hugo hijo para que bajara, pues se les hacía tarde. Mientras le esperaba, curioseó la calle por los ventanales de la sala principal y advirtió que familias enteras atravesaban ya en procesión las llanas avenidas, con abundantes alimentos entre sus brazos.

Inspiró complacida. Veracruz seguía volcándose con los recién llegados.

Por entonces, tendría unos 70 000 habitantes de razas y orígenes tan variopintos que en lugar de una ciudad parecía un planeta en pequeño. Libaneses, judíos, italianos, franceses y alemanes, cubanos y hasta chinos aparcaban sus quehaceres cada vez que las sirenas anunciaban el atraque de un barco de exiliados, y raudos se dirigían al malecón.

Echó un vistazo al carillón y empezó a impacientarse. A su espalda oía el alborotado quehacer de las indias, afanadas en depositar las bandejas y las cubas con agua de melón sobre uno de los aparadores del zaguán.

Sería su contribución a la bienvenida de los refugiados, tal y como años atrás se había instaurado la costumbre con el desembarco del Sinaia. Cada familia aportaba lo que podía: selectos manjares las pudientes, o unas meras cervezas las más humildes. Por su parte, el gobernador engalanaba los balcones y las bandas afinaban los himnos patrióticos.

—¡Hugoooo! —insistió ella—. ¿Quieres que me marche sin ti?

En el exterior, volvieron a atronar las campanas. Sus redobles la trasladaron a aquel martes remoto en que Veracruz quedó paralizada.

Todavía recordaba con asombro el día en que llegó el Sinaia, era el 13 de junio de 1939. Entonces toda la ciudad cesó su rutina y sus habitantes se encaminaron hacia el malecón para acoger a los refugiados; 20 000 personas fueron a saludar a «los hermanos republicanos» con pancartas de bienvenida: «Viva México, viva España», «Viva Negrín, viva Cárdenas». Y allí, entre la multitud, se hallaban Hugo y ella.

El Sinaia fue el primero de los barcos que vendrían después cargados de compatriotas. Españoles que dejaban su tierra, tal y como hizo la familia cinco años atrás a bordo del Île de France. Pero ellos habían sido unos privilegiados, viajaron con todas sus pertenencias, y los que ahora llegaban lo hacían con un hatillo: ese paquete con varias vueltas de cordel alrededor que la premura de la huida les había permitido preparar. Dentro, unas fotos y los nombres y direcciones que habrían de salvarles el pellejo allí.

Huir, de la guerra, de la miseria, del pasado…, e igual que Aurora, de sus recuerdos.

Pensó en los detalles menudos; en los cuadros y aquellos baúles cargados de vajillas y lencería que había empacado Berta. Y de nuevo sintió cómo el filo de un cuchillo le traspasaba la piel.