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Aurora desconfiaba de Isela, le producía un furibundo recelo tan solo cruzarse con ella.
Por ser fiel a los deseos de Berta no aludió al suceso del armario. «Lo habrá hecho sin mala intención. Es tozuda y le cuesta doblegar su genio». Sin embargo, nada pudo evitar que Aurora espiara los pasos de Isela como ella hacía con los de los demás, aunque pasado un mes desde que se hubieron instalado en Puebla aún ignoraba su edad, detalles de su familia o qué protegía en ese cuarto interior bajo llave con tanto celo.
Tras el malogrado enfrentamiento con la india que terminó expulsada de la casa, ninguna otra estaba dispuesta a explicar confidencias sobre ella. De modo que no le quedó otra que especular y dedujo que la mexicana envidiaba la posición de Berta.
En concreto, pensó que le encelaba su maternidad. Algunas mujeres lo sufrían. Rivalizaban con las que engendraban una vida. Quizá porque ellas no podían o no encontraran con quién, o porque sus limitados recursos les obstaculizaran el proyecto. Qué fácil era, a veces, fabular.
Días antes de Navidad, tras una mañana de inclemente lluvia, Aurora salió de casa. Buena parte de las calles se hallaban anegadas y ella las recorrió en dirección sur hasta que sus pasos convergieron en el Zócalo.
Se sentía harta del ambiente irrespirable que flotaba alrededor de la familia. De la nostalgia. De la apatía de Hugo por lo lenta que estaba resultando la mejoría de Berta. De la perversión en cada una de las decisiones de Isela. Del modo en que acechaba a Berta cuando, a duras penas, esta se levantaba tratando de pasar revista a lo que había sucedido a su alrededor.
No había premeditación en su huida, tan solo el deseo de evadirse. Por ello, al observar que en los alrededores de la catedral unas mujeres ultimaban un nacimiento, se acercó curiosa. Pero enseguida le sorprendió el relinche de unos caballos.
—¿Se extravió, señorita Aurora? —preguntaba uno de los cocheros—. Siquiera no salga sola, ¿le regreso?
—¿Dónde va usted? —indagó ella.
—Tengo unos pendientes en La Continental. Me aguarda don Hugo.
El nombre de la fábrica de jabones siempre le había recordado a las tiendas de ultramarinos del barrio madrileño de Buenavista, con aquellos sacos de legumbres a rebosar y su olor a salazón y embutidos. No obstante, la fábrica de jabones consistía en otra cosa, aunque le costara imaginar el modo en que las mujeres amasaban la fragante pasta con la que luego ella se bañaba. Por tanto, era una excelente oportunidad de descubrirlo.
—Le acompaño —dijo, y se encaramó al carruaje.
Al trote salieron del rectángulo donde se custodiaban los tesoros de Puebla —los conventos de Santa Mónica y Santa Rosa, la casa del Deán, las iglesias de Santa Cruz, de la Soledad o San Cristóbal—, antes de apremiar a los animales hacia el oeste. En la periferia de la ciudad crecían los matorrales de espino y las plantas de mezquite y huisache en el borde de la senda, entorpeciendo las rodadas de los autos. Ella lo juzgó un paraje inhóspito, desordenado y turbador.
—¿Vive alguien por aquí? —inquirió al hombre.
—No, señorita. Solo hay fábricas. La primera que ve al fondo es la textil, se llama La Constancia. Y detrás está la de su papá.
—Don Hugo no es mi padre —rectificó al momento—. Solo soy la niñera.
—Capaz que ahora se vaya a enojar si no está usted con los chamacos.
—Déjeme a mí.
—Órale, ya ni modo —se quejó él.
Aurora miró al cochero de reojo: tenía las falanges contraídas, unos rasgos mestizos y le echó no más de cuarenta años, aunque poseyera una apariencia de sesenta.
¿Dónde residiría? Sabía que no lo hacía en la casona de 5 de Mayo, pues le veía llegar temprano cada mañana. Él, como el resto del servicio, se había entregado a unas servidumbres trasnochadas. Y no es que en España no las hubiera, pero por lo que ella conocía, el país se debatía en una guerra para, entre otras cosas, erradicar de él lo más atávico, causa que enarbolaban individuos como aquel. Y de repente se reconoció extranjera donde quizá habría de enraizar de por vida.
Los aromas de los jabonetes y las cremas La Continental se apreciaban desde lejos, fraguando una fusión de hierbas medicinales y flores exóticas, que anidaba en la nariz durante horas.
Dejó atrás al cochero y sus mandados, y accedió a la fábrica. En su interior la atmósfera hubiera podido fraccionarse, tal y como hacían las empleadas con la pasta endurecida del jabón, de lo espesa que resultaba.
Atraída por los olores, merodeó por los higiénicos pasillos, serpenteó entre las mesas donde reposaban las pastillas recién troceadas y olfateó aquella alquimia de hierbas, que aplastaban en una especie de almireces unas indias vestidas de blanco. Hasta que una voz rota la sobresaltó.
—Se llama molcajate, y el martillo, tejolote. Son de piedra volcánica —señaló refiriéndose a los utensilios—. Iguales a los que gastamos para cocinar. Fue idea mía. Así estas peladas se toman su trabajo con gusto y no les entra la flojera. ¿Se le ofrece algo, doñita?
Juraría haberla visto antes de abandonar la casa, pero o se había equivocado o Isela Mayagoitia tenía el don de la ubicuidad. Notó que se había soltado las trenzas y le alcanzaban la cintura.
—¿Le gusta? —preguntó advirtiendo la atracción que el sitio ejercía en ella—. Venga, le voy a platicar.
Así arrastró a Aurora hasta una burbujeante caldera donde hervía la pócima surgida tras unir aceite de coco y grasa de puerco. Se ajustó unos guantes y un delantal de piel y tomó con cuidado un recipiente que contenía, según le explicaba, sosa cáustica. Era una operación peligrosa, pues calcinaba la piel si caía sobre ella. Sin embargo, era vital para engrosar la papilla que removían sin pausa unos trabajadores. A continuación pasaron a una segunda cubeta.
—Se llama sangrado y consiste en verter sal común para que cuaje la masa —apuntó Isela abordando la tarea—. ¿Gusta aromatizarlo usted, niña?
Se refería al más creativo de los procesos a la hora de elaborar el jabón: añadirle fragancias y tinturas. En una tercera vasija, Aurora distinguió una mezcla espesa de color blanquecino y dudoso olor. Isela le ofreció una caja llena de tarros, cuyo contenido había que extraer mediante cuentagotas.
Unos eran amalgamas de alcohol y flores en botellas de cristal; los más, unos aceites elaborados por las indias siguiendo recetas ancestrales. Leyó sus etiquetas manuscritas y hubiera querido volcarlos todos al tiempo: esencias de clavel y bergamota, magnolia, vainilla y cacao, aceite de geranio, sándalo o cedro, almizcle, pachuli, pino, gardenia, clavo, cardamomo y almendra amarga…
—Ándele, no sea tan remirada —la animó—. Lo que disponga será bueno.
Aurora eligió varios frascos al tuntún y vació parte de ellos sobre un futuro jabón, cuya esencia sería la del mundo. Le gustó hacerlo. Era como crear de la nada, alumbrar algo gracias a su caprichosa voluntad. Había sido una excelente idea visitar La Continental; tras su paso por la fábrica, de la que decidió marcharse al poco de distinguir a Hugo en las oficinas, se sentía de mejor humor. E incluso en medio de esa pulcritud, trasladándole generosas explicaciones, Isela no le pareció tan perversa como ella presuponía.
Desde la misma entrada en que le aguardaba el cochero, la había observado ir al encuentro de Hugo, de su jefe, y no le pareció que ejerciera ninguna tiranía hacia sus operarias. A lo mejor era demasiado severa con ella.
—Híjole, ¿otra vez encuerándote? —oyó decir a una mujer antes de subirse al carruaje—. A poco que ni la chambrita quieres.
Aurora miró hacia ella. La consideró algo vieja para brear con un hijo.
—Traiga, que la ayudo —se ofreció.
—¡Esta chamaca me tiene mala voluntad! Capaz que su madre me corre y ya no habrá santo que me salve.
—¿No es suya?
—¡Qué va, señorita! Nomás la cuido, pero es bien brava —aclaró.
Echó a la niña unos cuatro o cinco años. Tenía el pelo rizado y se cubría la cabeza resistiéndose a ser vestida. Aurora se agachó tratando de convencerla.
—¿Quién es su madre? —preguntó movida por una corazonada.
—La jefa, doña Isela.
—No sabía que estuviera casada.
—Aquí, entre nos —determinó la mujer en voz baja—, los pobres no se casan, se arrejuntan.
Con mimo desanudó los brazos de la pequeña antes de forzarla a levantar la cabeza y mirarla a los ojos. La certeza le cayó encima como plomo.