23
El día en que Berta orinó sangre por primera vez, se encerró en el cuarto de baño durante más de una hora. Sucedió mediado el mes de enero y Puebla aún andaba resacosa tras los festines navideños y las algarabías callejeras.
Había pasado mala noche y le costó ponerse en pie. Una barriga de siete meses era demasiado peso para su mermada salud. La enfermera de turno la había ayudado a enderezarse, pero ella rechazó cualquier apoyo en el aseo. Le incomodaba sentirse observada en algo tan íntimo.
—¿Se encuentra bien? —La asistente aporreaba la puerta a cada rato.
—Aseándome —replicaba sistemáticamente, después de mantener el grifo de la bañera abierto.
Su primera reacción fue sujetarse la tripa, sospechando en la hemorragia un parto prematuro, pero pronto comprendió que la sangre revelaba algo peor. Y asimiló este síntoma a los que llevaban estragando su cuerpo durante semanas.
El hecho de que Hugo no compartiese su cuarto le había vacunado, hasta el momento, contra sus dramáticos cambios, por más que se acercara antes de dormir a morderle los lóbulos, los labios, los dedos de sus manos uno a uno. Lo repetía cada noche. El hombre arrullaba sus senos y lamía al futuro hijo desde el ombligo, aunque apenas rozara su sexo temiendo lastimarla. Berta siempre apagaba la luz no por un pudor, que jamás existió entre ambos, sino para ocultarle esos moretones que se ensañaban con su anatomía. Nacían sin motivo ni aviso, sin una contusión que los desencadenara. Iban y venían como culebras renqueantes bajo su piel. No dolían. Pero sí alertaban de que algo en ella crecía descontrolado y, desde luego, no era su criatura.
Aquellos momentos en los que se levantaba y paseaba por la casa tratando de imprimir normalidad a su convalecencia, elegía pantalones o algún traje que cubriera los brazos, e incluso enmascaraba con maquillaje las ronchas, rezando siempre para que no le brotaran en el rostro.
El médico probaba mil fórmulas a fin de enderezar unas analíticas cada vez más descorazonadoras, y lo hacía guardando la reserva que le había exigido su paciente, en una connivencia poco ortodoxa de la que se arrepentía a diario. «Si le cuenta algo a mi esposo, le quito el honor de apadrinar al bebé», bromeaba ella, después de ingerir aquellas pócimas infernales. El doctor se convirtió en cómplice de su silencio, sin llegar a confesar a Hugo que la salud de su mujer se evaporaba. Para Berta el cansancio, el dolor en las articulaciones, la apatía, las disneas o el insomnio eran fáciles de escamotear. Pero esas sombras negras no.
Antes de aquel aciago día, la primera Navidad en México les había arrollado con la contundencia del calendario. Residían en una población santurrona de un país de fe, donde cualquier celebración era buena para sacar a la calle sus crucifijos en procesión, pero la intensidad con la cual profesaba Puebla la epifanía les sumió en un rosario de misas, ofrendas y rezos, amén de las visitas de cortesía. Por suerte, Hugo contó con una agitada vida social que le ayudó a distraerse, ya que Berta apenas dejó la cama. «Nada nos daría más gusto que conocerla. Les agasajaremos cuando alumbre», le animaban sus vecinos poblanos, y él sonreía lacónico.
Tras las fiestas navideñas, Aurora regresó a La Continental. Y al igual que la primera vez, tampoco informó a nadie, parapetada en que los hermanos se habían incorporado a la escuela y Berta necesitaba descansar. Mientras la mujer se iba consumiendo también lo hacía ella, aunque el suyo era la clase de reconcome que revienta los nervios de quienes guardan secretos. Ya no cabían más en esa cabecita suya.
Dónde está la niña, no acude al colegio, qué come, dónde duerme, cómo es su familia. Preguntas que formulaba a discreción en cuanto conquistaba la confianza de alguna empleada con más ganas de charla que de trabajo.
Poco obtuvo en sus escaramuzas secretas a la factoría de jabonetes, a la que llegaba junto al cochero y salía tratando de ocultarse.
—La chamaca anda por cumplir cinco años y gallea enseguida. Me late que será bien relista. Y prietita, más que la madre. Ya verá usted si Dios le da salud.
Eso relataban quienes metían en vereda a una niña rebelde que correteaba entre jabones como otros retozan en un parque.
La miraba y remiraba, claro está. Cuando se dejaba, porque era un demonio inquieto. Mesaba las hebras de su pelo, reconociendo el tacto de los bucles, y alzaba su mentón escrutándole los ojos para arrancar de cuajo cualquier sombra de duda. Hablaba, pero la cría la observaba absorta no porque no la entendiese, sino con el cinismo de quienes se burlan internamente de su interlocutor. Aun así ella rastreaba sus respuestas, silenciadas hasta el día en que Berta orinó sangre por primera vez.
Aurora la había dejado dentro del aseo más tiempo del debido, mientras la enfermera golpeaba una y otra vez la puerta. Y puesto que su malestar no le permitía devanar con ella lo que a la joven le afligía, se fugó a la fábrica y allí insistió en conocer el nombre de la pequeña.
En realidad esto era lo de menos, porque lo que buscaba eran certezas. El sí definitivo respecto de su filiación. Confirmar que lo que Isela escondía bajo llave en el cuarto del patio se trataba de su hija.
—Si no me dices cómo te llamas nunca podré regalarte muñecas —le dijo tratando de embaucarla—. Porque tú sí me comprendes, ¿verdad? El mío es Aurora. ¡Anda, dime el tuyo!
—Igual —pronunció al fin la niña.
—Igual no es un nombre.
Las dos se enzarzaron en noes y síes, que le hicieron perder la paciencia.
—¡Eres una maleducada! Peor que tu madre —zanjó dándole la espalda.
—Aurora —recalcó la voz rota de Isela al encontrarse frente a frente—. Mi hija se llama Aurora. Como tú.
Aurora volvió de La Continental aterida de frío, descompuesta, y entró en la cocina buscando algo caliente.
—La doña está peor —anunció una de las cocineras—. Mal hijo va a parir.
El tazón se escurrió de sus manos y estalló sobre el suelo. Subió los peldaños de dos en dos y con el corazón desbocado golpeó la puerta.
—¿Dónde andabas, Aurora? —murmuró Berta—. Te mandé llamar y nadie te encontró.
—Salí a pasear tras dejar a los niños —mintió ella. No entendía por qué, pues estaba dispuesta a revelarle lo que había averiguado sobre la mexicana y su hija. No obstante, tampoco quería contrariarla, por más que el nombre de la niña rubricara sus sospechas.
—Hemos hablado poco desde que estamos aquí. Me asfixia este lugar, ¿y a ti? —Berta le hizo un gesto para que se sentara junto a ella—. No te gusta, lo noto. Me refiero a Isela.
Le extrañó escucharla con escasez de florituras, tan directa. Y así fue ella.
—Nunca sabe una lo que piensa. Además miente. Guarda secretos.
—Todos los tenemos —puntualizó Berta—. De eso quería hablarte, Aurora.
Desde que vio cómo se escapaba su sangre por el inodoro, Berta había pensado mucho. En ella y sus hijos. En Hugo, mucho más endeble de lo que él creía. Y por supuesto en Aurora, diciéndose que no podía postergar más tiempo la conversación. Carecía de autoridad moral para dilatarla. Ella era la mera depositaria de una historia, albacea de unos hechos que debía trasladar a su «dueña», pues estaban llamados a cambiarle la existencia.
En ese momento recordaba nítidamente la charla con Atilano, aquella en la que su suegro se había sincerado.
—Algún día tendrá que explicarle lo que sucedió en el torreón, es inhumano permitir que Aurora viva en esa tortura —dijo una tarde, antes de abandonar Casa Gialla—. Se lo debe, y si no lo hace ahora se arrepentirá el resto de su vida, Atilano.
—Lo he intentado —confesó él sin dejar de mirar por la ventana unos campos incendiados de sol— mientras le situaba México en el mapamundi. Pero ella se cierra en banda y no quiere hablar.
—Usted sabrá el modo de quebrar su resistencia.
—¿No me has oído, Berta? Huye cuando me ve —protestó él.
—Pero suponga que no vuelve, que pasan los años y echa raíces en México —insistió—. ¿Usted podría descansar sabiendo que, cada vez que despierte por la noche envuelta en un mal sueño, lo hace…?
—¡Basta! Ya me reconcome la culpa sin necesidad de que me sermonees. —El hombre estaba enfurecido, pero valoró el esfuerzo de Berta por ser su cómplice—. Te pido disculpas. Había olvidado tu estado.
—Eso no tiene nada que ver ahora, lo que importa es que ella está segura de haber matado a sus padres y usted es el único que sabe que no fue así.
Atilano se sentía al borde de un abismo, donde un mínimo paso al frente carecería de retorno. Qué equivocada estaba su nuera. Alguien más sabía el secreto. Otra persona conocía la tragedia sucedida en el torreón la noche de San Juan de 1929, y ya entonces se hubo jurado no hablar de ello jamás. Proteger y protegerse. Sin embargo, la vida le imponía nuevos plazos y el inminente viaje rompía cualquier compromiso.
—Si carece de entereza para ello —ofreció Berta—, yo me comprometo a ser su mediadora. A trasladar a la chica lo que usted considere.
Aquellas palabras fueron el soplo de viento que empujaba su voluntad carrera abajo por un precipicio, y enardecieron tanto a Atilano que tomó la determinación de desmigar el enigma que ahora Berta debía administrar. Pero no era fácil, pues estaba lleno de recovecos. De capas de mentiras, una sobre otra, que tendría que ir desbrozando poco a poco.
—¿Has abierto el baúl, Aurora? —soltó sin ambages—. Hoy necesito contarte algo, pero tienes que ayudarme. No tengo fuerzas para mantener una guerra contigo. En realidad me fallan para todo.
—¿Por qué dice eso? —se apresuró Aurora en preguntar.
—Hay verdades que se saben, eso es todo. Salen de dentro y no es preciso que las confirmen otros.
Aurora calló unos segundos. Berta había mezclado dos asuntos y los dos le infundían mucho miedo: su pasado y el futuro de la mujer.
—Dicen que pueden provocarle el parto y se sentiría mejor, que cuando los embarazos son malos el bebé crece mejor fuera —contestó por fin.
—No es él, soy yo. —Berta tomó sus manos y las depositó en su barriga—. ¿Lo notas? Se aferra a la vida lo que su madre no puede. No me has respondido. ¿Dónde has guardado el baúl?
—En el altillo del armario —respondió eludiendo su mirada.
—Quizá no hoy ni mañana —apuntó Berta—. Puede que en unos días o en una semana quieras abrirlo. Estoy segura, después de lo que vas a escuchar.
—¿Y si no quiero oírla?
Berta alargó el brazo, asió un vaso de la mesilla e ingirió el líquido amargo con el que el médico trataba de sofocarle las náuseas. Necesitaba aplacar su estómago antes de empezar el larguísimo relato de Atilano.
—Lo harás —dijo—. Porque nadie desearía vivir a tientas y a ciegas.