28
—Ven aquí —dijo Aurora—. ¿No ves que te has abrochado mal la camisa?
Durante semanas, Aurora se volcó por completo en Hugo. El duelo por la muerte de su madre era un paso obligado, pero no iba a consentir que se viniera abajo por completo, como sucedió cuando murió Berta.
Cada día, siguiendo el mismo ritual, le despertaba, le afeitaba, elegía su ropa, le peinaba, jugaba con él a las damas, leía párrafo a párrafo sus libros favoritos o encendía sus puros e inspiraba el humo que le llenaba la boca de su sabor.
Fueron unas semanas en las que Aurora apenas frecuentó la calle, y en su cabeza no cabía más hombre que su hermano. En cambio, en otro punto de Veracruz, Pablo Aliaga no dejaba de pensar en ella, de dar vueltas a sus piernas. A esa cintura que podría abarcar entre sus manos. A la boca que estaba por besar desde el principio.
—Tú lo que necesitas es una mujer —insistía Morayta, constatando cuánto le costaba conciliar el sueño al joven.
—La necesito a ella —admitía él.
—¡Qué obsesión te ha entrado con Aurora! Guapa es, un rato.
—No me ha entrado, Miguel. Venía con ella. Así me conociste tú.
—Cierto, pero mientras tanto hiciste de las tuyas. ¿Acaso ando yo detrás de alguna falda? Pues eso. En el amor hay que guardar ausencias.
—¡¿Se quieren callar?! Ya están dándole a la mojada los mismos de siempre, joder —protestaban sistemáticamente en las literas vecinas.
—Muchacho, yo espero a mi mujer y mientras tanto me la anudo al gaznate —susurraba Morayta—. Pero tú has corrido tus fiestas y ni te has acordado de la susodicha. Sí, venga a mirar fotos y fotos, pero a la hora de la verdad la metías donde podías.
—Como todos, no te digo —contestó el joven, mientras se daba la vuelta entre las sábanas.
Los días en los que Pablo Aliaga no frecuentó a Aurora, Miguel y él se iniciaron en las pasiones mexicanas acudiendo al cine. Las salas olían a humedad y a sudor, y proyectaban pocas películas de estreno; sin embargo, ellos oían las recomendaciones de las trabajadoras de la Escuela Cantonal y, a mayor emoción en las mujeres, más claro tenían que esos dramones consistían en el mejor exponente del cine azteca.
—¡Esto quiero hacer! —exclamó entusiasmado Morayta al terminar La mujer del puerto—. Películas como esta: de mujeres perversas y hombres alienados por su destino.
De este modo, Miguel aplaudió la actuación de Andrea Palma como Rosario, joven que, tras fallecer su padre y desengañada por un novio infiel, huye a Veracruz, donde ejercerá la prostitución. Allí se enamora de un rudo marinero que, cruel cambalache del destino, resulta ser su hermano. Lo que descubre después de mantener relaciones con él y, por tanto, cometer incesto, de ahí que la historia acabe con su suicidio. Andrea, gran diva del celuloide, era prima de Dolores del Río y había trabajado en Hollywood con Marlene Dietrich. En realidad las dos tenían un gran parecido físico.
Al salir del cine fueron a cenar a la cantina La Noche Buena.
—Así no se educa al pueblo, Miguel —protestó Pablo sorbiendo una cerveza.
—¿Y quién ha dicho que yo quiero esa responsabilidad?
—Cuánto has cambiado. No decías eso en Argelès-sur-Mer —se quejó él.
—Uno no cambia. Lo hacen las circunstancias, muchacho.
—El cine tiene que reflejar la vida para hacerla mejor.
—El cine, el cine —repitió Morayta en una letanía—. México es una segunda oportunidad. Aprovéchala como tal.
Una mezcla de voces de paseantes y vendedores se colaba por las ventanas abiertas, junto a las notas sueltas de marimbas, tresillos, guitarras y bongós. Era la alegría contagiosa de Veracruz. Jelengue, lo llamaban allí.
—¿Tú has visto a las muchachitas que teníamos en las butacas de delante? —apuntó Miguel Morayta.
—Eran guapas —dijo Pablo.
—¡No es eso, chaval! No paraban de gimotear. ¿Acaso crees que les interesa algo que no sea el amor y el desamor? Déjate de revoluciones. Este es un país de dramas, y de eso los españoles sabemos un rato.
—No sé…, he visto tanto dolor…
—¡Escríbelo, Pablo! —dijo zarandeándolo—. Agarra una libreta y enjareta tus guiones. Mira alrededor, observa toda esta gente y lo que les emociona.
Les interrumpió un camarero dejando una botella sobre la mesa. «Invita la casa por ser hermanos españoles», les aseguró. Acto seguido rellenaría dos copitas de un licor ambarino. «Habanero 1930. Lo hace un compatriota de forma artesanal. Prueben, pero no se me aborrachen, compadres».
—¡Cambia esa cara! Mmm…, rico este coñac, ¿eh? —Morayta lo paladeó antes de soltar una carcajada—. ¡Ja, ja, ja! ¡Tú lo que necesitas es una mujer, Pablo!
—Sí, una —asintió—. Y hasta que no la tenga no voy a parar.
Ni siquiera ellos sabían precisar cuándo se cruzó por primera vez el cine en sus charlas. De lo que estaban seguros era de que había sido su válvula de escape para menguar el derrotismo después del frente, la huida a Francia y el exilio. Además de la laceración de vivir en esa brumosa playa francesa donde se improvisó el campo de concentración de Argelès-sur-Mer, en el que fueron tratados como forajidos. Penuria y más penuria.
Entonces lo único que reconfortaba a Pablo era el recuerdo de Aurora. Y aquellas fotos reveladas según España empezaba a caer por un desfiladero. En ese barrizal, reino de chinches, pulgas y piojos, las sacaba del fondo de su mochila, limpiándolas con su mugrosa manga para que nada las dañara. Entonces las sorbía con los ojos y se evadía de aquel infierno.
—Ven, te voy a mostrar lo que llevo siempre conmigo —le había confesado a Aurora. Y le enseñó sus fotografías.
Sucedió la segunda vez que se vieron porque el destino traveseó con ellos y volvieron a encontrarse. Aurora había ido a Valdelomar para despedirse de sus hermanos antes de iniciar su viaje y allí, en la plaza del pueblo, junto a la fuente de los Cinco Caños donde se tejía el cortejo de los novios generación tras generación, reconoció al cineasta de Carne de fieras. Un diablo que agitaba sus mechones de pelo mientras filmaba a un grupo de ancianos desdentados con ganas de hablar. Y soldado a él, Pablo Aliaga.
—¡Dios! ¿Qué haces tú aquí, preciosa? —exclamó este sorprendido. Sin pensarlo dos veces, la cogió de la mano y salió corriendo hasta las afueras del pueblo.
—¿Y si te buscan? —preguntó Aurora sin aliento.
—Que lo hagan. He subido al cielo.
La besó. Sin más. La guerra había arrancado las retóricas de los discursos y las cortesías de los comportamientos. Ya no había manijas en los relojes, sino corazones que palpitaban o corazones parados. Vísceras que brincaban de amor o necesidad. Y como si ella hubiera interpretado los rigores de este nuevo tiempo, se dejó hacer, porque no imaginaba otro sitio mejor que su boca para perder la cabeza.
Entre besos y mordiscos, Pablo Aliaga le fue contando que, tras concluir ese adefesio llamado Carne de fieras, el director Armand Guerra, otros técnicos de la CNT y él se habían enrolado en el documental Gestas proletarias. Por este motivo habían acudido a Valdelomar y, del pueblo, se irían a Toledo, a filmar la toma del Alcázar.
—¿Tú no querías dirigir cine? —increpó ella—. No sé qué clase de película es esta.
—Hacemos la revolución para que las desigualdades desaparezcan —justificó Pablo con orgullo.
—Eso es imposible. La vida está hecha de diferencias: altos y bajos, gordos y delgados. Ricos y pobres.
Le pareció más madura de lo que él recordaba, y más hermosa.
Volvió a pasar la lengua por sus labios, mientras ella se apoyaba en el tronco de una encina a punto de desfallecer. Sin pensarlo, Pablo ascendió sus manos de la cintura a las axilas y, de ahí, a tocar unos senos bien formados. Como manzanas redondas que hubiera querido probar de no ser porque Aurora se escabulló azorada.
—¡Eso no! —le reprochó, porque las chicas sabían por ciencia infusa hasta dónde llegar. Cuándo parar—. Además es tarde. Mañana nos vamos de viaje.
—¿Vuelves a Madrid?
—No, bueno…, sí. —Dudó si era conveniente confesar la verdad—. Nos vamos a México.
El destino retumbó en los oídos de Pablo Aliaga. ¿México? Tan lejos de todo. Él nunca visitaría aquel país, no estaba en sus planes, por tanto, nunca volverían a encontrarse. Pero sus fotografías serían el mejor reconstituyente en sus flaquezas. Vivir también era eso. Disfrutar de momentos fugaces de efímera felicidad.
—¿Te acordarás alguna vez de mí? —preguntó él, queriendo eliminar sin éxito el romanticismo de la interrogación—. De un estúpido españolito que ambiciona ser director de cine.
—Depende —replicó Aurora.
—¿De qué?
—De lo que escribieras dentro de la bola de la suerte.
—Niña, un hombre solo puede desear tener entre sus brazos una chica como tú. ¡No hay mayor fortuna!
Cuando Pablo conoció a Miguel, las fotografías de Aurora se habían convertido en su talismán. Argelès-sur-Mer era un marco inhumano.
Al principio, la pareja habló sobre el frente, sobre Aurora y sus recuerdos, insultaron a Franco y a sus tropas, y se relataron el uno al otro sus miserias huyendo de España. Hasta que Pablo aludió a Carne de fieras y ya no existió otro tema de conversación que el cine.
Miguel Morayta fue la primera persona que atendió las sospechas de Pablo. «Esa película oculta algo y no cejaré hasta averiguarlo». Las atribuyó a su bisoñez, pero a medida que conocía más detalles hubo de darle la razón.
—Está maldita, Miguel —remachaba el joven—. A Tina la fusilan una noche, la francesa es devorada por sus propios leones. ¡Al director le estalla el cerebro en mitad de la calle! ¿Tú has oído una cosa tan dantesca en tu vida?
—La verdad es que no —reconocía quien, siendo director de publicidad de Renacimiento Films, tuvo responsabilidad sobre historias más amables.
—Pero por mi madre que España entera va a conocer qué hay detrás de ella.