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Valdelomar, España. Abril de 1929

La primavera de 1929 inundó Valdelomar con una furibunda lluvia que se colaba por las juntas de las ventanas, removía el campo y habría de echar a Zita de su casa.

—Me marcho a Italia porque estoy hastiada de agua —anunció a su marido, mediado el mes de abril—. Por lo menos allí está embutida en un sitio.

Se moría por abrazar el azul del Mediterráneo.

—¿Cuándo vuelves?

—Cuando se me seque el ánimo —contestó sacudiéndose enojada el vestido.

En cambio, la lluvia nunca fue un impedimento para los amantes. Bajo un aguacero de mil demonios recorrían la finca solo por un beso con el que aplacarse el ansia de ser uno, y no dos.

—Antonia —advirtió Zita a la mujer del guardés—, puedes ocuparte de tu hija en condiciones porque no voy a necesitarte en unos meses.

La aclaración era precisa, puesto que, una vez que la hija de los guardeses dejó de gatear, Antonia había comenzado a prestar apoyo a la mansión.

—¿Y quién se encargará de la casa, señora? —inquirió la empleada.

—Las criadas, que vayan y vengan del pueblo.

—¿Y del señor?

—Como dicen aquí: «Buey solo, bien se lame».

Mayo aplacó el diluvio, pero trajo otras tormentas a Casa Gialla.

Entrado el mes, una soleada mañana Vicente irrumpió en el despacho de Atilano arrastrando la angustia en sus pies. Había macerado la charla y le sudaban las manos porque no le resultaba fácil sostenerla.

—¿Da usted su permiso, señor? —preguntó.

—Adelante, Vicente. ¿Te pasa algo?

—Mucho —confesó sin atreverse a tomar asiento—. Y si no creyera que me voy a volver loco, no estaría aquí.

—Habla, por Dios —trató de calmarle Atilano—. Siéntate y toma un poco de agua, que estás pálido.

Con ingente esfuerzo, Vicente devanó una confesión personal a su jefe porque no se le ocurría otro hombre más de mundo que él. Vigilándose los dedos enredados, le fue narrando las desventuras de un matrimonio que se fue yendo a pique sin darse cuenta, de poco en poco. Hoy una frase mal encarada. Mañana un grito. Al otro una discusión fea, al siguiente un abismo en el colchón. Aunque lo peor había sucedido varias veces en los últimos años y con esa tortura no podía vivir más.

—¿Ah, sí? —indagó Atilano—. ¿Y qué hace ahora tu mujer?

—Se escapa, señor —respondió levantando el mentón y con la mirada enrojecida—. Se marcha días enteros y no da razones. Ni cuando se va, ni cuando vuelve.

—Acudirá al pueblo junto a su familia —explicó su jefe.

—¡No, señor! Sus padres están muertos y el resto no le habla.

—A lo mejor se han reconciliado; cuando maduramos nos gusta saldar las deudas pendientes.

El capataz movió la cabeza rechazando la idea.

—Y luego está la niñita, don Atilano. Mi Aurora creciendo sin hermanos, ni padres…, asilvestrada porque su madre tiene la cabeza en otro sitio.

Atilano extrajo una billetera de uno de los cajones.

—Si se trata de eso, la podríamos enviar a un buen colegio. Yo me ocuparía de todos los gastos.

—No, ella tiene que educarse con los suyos…

—Entonces, ¿qué diantres quieres de mí, Vicente? —saltó, crispado por tener que dirimir la intimidad de sus empleados—. ¿No pretenderás que medie en tus asuntos de alcoba?

—No, señor, perdón por mi atrevimiento. Yo solo quiero saber…

—¿Qué supones que hace tu mujer? —preguntó con manifiesta incomodidad.

—No creo en habladurías, pero en la taberna cuentan que quien ha sido ligera lo será siempre y que quizá la Antonia…

—En lugar de hablar de estas cosas con una copa de vino delante, deberías hacerlo con don Germán y en confesión —concilió Atilano.

—¡Ya lo he hecho, señor! El párroco me dice que la lleve a misa, pero ni por esas.

—Vicente, las mujeres son muy suyas y te lo digo por experiencia. ¡Déjala a su aire, que, cuando se le pase el enfado, regresará!

El guardés había escuchado al patrón servicialmente. Al final creyó entrever la misma amargura que a él le estaba minando e interpretó que también él sufría las ausencias de una esposa escurridiza. Al hombre se le escapó una mueca horizontal parecida a una sonrisa.

Atilano había abierto la cartera y elegía unos billetes.

—También les agrada que sus maridos les obsequien de vez en cuando —añadió poniéndose en pie y dando por zanjada la reunión—. Cómprale algo y verás como se aplaca. ¡Mira, puedes aprovechar en la feria de Manzanares!

Vicente se sorprendió tanto por el dadivoso gesto como por una noticia que no conocía, pero rehusó el ofrecimiento.

—¡Anda, no seas necio y acéptalo! —insistió, y el hombre tomó el dinero agradecido—. No te había comunicado que a partir de ahora quiero que te encargues tú de supervisar la compra de ganado.

—Señor, prefiero estar aquí. Ya sabe que no se me da bien lo de hablar.

—Confío en ti y si se trata de dinero, seré generoso. Ahora, cada uno a lo nuestro.

Ambos se despidieron con sensaciones contradictorias y no retomaron este asunto. Días después, el capataz lio una muda dentro de su maleta de cartón y partió camino de la feria de ganado. «Si te traigo un regalo, ¿me querrás más?», preguntó a su mujer, ansioso ya por regresar. Ella se dejaba abrazar al despedirle en la puerta, junto a la pequeña Aurora.

Esa misma noche Antonia desapareció.

A la mañana siguiente la niña vio el catre impoluto donde solían descansar sus progenitores y ni se extrañó. Se lavó en la palangana y salió al gallinero en busca de un huevo de la última puesta, ingiriéndolo crudo una vez había horadado su cáscara. Ese fue su desayuno.

Aurora estaba por cumplir ocho años; a su edad sabía freír huevos, pelar patatas, buscar tomates maduros, elegir manzanas sin gusanos… Cuando sus padres se olvidaban de ella, comía frutas o verduras, arramblaba con algún bollo de la cocina o probaba los guisos de las cocineras antes de servirlos en la mesa.

A mediodía tuvieron una visita en Casa Gialla y la huésped anunció que se quedaría en la finca por un tiempo. Era la nuera de don Atilano.

Aquella mujer que parecía una estrella de cine, blanca y rectilínea, se pasaba el día recostada en las tumbonas del porche, moviéndose según mudaba la luz, mientras acariciaba su tripa.

Aurora miraba a hurtadillas a Berta, mientras esperaba la vuelta de su madre. Esta lo hizo dos días después sin aclarar nada. Abrazó a su hija, la besó, lavó y peinó sus cabellos, y le hizo prometer que pasara lo que pasara nunca diría nada a su padre.

—¿De qué, madre? —consultó Aurora.

—Del sitio al que te voy a llevar.

Madre e hija cruzaron Casa Gialla bordeando el lago, hasta la entrada del torreón. Aurora vio cómo su madre se echaba mano al escote y sacaba una llave anudada a un cordón, gracias a la que abrieron la puerta fácilmente.

—¿Me lo prometes? —suplicó Antonia.

La niña asintió con vigor, fascinada por colarse en la zona más evocadora de la casa. Subieron la escalera engarzadas y, una vez arriba, franquearon un santuario. Juntas saltaron sobre la mullida cama, abrieron los armarios y extrajeron unos trajes que Antonia solo vestía entre aquellas paredes. Pisaron descalzas la lustrosa tarima. Rieron y lloraron. La madre, tras revelar a su hija parte de su misterio, y Aurora, por puro contagio.

—Aún no has visto lo mejor, cariño —tomó su mano y la condujo a un estante en la pared—. Cierra los ojos, que mamá va a hacer magia.

Cuando Aurora despegó las manos del rostro la estantería había cambiado de sitio, pero ninguno de los objetos que contenía se había movido de lugar porque eran una mera artimaña y estaban soldados a ella. Al desplazarse dejaba ver un hueco en la pared: el acceso a otro cuarto más pequeño.

—¡Ah! —había exclamado Aurora admirada—. ¿Cómo lo has hecho, madre?

—Es un secreto. ¿Quieres verla por dentro?

A un adulto no le hubiera resultado fácil introducirse allí, sin embargo, ella fue aupada y entró en una estancia ataviada por una cama, un aparador y un par de lámparas de pie. Era una guarida dentro de otra.

—Espera un momento, Aurora —advirtió Antonia.

La madre acudió al escritorio y abrió uno de sus cajones, donde guardaba un par de muñecas de trapo. La pequeña empezó a aplaudir nada más verlas.

—Esto es para ti, de parte de Atilano —añadió Antonia.

La niña se transformó. No entendía el motivo por el que ese ser autoritario que daba tantas órdenes se las había regalado. El «ogro grandullón» no tenía derecho a obsequiarle nada.

—Es un hombre muy bueno, cariño —habló Antonia—. Y a tu madre la quiere mucho.

Aurora le arrancó las muñecas y las dispuso sobre la cama. Fue su forma de apropiarse de aquel refugio.

—De ahora en adelante podremos estar las dos juntas sin que nadie lo sepa. Cada una en nuestro cuarto, ¿te parece?

Ella habría de aceptar el trato porque así estaría siempre unida a su madre. De este modo ambas desaparecerían del mundo, para aflorar en él horas después como si tal cosa.

El guardés regresó de su viaje pertrechado de unos ejemplares formidables para la finca, demostrando que había sido una buena idea enviarle a la feria de ganado. Pero enseguida comprobaría que su ausencia había servido de poco, porque el pañuelo y el perfume regalados a su esposa no derrumbaron ninguna muralla.

Pasó el tiempo y junio inauguró el mes con la visita de Hugo y la postrera huida de Antonia. Una mañana salió temprano y no regresó a dormir.

—¿Has visto a tu madre? —preguntó a su hija al caer la tarde un Vicente enloquecido.

Aurora no tuvo que mentirle porque no había reparado en su familia desde la mañana. Y él marchó hacia la casa principal.

—¿Usted la ha visto? —increpó a Berta, quien reposaba en el porche.

—¿Qué te pasa, Vicente? —se oyó decir a Hugo—. Estás muy alterado.

—Nada, señorito. Cosas mías. —Y desapareció entre los matorrales.

—Qué raro, nunca le he visto así. Siempre ha sido un tipo calmado.

—A los más serenos el amor los desbarata —sentenció Berta.

Aunque su mujer apareciera pronto, el daño estaba hecho. Antonia llegó al día siguiente cargando un capazo con carne y conservas, según ella adquiridas en un pueblo vecino. Pero había perdido el crédito, y su esposo tuvo que reprimirse para no estampar toda su ira sobre su rostro.

En las siguientes jornadas Hugo se despidió. Berta saboreó la vida en su interior. Aurora se acostumbró a su escondrijo mientras, al lado, su madre amaba a un hombre como jamás pensó hacerlo. Y Vicente mascaba los celos.

Se echó encima San Juan y algunas fiestas populares en las que también se comerciaban reses, por lo que el capataz recibiría un nuevo encargo.

—Vicente, aproveche y disfrute también del festejo —sugirió Atilano—. Quizá podría llevarse a su familia…, aunque no sé si tanta bullanga sería bueno para una niña.

—A lo mejor.

—Piénselo, pero también una hija debe estar con su madre —concluyó, temeroso de que lo que había sido una sugerencia amigable se convirtiera en realidad.

No obstante, Vicente tenía sus propios planes. El día de su marcha desayunó temprano y partió en bicicleta. Sin embargo, en cuanto le perdieron de vista, desanduvo sus pasos para atrincherarse en una ruinosa cabaña desde donde enfocaba los movimientos de Casa Gialla hasta que le abatió la noche.

Saldó la labor de vigilancia consumido y desconcertado. Antonia no había realizado ninguna tarea ajena a sus labores domésticas: entró y salió varias veces de la mansión, trajinó con ropas blancas, paseó a Aurora arriba y abajo… A la mañana siguiente, vuelta a empezar. Aquello le confundió y a punto estuvo de abandonar su escondrijo para acudir al mercado.

Pero algo no encajaba. Si bien abordaba su trabajo con diligencia, era cierto que Antonia repetía una acción igual que un proyector emitiendo siempre el mismo plano: traer y llevar un cesto de ropa blanca. Idéntica ropa de cama. Como si en la Casa Gialla no se hiciera otra cosa que cambiar sábanas. Y entretanto, horas y horas dentro de ella.

También le había consternado que las luces remitieran tan pronto en ambas viviendas. De hecho, prácticamente no se encendían, puesto que las horas de sol eran más que en cualquier otra época del año; al contrario, se sellaban las cortinas de las ventanas y las puertas eran clausuradas temprano. ¿Por qué retirarse en cuanto anochecía?

Al tercer día confinado, y con un hambre de mil demonios, abandonó la cabaña dirigiéndose a la casa de guardeses. No había valorado qué diría de ser desenmascarado, pero la inquietud y el apetito le roían las tripas. Tuvo cuidado de que sus botas no tropezaran antes de asomar la cabeza por la ventana de la cocina; le sorprendió que no hubiera platos en la pila. Y le contrarió que las contraventanas de los cuartos estuvieran trancadas con el calor de aquel 23 de junio.

Bastante desconcertado, acudió en busca de comida a la huerta ideando el siguiente paso. Mirar hacia la fachada de Casa Gialla sin luces exteriores le resultaba inquietante, hasta que descubrió el único lugar iluminado en ella.

A muy pocos metros de allí, una niña subía y bajaba escalones en un juego absurdo.

—Aurora, entra, que está a punto de llegar… —le recriminaba su madre.

—¿Ese ogro de pelo rizado que tanto te gusta? —decía ella revoltosa.

—¿Por qué te empeñas en llamarle así? Es el hombre que me hace feliz y también deberías sentirte feliz tú.

Cada anochecer Aurora y su madre abandonaban la cabaña entre sombras camino del paraíso, algo que sucedía cuando su padre se encontraba lejos. Pero si Aurora solía comportarse como una cría servicial, esa velada no atendió a razones. El universo parecía haberla contagiado.

Aquella era la noche en que las entrañas de la tierra se remueven para alumbrar tesoros; donde las puertas invisibles de los espejos se abren y asoman por ellos espíritus y duendes. La del fuego y las hogueras. Cuando braman los cuélebres y los dragones rastrean la estela lunar. Era la noche de San Juan, la que bendice a los amantes con rocío, mientras florecen la higuera y el helecho al compás de las doce campanadas.

En esa noche, igual que una pérfida lengua bífida, Aurora decía una cosa y hacía otra.

—¿No piensas entrar en tu escondite? —preguntaba su madre.

—Ahora voooooy.

Mientras Antonia se distraía en nimiedades, la niña subió a un taburete y empujó el estante hasta ocultar el acceso a su cuarto furtivo.

—¿Atilano? —preguntó Antonia asomándose al descansillo—. ¿Estás dentro ya, reina mía? —habló en un susurro a su hija.

—Sí, madre —respondió ella tapándose la boca y oculta bajo la cama.

Aurora quería conocer de cerca la fiesta que hacía a su madre tan dichosa.

Antonia aguardaba a su amante recostada sobre la cama, emulando esas posturas femeninas que tantas veces había admirado en las postales que le enseñaba Atilano. «Como una artista», pensaba mientras coqueteaba con las transparencias de la lencería.

Andaba tan inmersa en complacerle que no reparó en un detalle: el sonido. El golpear sobre la madera del suelo no era el de siempre. Tosco, ordinario, agresivo. La presión de las botas de Vicente anunciaba su ascenso.

Aurora fue lo primero que identificó de su padre, incluso antes que la voz. Unas botas de campo, con el cuero ajado y varios nudos en los cordones para alargarles la vida. Después oyó un episodio espantoso de celos y venganza. Gritos. Súplicas trufadas de llanto. El mundo dividido entre el calzado del padre y un lecho que albergaba un sufrimiento atroz.

A continuación llegó un disparo. Dos. Otro más. Y el golpe seco de un rifle al rebotar contra la madera hasta mellarla. Por último, el silencio.

Nada se movió alrededor antes de que las pantuflas de Atilano entraran en el cuarto, y entonces todo empezó a rodar de nuevo.

—¿Qué has hecho, desgraciado? —gritó abalanzándose sobre la cama—. Antonia, Antonia, amor mío… ¿Me oyes?

Toda la historia que habían tejido los amantes se le vino encima. Como en una película, fotograma a fotograma, Atilano fue recordando las primeras miradas de esa mujer que había llegado a la finca tras casarse con Vicente, para huir de su mezquino presente.

—¿Tú quieres a tu esposo? —le había preguntado en un exceso de confianza.

La mujer llevaba poco con Vicente y la pareja aparentaba placidez.

—Es un buen hombre, me ha dado un futuro. Y poder ser madre.

Pero esta respuesta no evitaría que sus ganas tomaran alas. Un roce al cruzarse. Su sonrisa sirviendo el caldo del almuerzo. Un quiebro, su escote rebosando sensualidad. Y al final a Atilano le sobraron razones para elegir a la mujer del guardés como su siguiente conquista, pero ninguno supo predecir hasta qué punto sus cuerpos rastrearían el vacío de sus almas.

—Cuando no sabemos qué va a pasar en el futuro, tenemos que agarrarnos al presente —argumentaba Atilano—. Piensa en la de noches y mañanas hermosas que disfrutamos en este lugar.

De esta forma bautizaron el torreón, su hogar secreto.

Esos años de amor furtivo se agolparon en su mente mientras tomaba entre los brazos a la mujer sin importarle la presencia amenazadora del guardés.

Agazapada, con el somier sobre su cabeza, Aurora temblaba. Había tenido que hacerse una composición acerca de lo que estaba sucediendo, solo por los movimientos de los pies. Hasta que a su derecha escuchó el silbido tenue de una gota al caer sobre otra y miró en esa dirección: era sangre. Entonces ya no hubo nada que idear.

Aurora descubrió la mano velluda de su padre recuperando la escopeta y a esto siguió un bramido infernal, como nacido de las cavernas donde esa noche se guarecían los monstruos.

—¿Qué quieres hacer, animal? —clamaba Atilano—. ¿Matarme a mí? ¿Dejar a tu hija huérfana, condenándola por los siglos de los siglos?

Y se le escurrió la zapatilla mientras saltaba de la cama para enfrentarse a Vicente. Si Aurora hubiera extendido la mano, podría haber tocado la seda brocada de la babucha, esos hilos dorados refulgiendo bajo la luz de las lámparas. En eso pensaba para escaparse mentalmente de allí.

De pronto un golpe seco cautivó su atención. Apenas a un palmo de ella vio que había caído una pistola, como de juguete. Era negra, con un cañón corto, de reducido tamaño y poco peso. Se trataba de la Sauer chalequera que Atilano había adquirido para protegerse de los disturbios anarquistas, pero esto Aurora lo desconocía. Al principio solo la acarició, mientras los dos varones forcejeaban una danza macabra en el suelo.

A partir de aquí la acción se precipitó igual que en los finales trágicos de las películas: los celos y la ira rodando por el piso, la vida de una mujer que se escapaba gota a gota, una niña con una bomba entre las manos.

La presión de unos dedos dirimiendo entre la vida y la muerte.

Un trueno.

Su garganta desgañitándose para despertar de aquella pesadilla.