26
El día en que el Baúl reveló sus Secretos, Aurora se abrazó a la tripa de Berta sintiéndola suya. En realidad lo era. Dentro de esa redondez estaba su «sobrino».
Lo primero fueron los sustantivos. Esas palabras que la ataban a los Vigil de Quiñones con lazos de sangre, con ortodoxas filiaciones que nunca se habría atrevido a pronunciar. Ni en sueños las imaginó tan cercanas. Padre, hermano, sobrinos, cuñada; el Baúl y sus certezas, había reubicado a la joven en la familia y en el mundo.
Todo lo fue detallando Berta mientras caía la noche. La fortaleza del amor entre Atilano y su madre, su agonía hasta morir después de haber recibido varios impactos de bala, después de que Vicente detonara su escopeta; el modo en que este falleció, quién apretó el gatillo, y de qué forma pasó inadvertido su deceso en Valdelomar.
Aquel día en que Berta orinó sangre por primera vez y Aurora conoció que la hija de Isela compartía nombre con ella, la naturaleza se reveló como un caprichoso juego de azar donde las reglas de la pasión doblegaban a los individuos hasta hacerles sucumbir a la locura.
—Si alguna vez yo no estuviera —dijo Berta como colofón—, necesito saber que «ellos» te tendrán. Así que, Aurora, por mucho que te depare el destino, nunca olvides a los tuyos.
Después entraron en juego los pronombres. El mayestático nosotros, que englobaba a un grupo de personas, hasta ese momento unidas bajo una imprecisa amalgama. Nada de lo que dijo Berta fue una puntada sin hilo; al contrario, enhebraba sus frases como un testamento, porque algo la obligaba a responsar a Aurora, por si en el futuro le faltaba tiempo. Cuando concluyó estaba exhausta. Ni aliento tuvo para saludar a Hugo, que apareció en el umbral extrañado por no encontrar a Aurora con sus hijos.
—Ve con ellos —le conminó, mientras atendía a su marido.
Durante las siguientes jornadas la salud de Berta empeoró. En su última visita, el médico entró en la casona con tal gravedad que Hugo subió las escaleras de dos en dos persiguiendo sus pasos.
—¡Déjeme entrar! —gritaba, pero el doctor cerró la puerta en sus narices—. ¿Qué ha sucedido ahora, por qué le han llamado? —demandaba al servicio.
—¡Ay, señor! La patrona está bien malita. Tiene reborujo de tripas.
—¿Por qué no me avisaron antes?
—No sé decirlo. Doña Isela manda —confesó una india.
—Ni falta hizo —terció Isela—. Con la tisana ha aguantado el dolor, hasta hoy.
—Es mi esposa —respondió él—. Necesito saber qué sucede con ella. Ustedes, ¿no tienen otra cosa mejor que hacer?
Las empleadas se marcharon y apareció Aurora, desolada, acechándoles en la distancia. El jaleo la había sorprendido acostando a los niños y se había acercado a la carrera. Enseguida reconoció la sombra de la turbación en Hugo y en la mexicana su gran insolencia, pues a la mínima desbarataba a su antojo la vida de la casa.
—¡Mire, ahí la tiene! —dijo Isela señalándola—. Aurora pasa el día con la patrona. ¿A poco no le dio el recado de que estaba peor? —Entonces maceró su venganza—. Hablo de la señorita, Hugo, no de nuestra niña. Me da harto coraje que usted se enoje. Ojalá mejore pronto. Permiso.
Al descender la escalera, Isela y ella se clavaron estiletes con la mirada.
Esa noche una contumaz lluvia anegó las alcantarillas de Puebla, que se mostraron insuficientes para absorber el agua que patinaba por las hojas de las palmas. El médico permaneció dos horas enclaustrado antes de salir de la alcoba, muy serio, desenrollándose las mangas de la camisa.
—¿Podemos platicar usted y yo a solas? —Así se dirigió a Hugo, tratando de evitar que pasara a la habitación. Pero fue imposible.
Nada más entrar le abofeteó el mismo olor dulzón del sanatorio portugués, cuya persistencia aún recordaba. Encontró a Berta desfallecida en la cama. Parecía dormir plácidamente. Notó que habían cambiado las sábanas y la extrañeza ante este hecho le hizo buscar las sucias por el cuarto; las encontró apiladas en una esquina, en un vano intento de ocultar lo imposible. Había manchas de sangre en los lienzos usados, en el hermoso camisón de Berta y en los uniformes médicos. Constituían las pruebas de una hemorragia que Hugo no alcanzaba a justificar.
—¿Mi hijo dónde está? —preguntó nervioso a la enfermera.
No obstante, al observar detenidamente el cuerpo de Berta, comprendió que el feto continuaba dentro de ella.
—¡Ándele, márchese! —sugirió la enfermera, según estiraba la sábana para cubrirla—. Aquí no se le ofrece nada.
—¡Quieta! —gritó agarrándola del brazo y dándole un empellón.
La lencería elegida por la auxiliar en mitad del apremio apenas le cubría los muslos, dejando al aire los moretones más ostensibles. Eran negros como el océano que atravesaron antes de desembarcar en México; negros como el espanto que atenazaba su garganta. Hugo observó dos máculas ascendiendo por la cara interna del muslo, desde la rótula hacia el pubis, pero enseguida descubrió que otras muchas enlutaban la piel de los brazos y las corvas, del abdomen e incluso del nacimiento del cuello.
Alargó la mano para acariciar a su mujer, sin llegar a tocar el vientre, porque en un primer impulso culpó al feto de su extraño mal.
—¿Le duelen? —preguntó a la enfermera, que lo negó.
—Ya era tiempo de que lo supiera —manifestó el médico—. Berta me había prohibido hablárselo, pero fue contra mi voluntad.
—¿Hablarme de qué, doctor?
—No hay más que hacer. Le hemos puesto una transfusión, pero según entra la sangre por un sitio se marcha por otro.
—¿Qué demonios dice, matasanos de mierda? —vociferó tomándole por las solapas.
—¡Está bien, trine de rabia! ¡Escúpala, compadre! ¿Qué caso tiene ahora que no podemos hacer nada? Pero déjeme que salve al encargo, porque tal es el gusto de su esposa.
—No te había visto, Aurora —dijo Hugo sobresaltado—. ¿Llevas mucho ahí sentada?
Cuando Hugo se derrumbó al constatar la evidencia de una enfermedad que hasta entonces había esquivado, ella salió corriendo escaleras abajo presa de un sentimiento contradictorio: por un lado, el dolor de la pérdida de Berta, y por otro, la rabia por la traición que él había cometido. También trataba de discernir hasta qué punto «su hermano» podría intuir que lo era. Aurora se remontó hasta su infancia en Casa Gialla, antes de la muerte de sus padres. ¿Sabría Hugo algo de la relación entre Antonia y Atilano? ¿Por eso se distanció de ella? En los últimos días, Aurora se había instalado en un gélido silencio que le quemaba por dentro. Era hora de romperlo.
—Bastante —aclaró Aurora—. Hoy la he visto. Otra vez más, porque hace semanas que sé de ella.
—No sé de qué me hablas y no tengo ganas de acertijos —respondió él—. Estoy destrozado, quiero estar solo.
—He visto a Aurora —pronunció con lentitud—. ¿Por qué se llama así, Hugo? ¿Su nombre es una broma o un insulto?
Él levantó la cabeza empalidecido. De pronto se sintió cansado, agotado, y se desplomó sobre el butacón.
—Ella no se lo merece —continuó Aurora—. Jamás, ni aunque hubiera pecado igual que usted. Berta no le podrá perdonar cuando se entere.
Hugo extrajo un pañuelo del bolsillo para enjugarse un copioso sudor.
—No es lo que tú crees —fueron sus disculpas con una voz que no reconocía—. La vida de los hombres es muy compleja.
—¿Para eso querías traernos aquí, para estar con tu querida? —Era consciente de tutearle—. ¿En la misma casa?
—¡Basta ya, niñata! —protestó él irguiéndose—. No voy a consentir juicios que no te incumben.
—¿Ah, sí? Pues hablemos de eso…, de lo que nos incumbe a los dos.
—Pero ¿quién te crees que eres para hablarme así, faltándome al respeto? —El abogado se dirigió a la puerta y le mostró la salida—. ¡Fuera de aquí!
—No, no me iré —contestó resuelta acercándose a él y cerrando la puerta de un golpe—. Tengo todo el derecho del mundo para dirigirme a ti de este modo. Me lo concede la razón de la sangre…, hermano.
Hugo entreabrió los labios por si se escapaba de ellos una negación, pero no habló. En cambio, le sostuvo la mirada, y qué duro fue reconocer el nudo que estuvo ahí sin verlo, sin traducirlo a palabras o a señales tangibles.
—Dime, ¿sabías que eras mi hermano cuando me tomabas en brazos siendo una niña? —inquirió Aurora dando muestras de una madurez admirable—. Eras consciente de que Atilano y mi madre se querían, ¿verdad? Todos lo sabíais menos el pobre Vicente.
—Te equivocas, Aurora —rechazaba él—. Es la primera noticia que tengo.
—¡Mentira! Me lo has ocultado siempre, y de no ser por la complicidad de Berta, aún seguiría atormentándome el secreto. ¡Ella me lo ha confesado, lo que le contó Atilano antes de dejar Casa Gialla! ¿Desde cuándo conocías mi historia?
—No, no, nunca… supe. ¿Tu madre y mi padre fueron…?
—¡Mientes! Es más, ¿qué sabes de lo que pasó la noche en que murieron?
La vigilia de San Juan de hacía tantos años era para él un recuerdo turbio. Tras su regreso de Madrid a Casa Gialla, el drama le había golpeado como un mazazo. No obstante, nunca preguntó y se aferró a lo sustancial. Quería erradicar aquellos crímenes de su familia lo antes posible. ¿Qué sentido hubiera tenido acorralar a su padre en busca de una confesión adúltera con el consiguiente escarnio de Zita?
—Sé menos que tú, créeme. —Hasta el momento había aguantado, pero ya no pudo reprimirse y dejó brotar el llanto sin rubor. Después de haber tenido a Berta entre sus brazos, este dolor era lo que menos se esperaba—. Mi única culpa ha sido eludir mi responsabilidad como hijo y huir de la realidad. No querer saber es una cobardía, lo reconozco, pero la ignorancia nos vacuna contra el sufrimiento.
—¿Aunque eso te privara de un afecto? —estalló Aurora furiosa.
—Siempre te lo he tenido, Aurora.
Costaba creerle. Le hería su sinceridad o la mentira que se atrincheraba en ella. Aquella noche nada de lo que dijera le hubiera reconfortado, así que giró sobre sí misma, abrió la puerta y salió del despacho.
Aurora dejó tras ella una huella tan devastadora como esos tornados que en minutos cercenan pueblos enteros.
La confusión bombeaba la cabeza de Hugo. Se acababa de desmoronar su vida. Aunque siempre receló de la frivolidad de su padre, imaginaba lejos a las otras mujeres, en prostíbulos o en lechos guarecidos de las habladurías; pero mantener a su amante tan cerca era una provocación.
«A lo mejor pretendía ser descubierto —habló en voz alta—, para abandonar de una vez la farsa en la que se había convertido su matrimonio. ¿Pero cómo padre se pudo enamorar de una simple campesina, por hermosa que fuese? Madre es una mujer de mundo que, abnegada, lo dejó todo por él».
¿Y ella? ¿Hasta qué punto Zita estaba al tanto de lo que había sucedido en su hogar? Hugo se negaba a admitir otra decepción, pero de repente recordó la última frase de su madre cuando se despidieron.
«Llévate a tu hermana, no la quiero ver más aquí», había protestado Zita. Aquellas palabras encajaban ahora como un puzle. «Siempre lo supo —prosiguió horrorizado—. Seguro que consintió, haciendo la vida imposible a mi padre y destrozándosela ella misma. Entonces, ¿qué clase de comparsa éramos Aurora y yo en esto? ¿Qué fui, aparte del tributo que paga toda mujer en el matrimonio?».
Hugo odió a su madre. Aún peor, como reflejado en un espejo, entendió que él había sucumbido a la misma falta que había arruinado el matrimonio de sus padres, y quiso morir solo de pensar que pudiera infligir más daño a su mujer. Le hubiera gustado hablarle de esto a Aurora cuando, al principio de la conversación, le había pedido cuentas por su comportamiento. Pero la realidad era que ella había volteado el pasado patas arriba.
¿Qué sucedió realmente aquel 23 de junio? ¿Quién había detonado el arma que acabó con la vida del guardés? ¿Se suicidó o lo asesinó su padre por venganza?
Aunque Aurora no confiara en él, lo cierto es que carecía de las respuestas.