29
—Llevo días sin verte —la sobresaltó Pablo arrastrándola hacia los soportales de la plaza de Armas—. ¿Acaso me rehúyes?
—¿Estás loco? —dijo Aurora—. ¡Me has dado un susto de muerte!
—Si respondieras a mis notas no tendría que hacerlo.
Aurora acudía al encuentro con Edwina, pues era día de mercado. Veracruz estaba más excitada que otras veces preparando la inminente Navidad y ella se había animado a salir. Tenía razón Pablo: había desatendido sus recados reiteradamente. Tula le había entregado unos trozos de papel de estraza en los cuales él, en lugar de embalar los encargos de la tlapalería La Antigua donde trabajaba como mozo para todo, le proponía algunas citas.
—¿No te las dio la criada esa con cara de morcón? —insistió.
Le divertía su fogosidad, pero Aurora prefirió hacerse la ofendida.
—Las cosas no están para cartitas. Debo ocuparme de Hugo.
—¿Ahora necesita niñera? Estos burgueses, cuanto más viejos, más pellejos.
—No hables de lo que no sabes.
Cómo le aturdía sentirla cerca desprendiendo aquel olor a vainilla. Apenas rozó la piel de su antebrazo, una corriente eléctrica le agitó de arriba abajo.
—¿Qué pasa, hoy no trabajas? —preguntó Aurora.
—He acabado una entrega. Ya no me pierdo —reconoció, aireando un mapa—. Esta ciudad es fácil comparada con el laberinto de Madrid.
—¿Me invitas a una nieve? —preguntó ella coqueta—. Son helados hechos de agua de lluvia. Tengo un rato antes de recoger a Edwina.
—¿Esa quién es?
—Mi mejor amiga. Empresaria y muy rica.
—¿Ah, sí? Con ese nombre no parece de aquí. ¿Qué ofrece su empresa?
Aurora se mordió el labio inferior mientras se acercaba al oído de Pablo.
—Vende amor —silabeó antes de salir corriendo.
—¿Se lo has dicho a la brava? —comentó escandalizada la alemana.
Aurora echó la cabeza hacia atrás mientras carcajeaba. Edwina pensó que estaba demasiado radiante para mezclarse en el mercado con todos esos hombres salivando a su paso. Ella captaba sus sucias pulsiones por adelantado, no en vano llevaba una vida administrándolas.
También tenía olfato para anticiparse al riesgo, aunque se resistía a recorrer las calles rodeada de blindaje. En todo caso, ser mujer en un negocio como el suyo resultaba temerario y las amenazas se acumulaban en la mesa de su despacho. Y en su mente, antes de dormir.
Sin embargo, ese día decidió que la acompañaran un par de indias. Demasiada gente en la plaza para andar con guardaespaldas.
—Así que sois como un pleito que seguirá por siempre. ¿Cuánto cuestan? —Edwina se interesó por unos adornos navideños.
—Por dos pesos le doy una docena, güera —dijo la vendedora.
—¿Recuerdas que hace tres años nos reencontramos aquí? —apuntó Aurora.
—Estabas más fea, pero más tranquila andaba yo.
En efecto, concluía el mes de noviembre de 1938 y un viento del norte, que solo amainaba por la noche, amenazaba la estabilidad de los tenderetes. El empeño de Aurora en acondicionar como hogar la casona azul —donde se había instalado la familia hacía un mes, tras regresar de Puebla— y el de la alemana a la hora de buscar objetos extravagantes con los que adornar sus burdeles las llevó a coincidir en plena ventolera.
—¿Se le ofrece algo? —preguntaría a la germana un vendedor.
—Esa caja labrada del fondo.
—Ya tiene dueño, mamacita.
—Le pago el doble por ella.
—Me pueden correr… —se negaba él.
—¿Qué pretende? —remachó, no dándose por vencida—. ¿Ponerme de malas y que no pise más por aquí?
—Lo que disponga, pues, doña.
—Al final creeré a quienes dicen que los mexicanos no tienen palabra —arguyó Aurora—. Explíquele a la señora que esa caja es mía.
Un golpe de ventisca arrancó el tendal haciendo volar, junto al toldo, a la disputada caja y a un buen número de bagatelas del puesto. Y las dos pujantes se encontraron frente a frente. No podían creerlo, eran ellas. ¡Las accidentales amigas del Île de France! Se abrazaron entre lágrimas y después, frente a un café de puchero, resumieron sus vidas hasta la fecha. Así empezó un apego poco convencional.
—«Una jovencita no debería hablar de furcias» —entonó Aurora con sorna—, diría cualquier santurrona.
—¿Ah, sí? —sonrió Edwina—. ¿Conoces a muchas?
—¿Putas o santas? Ja, ja, ja —preguntó riéndose—. En Puebla todas eran beatas.
—¿Qué tal si se hubiera enojado al platicarle que eres amiga de la dueña de un burdel?
—¡No! —negó ella en rotundo—. Él no es como los otros chicos, no cae en los tópicos. También es tozudo y díscolo, ¿eh? A veces creo que le va a costar encajar en México, pero no tiene otro sitio donde ir. Me gusta.
A Edwina dejó de agradarle este juego dialéctico. No quería a Pablo Aliaga para Aurora. Tenía sus motivos, aunque no hablara de ellos.
—Es un pelagatos y, si sigues por ese camino, vas a sufrir. Mira que tengo boca de profeta.
Aurora hacía como que no la atendía mientras curioseaba las frutas. Tomó una vaina de tamarindo de un montón y empezó a pelarla. Se creía una olla hirviendo. Acalorada y burbujeante. Si Edwina hubiera podido merodear por sus tripas, las habría visto arrojar las mismas sacudidas que un animal enjaulado. Los culpables eran sus nervios, pero no tenía ninguna intención de decírselo. Cómo había acabado su encuentro con Pablo tras tomarse una nieve de mamey sentados en el Malecón, se lo guardaba para ella.
—Miguel dice que es mejor marcharnos a la capital —le había soltado él a bocajarro.
—¿Mejor para qué? —replicó Aurora.
—Para trabajar en el cine. Ahora los americanos vienen a hacer sus películas aquí por la guerra, y hay empleo.
Pablo echó mano al bolsillo. Extrajo un mapa del Distrito Federal y sacó de él un trozo de papel garabateado.
—Lee —le dijo pasándole el recorte.
Aurora revisaría sin rechistar un listado de nombres y sus correspondientes direcciones: eran estudios cinematográficos que atestiguaban la existencia de una industria en auge. Le retornó la nota con fingida despreocupación.
—En México se protege el cine como nunca se hizo en nuestro país —apuntó Pablo.
—Ahora mi país es este —sentenció ella áspera.
—Perdón, señorita «mexicana». No te enfades, anda.
—¿Y cuándo piensas irte? —preguntó después de tragar saliva.
Pablo pensó que ese era el momento. Arrastró su silla para pegarla a la de Aurora y con cierta cursilería le apretó las manos. A diez centímetros de su boca propuso lo que iba macerando desde que llegara a México.
—Vente conmigo. Haré de ti una estrella —dijo rotundo.
Aurora tuvo que aguantarse la risa. ¿Ya estaba otra vez con esa tontería tan antigua? Ella no quería nada parecido, le complacía su vida. Unirse a Hugo como piel a tejido, como músculo a hueso. Ver crecer a sus sobrinos, a los que amaba igual que si en otro tiempo los hubiera parido ella misma.
—¿Quieres seguir siendo una simple niñera? —fue la respuesta de Pablo ante su negativa—. ¡Por favor, no seas estúpida!
Notó calor en las mejillas y las imaginó cambiando de color, igual que la piel del mango al madurar. Había ocultado a Pablo la clase de vínculo que la unía a los suyos y ahora se arrepentía. Seguro que si le confesaba que no trabajaba como niñera, él pensaría que se trataba de un engaño premeditado, la burla de una señorita bien hacia un «pelagatos», según Edwina.
—Di que sí o no te suelto, preciosa. Di: «Sí, seré arcilla en tus manos».
—¡No! —rehusó ella.
—Sí, harás lo que yo diga. Sonreirás a la cámara como me sonríes a mí. La seducirás hasta enamorar al operador.
—No —repetía temblando, preguntándose con qué afán mantenía su boca tan cerca de la suya si no era para besarla—. Me agobias.
—Pues acepta y no seas mojigata. —Pablo se deshizo de sus manos, recostándose en la silla metálica de la terraza.
—¡Vete al carajo ahorita mismo! —soltó ella dejando unas monedas sobre la mesa y levantándose.
—¡Bravo! —gritó él aplaudiendo—. Una interpretación melodramática, Aurora… ¿Qué digo Aurora? Ese no es nombre para una estrella. Hay que buscar uno más sensual. ¿Evocador… quizá? ¡Vera! ¡Sí, eso es! Un nombre de mujer pérfida y traidora. Igual que esta ciudad, que muestra una cara de día y otra por la noche.
—¡¡Eres imbécil!!
—A mandar, señorita Vera —replicó sarcástico—. ¿Ha decidido usted cuándo puedo volver a verla?
—¡Si sigues así, nunca! Me marcho, me está esperando Edwina.
Aurora aceleró el paso en la intención de dejarle atrás, pero Pablo corrió hasta adelantarla, lo que la obligó a pararse.
—¿Qué pone ahí? —preguntó él ansioso indicando un letrero.
—Es el nombre de una tienda, ¿quieres un antojito o qué? —dijo hastiada porque su travesura empezaba a cansarla—. ¡Buf, eres imposible! Abarrotes Velier.
—¿No lo ves? —añadió él sacudiendo sus hombros—. Ahí está el nombre con el que alcanzarás el firmamento: te bautizo en este acto, Vera Velier. ¡Y te inoculo el pecado del cine, princesa!
Entonces sí rubricó su bautizo con un beso, que le supo a emoción desatada y a albaricoque. A instantes pretéritos y a futuro por hacer.
De esta descabellada propuesta de convertirse en actriz no mencionaría ni una palabra a su amiga, no obstante, cómo disfrutaba al recordarla, mientras separaba con la lengua la pulpa del tamarindo de sus semillas. Lo hacía con habilidad quirúrgica, pero tan absorta en sus ideas que no reparó en algunos movimientos anómalos en torno a ella.
En realidad, solo alguien muy observador hubiera sospechado algo de esos gestos irrelevantes; como que un indio empacara sus artículos velozmente u otro rebuscara algo por lo bajo del puesto. Entonces de la nada aparecieron cuatro sujetos que les bloquearon el paso. No había nadie más alrededor. El mercado se había quedado vacío.
—¡Vaya cuacha de congal el tuyo, vieja[5]! —gritó uno de ellos.
Edwina abrazó a Aurora, mientras eran flanqueadas por los asaltantes, pero uno le arrancó a la joven de cuajo. Sumaban un total de cinco individuos de rasgos orientales y aspecto mugriento. Edwina acechó sus manos. Siempre sostenía este hábito cuando conocía a un hombre. En alguno se extrañaba un dedo, o había quebrado la uña y en su lugar crecía un muñón renegrido de piel putrefacta. Cinco forajidos a cual más repugnante, con cuya fuerza era imposible competir.
—Dejadla a ella y llevadme a mí donde os plazca. Tranquila, Aurora, ladran pero no muerden —atemperó.
—¿Es nueva la chava? —siguió el hombre—. Con una así se saca lana, eh.
El asaltante abarcaba con un brazo su cintura, fundiendo pelvis y espalda, y con el apéndice contrario le taponaba la boca para que no gritara. Aurora trataba de zafarse inútilmente mientras sentía el coxis masculino frotándose contra ella. Le repugnaba el olor a orín y sexo de la mano de aquel hombre.
—Te va a llevar la fregada —soltó a Edwina un segundo agresor—. Todito por no escuchar a nuestro patrón.
—Mal jefe el que no remienda sus asuntos y manda secuaces. Díselo de mi parte a quien te haya mandado. ¡Suéltala, desdichado! —gritó al ver cómo el oriental exprimía el pecho a Aurora como si fuera fruta. Ella pataleaba sin poder librarse de él.
Ahí Edwina sintió un golpe seco en la espalda, al tiempo que le apresaban el brazo retorciéndoselo hasta desfallecer de dolor. Lo último que vio antes de perder el conocimiento fue un amasijo de miembros ascendiendo por los muslos de Aurora y dos luceros muertos de miedo implorando su ayuda.