21
—Tula —ordenó Aurora—. Llena una bañera de agua hirviendo.
—¿Igual que entonces, niña?
—¿Te volviste taruga o qué te pasa? Hablo bien clarito.
Juntas habían arrastrado a Hugo hasta la alcoba y, mano a mano, le fueron desnudando mientras él se dejaba hacer como un niño chico.
—A poco se le quitará la rabia cuando se meta a remojo —aventuró la india—. Como en Puebla.
—Como en Puebla —apostilló Aurora—. Pero no consentiré que te salgan más canas ni más arrugas, ¿entendiste? No quiero un viejo a mi lado.
Se había dirigido a Hugo con esa amalgama de amor y suficiencia que la madurez había impreso en ella. Después, entre las dos, le introdujeron en un agua tan caliente que, lejos de aplacar, le terminó alborotando. Pero él no lo dijo, porque todavía se resistía a desmenuzar su dolor con palabras.
—¿Usted no va vivir nunca su vida? —preguntó Tula doblando las prendas—. Se la ha pasado cuidando de tanto hombre que…
—Esta es mi vida —cortó Aurora.
—No. Las mujeres honradas se casan y tienen hijos propios.
—¿Quieres decir que no es honrado cuidar de él?
—¡Ándele, mija! Con la de hombres que hay, amarre alguno. El patrón está bien gastado.
—No le pienso abandonar nunca, Tula. Guárdate la lengua para otras cosas.
Él las oía discutir a sus espaldas, ignorándole, como si en verdad más que una persona lacerada fuese un ser invisible, y reflexionó sobre las frases de la india porque estaban cargadas de razón. Tarde o temprano ella tendría que componer su propia vida. Era demasiado joven y hermosa para marchitarse a su lado.
Cuando Aurora entró en el aseo, decidió pronunciarse con rotundidad.
—Quiero volver —anunció Hugo, dejándola perpleja.
—¿Volver a dónde, Hugo? —replicó.
—A Casa Gialla. Con mi padre…, con madre.
—Zita ha muerto. Tu casa es donde estamos tus hijos y yo —remachó—. Ellos te necesitan aquí, no en esa España de la que ni se acuerdan.
Aurora tomó una toalla y empezó a frotarle enérgicamente el pelo. Después le besó la cabeza y le enjabonó.
—Sigue tú. Y mañana ya encargaremos una misa para el velorio.
A continuación le dejó sumido en el agua y en su duelo.
—Niña Aurora, qué duro que muera una madre tan lejos. —Tula le dio el alto cuando ya bajaba las escaleras.
La última imagen de Zita, enervada en el porche delantero antes de que la familia dejara Casa Gialla, se le apareció como un espíritu. Aurora nunca imaginó que no volvería a toparse con aquella excéntrica italiana; sin embargo, al evocar la melancolía de Hugo, interpretó que él sí debió de presentir que la separación de su madre era definitiva.
—¿Qué tal si empieza con las manías del destrozo? —le sobresaltó la india.
—Se las quitaremos.
—¡Yo le pido a la virgen rechula que el patrón no enferme como en Puebla! Y que no vuelva esa mujer, que era el puritito diablo.
La joven agarró del brazo a Tula y sonrió. Le inspiraba tanto cariño.
—Sí, de buena nos libramos —asintió—. Cuánto mal hizo Isela.
Cinco años antes Tula no estaba en su vida, pero había llegado para quedarse. Ambas se conocieron el día en que la familia se trasladó desde la Compañía Terminal de Veracruz a Puebla, nada más desembarcar del Île de France: el 15 de noviembre de 1936.
Aún recordaba Aurora los rostros de los indios que esperaban al pie de la escalerilla del barco. Jamás había visto una piel tan oscura ni unos rasgos tan exóticos.
—La señora nos mandó el encargo de que ustedes fueran en tren mientras se adelantan los autos —habló entonces quien parecía más espabilado.
—¿La señora? —dijo Berta extrañada.
—La doña Isela.
Ella y Berta intercambiaron miradas de estupefacción, mientras Hugo les tomaba la delantera camino de la aduana. Pero, ante las prisas, prefirieron restarle importancia al comentario. Además, a Berta, con su indisposición, no le cabía otra inquietud en la cabeza ni en su agitado estómago.
Entre el puerto jarocho y Puebla distaban menos de trescientos kilómetros, pero en el tránsito el país cambiaba de estado y de paisaje. Así, los campos de piñas y la selva baja, rota por las copas de liquidámbar, fueron alumbrando otro panorama caracterizado por bosques de encino y ocotes. Mirando por la ventanilla el transcurrir del nuevo mundo, Aurora buscaba en la vegetación trazas de lo que hasta entonces le había sido familiar —la misma flor, árboles gemelos a los de Valdelomar—, porque para ella no cabía imaginarse algo tan dispar donde se hablaba su mismo idioma. Sin embargo, el México acelerado del otro lado del cristal traslucía otra realidad.
Llegaron a última hora y les recibió un viento frío, pero lo áspero del clima no depreció su belleza. Puebla era el orden hecho ciudad, con esas calles trazadas en retícula, las fachadas alegremente azulejadas; aquí una iglesia o una «dulcería», al fondo, el Zócalo. Y presidiéndolo, la catedral más bella de México.
La casa de la calle 5 de Mayo tenía los travesaños de las ventanas blancos y un patio salpicado de macetones y palmeras de impresionantes hojas. Había sido levantada a mediados del siglo anterior ciñéndose al estilo colonial, de modo que las galerías bajas acogían varias estancias, a las que sumar las de la planta superior.
—¡Qué bonita es, doña Berta! —aplaudió Aurora entusiasmada.
Pero ella no estaba para juicios estéticos. Le costaba respirar, aunque hubiera contenido las ganas de vomitar. Sofocada, radiografió en derredor en busca del equipaje, sin encontrar maleta alguna.
—¿Y el equipaje? —preguntó a su marido—. Los mozos dijeron que llegaría antes.
—Las valijas están en sus cuartos —respondió una voz femenina.
Había sonado tajante y con eco. Todos elevaron la vista hacia lo alto de la escalinata.
Al final de la misma se erguía una mujer de piel cetrina y pelo azabache trenzado, enmarcando su cabeza. Parecía una estatua, acechándoles con la superioridad de encontrarse varios metros por encima. Vestía una blusa blanca, ajustada en la cintura con una banda roja, y como falda el tradicional «castor» labrado en lentejuelas de colores, bajo el que asomaban las puntas crispadas de una enagua. Iba ataviada como una china poblana, uno de los trajes típicos del país.
Descendió los peldaños lentamente, escoltada por el crujir de sus almidonadas prendas. Al llegar al patio dio la bienvenida de un modo general y, posando los ojos en Hugo, le tendió la mano.
—¿Tuvo buen viaje el patrón? —le interrogó, dando la espalda a los demás.
—¿Usted quién es? —se apresuró a preguntar Berta.
—¿Cómo cree, Hugo? —siguió dirigiéndose a él—. ¿A poco no le habló a ella de mí?
Isela Mayagoitia era la encargada de la fábrica de jabones La Continental, una de las propiedades de los Vigil de Quiñones en México, pero además, mientras permanecían en España, asumía la intendencia de la casa. Esa fue la sucinta explicación de Hugo; lo refirió un poco apresurado, como quien desea escabullirse de un lugar lo antes posible.
No era el momento para exigir más y Berta indicó a Aurora que había que dejarse de presentaciones y ocupar la vivienda.
—Supongo que los dormitorios están arriba —apuntó con firmeza—. ¿Nos los muestra?
—Para lo que quiera y mande, señora.
Las dos mujeres acometieron la subida de la escalera en un silencio que helaba la sangre. El patio estaba bordeado por una galería a la cual asomaban media docena de amplias estancias, la mayoría habilitadas como alcobas.
—La ubiqué aquí —precisó Isela, tras conducir a Berta a una de ellas—. No da a la calle. Así tendrá el sueño tranquilo.
Berta observó que habían desembalado el equipaje y, al abrir el armario, se encontró su ropa organizada dentro de él. Le incomodó tanta confianza.
—¿Y la de mi esposo? —preguntó.
—En su recámara, señora. Una mujer de encargo descansa mejor sola —aclaró Isela.
—¿Usted cómo sabe lo de mi embarazo?
—Me lo explicó don Hugo en su carta.
—¿Quiere decir que le escribió?
—El patrón siempre lo hace. Permiso.
Camino de la salida, la mexicana se iba deslizando entre los muebles como un felino que marcase su terreno. El coraje arrolló a Berta, quien no estaba acostumbrada a que el servicio tomara decisiones por ella.
—Un momento. Isela se llamaba, ¿verdad? —acotó Berta—. Mi ropa se ordena por colores. Vuelva y le explico el modo de hacerlo.
Molesta, ella desanduvo sus pasos apretando la mandíbula. Berta, pertrechada de paciencia, le indicó sus deseos prenda a prenda, antes de ir en busca del resto de la familia. En la misma puerta le alcanzó su comentario.
—No parece encontrarse bien —vomitó Isela—. ¿A poco no vio que lleva un muerto en la cara?
Berta ni se giró, no merecía la pena encararse con una agria criada a la que debía de molestarle el trajín en el que se vería inmersa la casa de ahora en adelante. «Nunca me habías hablado de ella», le reprocharía a Hugo por la noche; él se excusó, convencido de que ya le había puesto en antecedentes sobre esa controladora mujer. «Ten paciencia, posee un genio feroz, pero es muy eficaz», así concluyó el debate.
En una habitación dentro de otra habitación dormiría Aurora. Vaya, había ascendido a la planta noble y esto era un triunfo para una niñera, incluso en pleno proceso de adaptación a las costumbres mexicanas. Tras una puerta de doble hoja estarían los hermanos. Y ella pegada a sus respiraciones.
—La doña me manda con esto. Cuenta que es suyo —le hablaba una india no muy alta de una edad inclasificable, regordeta y con tez lustrosa. Hasta ahí bien; lo peor, lo que traía entre los brazos—. ¿Dónde se lo dejo, niña?
—Donde le dé la gana —escupió Aurora.
—Lo mira como si fuera el puritito diablo y es bien relindo el cofre. ¿Qué guarda dentro?
—¿Aquí no les enseñan a callar? —respondió crispada.
—¡Soy una metiche! —dijo riéndose y exhibiendo sus mellas en la dentadura—. Pero buena. Me llamo Tula.
De este modo irrumpió en su vida. Ella y el miserable Baúl de los Secretos, que hubiera deseado haber perdido entre tanta mudanza.
La primera semana sirvió de acomodo. Lencería, vajillas, lienzos en nuevos marcos, papeles y más papeles dentro del despacho de Hugo. Era tantísimo el equipaje que había sobrevivido a los traslados donde la familia hubo de empacar su vida dos veces que Berta temió que les pillase la Navidad entre maletas. En el ánimo de ayudarles, Isela decidió no acudir a La Continental y despachaba con los subalternos a primera hora. Lo hacía sentada en el patio, dando órdenes y encomendando tareas, como dueña y señora.
Mientras, los niños recorrían con sus dedos los trampantojos en las paredes de una casona bendecida por aromas de durazno y guayaba. Puesto que el curso escolar ya se había iniciado y sus padres deseaban que se aclimataran a México antes de incorporarse a las aulas, Aurora repasaba sus enseñanzas a diario. Pero solo tenían cabeza para repetir a pies juntillas las ocurrencias de las indias según se ocupaban de la limpieza.
—«Perro, perico y poblano. No lo cojas con la mano, cógelo con un palito, ya que es animal maldito» —un día les contaba una de ellas.
—Con lo bella que es Puebla —objetó Aurora, quien había tenido ocasión de patear sus calles—. ¿Acaso no nació aquí?
—En Chocoljaíto, un pueblito lindo orillita de Palenque, niña. La gente sí es de veras, no como acá.
—¿Por qué dice eso?
—Me da pena hablar —calló unos segundos, pero siguió—. Alguna no le va a alcanzar la vida para arrepentirse.
Enseguida oyó el susurro de sus prendas bordadas acariciando el suelo. Le sucedía algunas veces. Reconocer el chasquear del apresto en el tejido o el tintineo de unas lentejuelas en sus trajes, mirar alrededor, y no encontrar a Isela por ningún sitio. Como cuando se encerraba en un cuarto aledaño al patio con una bandeja llena de comida, para después dar vueltas y vueltas a la llave a fin de que no entrase nadie. Había en ella una actitud resbaladiza que le permitía tornarse invisible.
No obstante, en aquella ocasión su presencia no se hizo esperar.
—¡Fuera! —gritó a la trabajadora—. Estás aquí de arrimada porque ni el pan te ganas. Jalaste demasiado la cuerda. Nomás te corro, vieja.
—¿Se puede saber por qué la trata así? —intervino Aurora—. Tan solo estaba entreteniendo a los niños.
—¿Con chismes? Es una perra de baldío y, como tal, a la calle. Yo me doy mis mañas y nadie ha protestado hasta ahora. Permiso.
No tardó Aurora en acudir al encuentro de Berta para detallarle el episodio. La halló en su alcoba. Muy pálida. Pero no pudo silenciar la indignación que le había desencadenado su despotismo.
—¿No va a hacer nada contra ella? —instó Aurora.
—Hace frío, ¿no? —dijo en un suspiro—. Ayúdame a levantarme, quiero ponerme algo de abrigo.
—Esa mujer es mala —sentenció.
Cuando la tomó del brazo se dio cuenta de que tiritaba y reposó la mano en su frente, como Berta hacía con sus hijos. Lejos de predecir fiebre la sintió helada, pero no lo mencionó. A pasos cortos llegaron al armario y agarró el tirador porque a ella le flaqueaban las fuerzas.
—¿Quiere una chaqueta o prefiere cambiarse de vestido? —preguntó dándose cuenta de que no era el mejor momento para instigar contra Isela.
Berta no aclaró qué necesitaba. Exánime, miraba el ropero abierto de par en par. Había un matiz vergonzoso en el hecho de mirarlo así. Con lentitud alargó el brazo y rozó los tejidos, al tiempo que iba sonrojándose por segundos.
Aurora no interpretaba bien su reacción. Parecía que Berta hubiese visto un fantasma atrincherado entre sus faldas, asomando sus cadenas por las suaves mangas de sus trajes. De esas prendas que ella clasificaba en función de sus… colores. ¡Eso era! Todo el vestuario, aun guardando la compostura de estar colgado en perchas, había sido distribuido según un criterio arbitrario. Mezclaba pantalones, ternos, blusas y rebecas, contrastando las gamas cromáticas en un estridente gusto. Berta nunca habría consentido eso. Ella era metódica, e incluso maniática, con el orden.
La mujer, que en aquel momento sacaba un chal de lana, ignoraba los muchos insectos que flotaban alrededor de la prenda. Parecía no verlos, pero Aurora se la arrebató de entre las manos.
—¿Qué está pasando aquí, tú entiendes algo? —preguntó aturdida Berta.
—Son polillas —aventuró ella.
—Es imposible. No ha dado tiempo a que se reproduzcan.
Pero al sacudir las perchas, a Aurora le cayó encima una nube de parásitos. También confirmó que el contundente olor que advertía desde hacía un rato procedía del mueble. Lejos del perfume floral que Berta solía colocar en bolsitas junto a la ropa, era un hedor a amoniaco. Peor, a orín.
—Déjeme ver —aconsejó a la mujer tras sentarla en el borde de la cama.
Enseguida encontró su origen al fondo de una de las baldas. Provenía de un trozo de tela negra atada con un cordón, igual que los sacos aromatizados, pero en este caso desprendiendo una peste insoportable. Estaba húmedo. Su tacto imprimió un velo untuoso sobre las yemas de sus dedos. No se atrevía a seguir inspeccionando, aunque a simple vista había descubierto insectos momificados sobre alguna ropa.
—Permisito —anunció la voz de Tula tras abrir la puerta—. Vengo a traer una tisana a la señora. ¡Chispiajos! ¿No se encuentra bien?
Aurora se giró para descubrir que Berta estaba recostada junto al cabecero.
—¿Qué es esto? —gritó a Tula señalándole el enigmático paquete.
—¡Qué sé yo! Déjemelo —dijo acercando su nariz a la bolsa—. ¡Puaf! ¿Dónde lo encontró, niña? Seguro es hierba de San Roberto y huele peor que meada de gato. Apláquese que no es venenosa, pero por tocarla salen ampollas.
—Estaba dentro del armario. ¿Quién lo ha puesto?
—Ahí nomás entra Isela —apuntó Tula—. Ella cuida de las recámaras de los patrones.
—Pero ¿para qué lo metió? ¡Además está lleno de bichos!
—A poco guardó la planta con las raíces y entonces no muere nunca. Ella gusta de estas cosas. ¿Ve el té, niña? Lo preparó para que se le aliviaran las náuseas a la patrona. Sabe mucho de hierbajos.
—¡Llévatelo! —ordenó Aurora—. Y no le traigas más. Me lo preguntas antes.
—¿Quieren dejar de discutir de una vez? —les increpó Berta—. Mejor llamen a un médico. Me siento mal.
Cuando la noche cercó Puebla, a Berta la habían atendido dos médicos que se comprometieron a que al día siguiente una eminencia recomendada por ellos, y llegada desde la capital, la visitaría.
—Pensé que esta pesadilla había pasado —admitió Hugo al insigne doctor, tras ser advertido de que su mujer no debía ser trasladada a un hospital—. ¿Otra vez la anemia?
—¿Eso le dijeron que tenía su esposa? ¿Una anemia perniciosa? —preguntó cerrando su maletín—. Quisiera hacerle más pruebas antes de responder.
Ese mismo día desembarcó en la casa un equipo de enfermeras junto a unos aparatosos artilugios propios del mejor dispensario.