25
Aurora se había hecho un ovillo a los pies de la cama. Berta le acariciaba el pelo imaginándose que estaría llorando, porque la postura le privaba de ver su rostro.
—Tu disparo solo le hizo un pequeño rasguño —sentenció.
Ella había ido encajando su relato, tratando de discriminar lo importante de lo accesorio, pero al final su mente resultó tan testaruda como para hacerle pensar en algo anecdótico. En las muñecas. En cómo se había encontrado los restos de una de ellas meses atrás. Entonces no se lo dijo a Berta: que el día en que dejaron Casa Gialla, había subido al torreón porque necesitaba cerrar ese episodio.
Dentro del cuarto, descorrió la engañosa estantería y, no sin esfuerzo, entró en el escondrijo. Una vez en su interior, parecía un titán, dado que, puesta en pie, su cabeza casi palpaba el techo. Un par de oquedades en la pedregosa pared permitían la entrada de luz y reconoció la cama, la alfombra y un aparador. Bajo este último advirtió que asomaban unas lanas trenzadas: el pelo de mentirijillas y las flores del vestido eran de la muñeca rubia, una de las dos que Atilano le había regalado para congraciarse con ella.
La otra se habría extraviado la noche de la tragedia. O quizá estuviera allí, emboscada en cualquier doblez de la memoria. Entonces abrazó su tela un rato y la volvió a dejar donde la había hallado. Cuando cerraba los estantes, se preguntó si otras personas en Casa Gialla sabrían de la existencia de la guarida que había ideado la abuela de Hugo para apartarse del mundo, o era un secreto que conocían muy pocos.
Desde fuera llegaban los cláxones de los autos anunciando la partida, pero antes de marcharse abrió el armario; ventiló los trajes alcanforados que aún conservaba intactos siete años después; rozó el escritorio y las paredes con la punta de sus dedos. Y le habló.
—Madre, me marcho lejos. ¿Quieres venirte conmigo? —preguntó como si pudiera oírla allí donde estuviera—. Debes saber que no te odio, no lo hago ya. He dejado de odiar tu nombre, y tampoco desprecio tu rostro como antes. Antes sí, cuando la rabia me recomía solo de pensar que me abandonaste demasiado pronto, que antepusiste el amor de un hombre al mío. Que en tu egoísmo solo fui un inconveniente para que pudieras vivir con él a solas. Que tú y mi padre… me dejasteis desamparada… Pero, madre, perdóname también tú por no haberme escondido aquella noche, dejando la puerta abierta…
—Estás muy callada, Aurora —interrumpió Berta—. ¿En qué piensas?
La sacó de su abstracción. Ella había acudido a su cuarto con la intención de desvelarle sus sospechas respecto a Isela y se había dado de bruces con su propia historia. No pensaba, sentía. Estaba en carne viva.
—Al día siguiente —continuó Berta—, traté de hablar con Atilano para ver qué hacíamos contigo. Con las pocas pertenencias de… tus padres. Pero él no atendía a razones. Se había enhebrado a tu madre y no quiso saber de nadie. Así que, ante la eventualidad de que aquel drama te bloqueara aún más, decidí hacerlo yo. Puse en orden la ropa de Antonia, salvé sus pocas pertenencias, extraje las cartas almacenadas en los cajones del escritorio… Después, traté de inventariar lo que hubiera de valor en la casa de los guardeses, aunque no encontré nada que mereciera convertirse en herencia. Apenas una fotografía de Vicente vestido de novio y unas pocas de un bebé gateando, que eras tú. Están dentro del baúl, Aurora, en un sobre amarillo. De tu madre no hallé nada, parecía que lo único importante de ella estuviera confinado entre las paredes del torreón. —Berta se tomó un respiro—. ¿No dices nada?
No podía. Aurora se enderezó sobre la cama y la miró, envuelta en una luz mortecina. Tampoco sus lágrimas la dejaban enfocarla al detalle.
—El baúl fue lo primero que encontré. Creo que había sido el envoltorio de un viejo juguete de Hugo, un coche o algo así. Lo vi en un cuarto, olvidado, y me dije: «Mira, es un bonito lugar para custodiar los secretos de Aurora». Lamento que te doliera tanto su presencia, pero es tu vida. Es inútil darle la espalda. Qué te parece si seguimos, aún me quedan más cosas que contar.
—No —rechazó Aurora.
—Disculpa que insista, pero no sé si en otro momento seré capaz…
—¿Podemos abrirlo? —soltó a bocajarro.
—¿El qué? —preguntó Berta con el pulso acelerado—. ¿El cofre?
—Sí, ahora mismo. Con usted, ¿quiere? Voy a por él.
Sin esperar respuesta, fue corriendo a su alcoba.
Para revelar su interior, el Baúl de los Secretos necesitaba de una llave que Berta le había hecho llegar años atrás. La guardaba dentro de un monedero, al fondo de un cajón de su armario, junto a una cadenita de oro que le regalaron en algún cumpleaños y el anillo de su «admirador» ignoto. Antes de tomar la llave palpó una vez más el sello; entonces notó algo que hasta el momento le había pasado inadvertido: poseía una inscripción en su interior.
Aurora encendió la lámpara de la mesilla y, amparada bajo sus tibios haces, leyó: «Las mitades nunca estarán completas». No entendía el significado de la frase. A esta críptica sentencia le acompañaban dos números, un 3 y un 8. En realidad podrían ser un 8 y un 3, o dos 8 o quizá dos 3. Los trazos no estaban nítidos.
Cuántas incógnitas ante ella, por más que Berta se afanara en desvelarlas. Aurora permaneció un rato pensativa, mientras sujetaba el aro en una mano y apretaba la llave en la otra. El Baúl de los Secretos reposaba a sus pies; lo había depositado allí para acostumbrarse a su inquietante presencia. En ese momento, una idea se apoderó de su pétrea voluntad. ¿Por qué habría de esperar a encontrarse con Berta? ¿Por qué no abrirlo en aquel mismo momento?
Llevaba siete años tratando de olvidarlo, pero presintiéndolo, como dos mundos condenados a entenderse pese a odiarse, y bastaba con introducir la llave en su cerradura y liberar las pestañas laterales para airear su misterio.
Así sucedió. Tras girarla varias veces y levantar la tapa, Aurora ya podía desglosar su verdad a través de los abundantes objetos que el baúl contenía. Uno a uno, como garbanzos de un cuento, le mostrarían el camino.
El Baúl de los Secretos resultó ser un oráculo lleno de arcanas señales con las que componer la narración de un amor derrochado en infinidad de cosas chicas. No obstante, era imposible esclarecerlo de una sentada: fotos y fotos, pañuelos bordados, cartas y poemas, un sello con un zafiro igual al que le habían regalado a ella, brillos de azabache y plata de un broche, pendientes, postales con artistas y lugares remotos, varios collares enredados como lenguas en un beso, lencería femenina, el cordón de una bota y el terror de sus pisadas, un barquito esculpido en una concha, horquillas para el pelo y un mechón en sortijilla, el aroma de la colonia evaporada dentro de su frasco… Más y más escritos, en los que se traducían dos almas.
El baúl albergaba todo eso, pero también su propia historia a poco que se esforzara en leerla. Cuánto temblaron sus manos percibiendo a la madre en cada pieza allí guardada, cotizadas como tesoros, y qué necia había sido dándole la espalda, negándole el afecto y sus recuerdos, necesitándola tanto sin haberlo reconocido antes.
Aurora había vaciado el contenido del baúl sobre la cama y el efecto visual, entre baratijas y objetos de valía irregular, era el de un mercadillo. Hubo de reconocer que necesitaría varios días para estudiar línea a línea cada una de las cartas o analizar los motivos de las joyas, pero no quiso quitarle a Berta la emoción de poder compartir con ella sus descubrimientos.
Introdujo todo otra vez en el arca y, cuando trataba de cerrarla, le cruzó un fogonazo por la cabeza. Juraría que al coger el sello femenino había apreciado una rugosidad, el rastro de una grabación similar a la que tenía el masculino. No recordaba haber visto a su madre lucir aquella joya, tampoco las demás, pero parecía poseer un significado especial.
Intrigada, rebuscó en el baúl hasta dar con la sortija y la cotejó bajo la luz con el sello que había tomado de su faltriquera.
¡Ahí estaban, juntas! Eran no solo idénticas, sino la prueba material de una ligazón. En realidad ignoraba por qué le llamaban tanto la atención, pues era habitual que los amantes poseyeran joyas iguales. Las comparó: se trataba de dos aros gemelos, el mismo diseño y pureza del zafiro, idénticos garfios asegurándolos al oro. Al pasar el dedo por su interior, confirmó que estaba grabado; tuvo que tragar saliva antes de leer la frase escrita en cursiva: «Lo mejor de dos mitades», e identificó también con extraordinaria claridad los números que, en su pareja, se hallaban desleídos: se trataba de un 3 y un 8. ¿Qué significaban esos dígitos? ¿Qué fecha podría marcar en su madre un antes y un después? ¿Quizá el primer beso, la primera noche juntos?
Aurora repitió en voz alta los números y su efecto resultó igual a pulsar el interruptor de un cuarto, colmándolo de luz. El tres del ocho. De repente fue un caballo en desbandada, echó a correr en busca de Berta e irrumpió en su dormitorio abriendo los puños para mostrarle las sortijas; dos luceros, uno en cada palma. Su garganta sabía a lágrima y a espuma de mar su boca.
—¿Soy yo? —musitó a Berta—. Lo mejor de dos mitades, ¿soy yo?